El infierno del amor: leyenda fantastica. Fernández y González Manuel

El infierno del amor: leyenda fantastica - Fernández y González Manuel


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jaramagos

      en ella brotan

      y entre ruinas

      doliente asoma

      el arco bello

      que un tiempo alcoba

      fué de la linda

      Leila la Horra.

      II

      En otros tiempos remotos,

      dolor de la gente mora,

      que de Granada recuerda

      la prepotencia y la gloria,

      aquella casa, hoy hundida,

      alcázar fué y noble joya

      de bravos Benimerines,

      noble linaje que goza

      por sus preclaras hazañas

      alto renombre en la historia.

      Ben-Jucef el Meriní,

      de aquella casa que doran

      la opulencia y la grandeza,

      es el sostén y la honra,

      y su luz y su delicia

      es Leila la encantadora,

      la de los negros luceros,

      la de la faz majestosa,

      la de los cabellos de oro,

      la de la purpúrea boca,

      la de la ebúrnea garganta,

      la del talle de diosa,

      la del seno palpitante,

      la altiva, la que enamora

      al que su belleza mira

      si el céfiro la destoca,

      ó al que su cantar escucha

      en la noche silenciosa,

      si al pié de sus miradores

      pasa por su mal ó ronda.

      Por pudorosa y honesta

      la llaman Leila la Horra,

      y tambien Leila la Hijara

      porque su pecho es de roca:

      y ella, el amor ignorando,

      de su adolescencia goza,

      como el naciente capullo

      que áun no desplegó sus hojas.

      III

      Pero llegó muy presto

      su edad florida,

      pasó su adolescencia

      dulce y tranquila,

      y los insomnios

      encendieron en fiebre

      sus bellos ojos.

      Si ántes era una rosa

      por linda y fresca,

      es ya la triste niña

      blanca azucena,

      que sufre y llora,

      y lágrimas y penas

      la descoloran.

      Y aunque el viejo la guarda

      como un tesoro,

      de las miradas torpes

      de avaros ojos,

      y celosías

      no dejan ver su encanto

      que el sol codicía;

      y aunque esclavos feroces

      y muros densos,

      á audacias de galanes

      ponen respeto,

      ama la hermosa,

      que no hay puertas ni muros

      que amor no rompa.

      Nace en la ardiente vida

      y allí se esconde,

      que el alma tiene el gérmen

      de los amores,

      y comprimidos,

      se exhalan misteriosos

      en los suspiros.

      IV

      Y tales los de Leila se exhalaron,

      tan apenados, tan profundos fueron,

      tan claro al padre su dolor contaron,

      que sus fieras entrañas abrasaron

      y su altivez indómita rindieron.

      – «¡Ah de la vida y su tormenta brava! —

      siniestro el xeque murmuró, y sombrío: —

      ¡Surge á la luz la mariposa esclava,

      el dormido volcan revienta en lava,

      el arroyuelo se convierte en rio!»

      Y tembló: formidable en su memoria

      se alzó horrible, cual lúgubre agonía,

      cual tremenda vision expiatoria,

      la infinita amargura de su historia,

      dolor tras de dolor, dia por dia.

      ¿Dónde estaban los lauros triunfadores

      que arrancó de las lides su pujanza?

      ¿Dónde sus horas plácidas de amores?

      ¿Dónde las tiernas, las fragantes flores,

      sér de su sér y luz de su esperanza?

      El ciego incontrastable torbellino

      rugiente se abatió sobre su casa,

      cual fuego intenso, destructor, sanguino,

      que al soplo misterioso del destino

      deja luto y horror por donde pasa.

      Sus mujeres las frentes doblegaron,

      sus hijos en sus cunas se extinguieron,

      los años con su peso le agobiaron,

      y ya débil en brazo, se agostaron

      los altos lauros que su faz ciñeron.

      Todo perdido en sueños de agonía

      y en el delirio del dolor flotaba;

      todo en su corazon rugiente hervia,

      y Leila sólo á su afanar reia

      y con su dulce amor le consolaba.

      ¡Y ella tambien, el último tesoro,

      la flor preciada de esplendor naciente,

      ya en los ojos de luz acerbo el lloro,

      y los reflejos de sus trenzas de oro

      como nimbo fatal en su alba frente!

      – «¡Oh santo Allah! –  las ansias exclamaron

      del postrado Jucef: – ¡Oh Dios sombrío! —

      y en sus ojos las lágrimas brotaron,

      y por su blanca barba resbalaron

      cual trasparentes gotas de rocío.

      V

      ¿Por qué su maldicion? Pasan los años,

      pero no pasan nunca las memorias,

      que en la conciencia ennegrecida encienden

      siniestra luz entre la oscura sombra.

      No, de la infamia el torcedor recuerdo

      nunca el dolor y la vergüenza borran;

      nunca


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