El infierno del amor: leyenda fantastica. Fernández y González Manuel
previniendo la hoguera
en sus torres de atalaya.
Que en la tregua Alfonso afloja,
y ya blanden la cuchilla,
en las quebradas de Loja,
con gentes de la Cruz Roja,
los Infantes de Castilla.
En tanto el sol apresura
su ocaso, y con largos brillos
en las cúpulas fulgura
de Granada, que en la altura
muestra sus fuertes castillos.
VIII
Por un sendero
que al soto baja
un bello jóven
gallardo avanza.
Al aire ondea
su toca blanca,
caftan le cubre
de burda lana,
su talle ciñe
revuelta faja
que el curvo alfanje
sostiene y guarda;
cubren sus piernas
rudas abarcas,
y el carcax lleno
de fuertes jaras,
y la ballesta
sobre la espalda,
y el cervatillo
que al hombro carga,
revelan, cierto,
que es pobre y caza,
y que cazando
su vida gana.
La res sangrienta
deja en la grama,
y en una piedra
que besa el agua,
se sienta y mira,
miéntras descansa,
absorto, inmóvil,
la faz nublada,
el sonoroso
raudal que canta,
y sobre el lecho
de piedras salta,
y allá se pierde,
y allá se escapa,
cual las mentidas
sombras livianas
de los ensueños
de la esperanza.
Tal vez Ataide,
que sufre y ama,
ve en la corriente,
pasando rápida,
su vida entera,
su vida ingrata,
en fugitivas
sombras fantásticas,
y en voz de llanto
doliente exclama:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
Sus negros ojos
lucientes lanzan
fulgores lúgubres,
siniestras ráfagas,
cual si en su seno,
con furia insana,
se revolviese
tormenta brava.
Hay negros dias
de horas menguadas
en que anochece
por la mañana.
Consigo traen
nubes de lágrimas
y el duro cierzo
que hiela el alma.
¡Desheredado
desde la infancia!
Los años vienen,
corren, avanzan;
el niño es hombre,
la madre anciana,
y el raudal ciego
de la desgracia
siempre les dice
con voz aciaga:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
Hondos suspiros
Ataide exhala,
que un imposible
su sér abrasa,
y al dueño hermoso
que así le encanta
decir no puede
sus tristes ánsias;
que ella es orgullo,
prodigio y gala
de la hermosura,
la vírgen lánguida,
la de las ricas
trenzas doradas,
ojos de fuego,
frente de nácar,
la dulce niña,
la altiva dama,
Leila la Horra,
Leila la Hijara.
¡Él tan humilde,
y ella tan alta!
¿Su amor en donde
potentes alas
hallar pudiera
para alcanzarla?
Y el pobre mozo
por sus entrañas
siente que corre
hiel que le mata,
algo que horrible
su sér desgarra;
y en el gemido
de su garganta
decir parece
con voz ahogada:
«¡Ay vida triste!
¡Corriente amarga!»
La vió en las fiestas
de Bib-Arrambla,
resplandeciente
como una hada;
hada sombría
doliente y pálida.
¿Por qué tan rica,
tan codiciada,
de la hermosura
gentil sultana,
así insensible
y así postrada?
¿Por qué en el Coso,
quebrando cañas,
lidiando toros,
rompiendo lanzas,
cien caballeros
de gran prosapia,
que prez y orgullo
son de Granada,
deslumbradores
de ricas galas,
lucientes joyas,
bruñidas armas,
sobre fogosos
potros del Atlas,
que el Coso barren
con sus gualdrapas,
en las cuadrillas
giran, se travan,
como