Curso rápido para hablar en público. La voz, el lenguaje corporal, el control de las emociones, la organización de los contenidos…. Daniela Bregantin
por otra parte, como revela Aristóteles, los juicios que formulamos sufren la fuerte influencia de los estados de ánimo por los que atravesamos.
«Los juicios no son emitidos del mismo modo si se está influenciado por sentimientos de dolor o de alegría, o bien de amistad o de odio» (Aristóteles, Retórica, I, 2, 1356a).
El secreto de la persuasión, por tanto, reside en la capacidad para desencadenar y guiar las emociones del público. Y para despertar emociones en los demás es necesario que también el orador se implique de forma real e intensa en el tema que propone al público.
«[…] aquello de lo que estamos hablando – los personajes y las cuestiones, las esperanzas y los miedos— debe mantenerse frente a los ojos, debe encontrar un lugar en los sentimientos de nuestro corazón. El corazón nos da la elocuencia, junto con la fuerza de la imaginación» (Quintiliano).
Pienso en la diferencia, en el mundo de las artes, entre los grandes ejecutores, que poseen una técnica extraordinaria, y los auténticos artistas, capaces de pulsar cuerdas ocultas, secretas. Los primeros nos impulsan a decir «Un magnífico resultado», pero los segundos dejan sin palabras, conmocionan.
«Cuando el corazón arde, algunos destellos surgen por la boca» (Thomas Fuller).
Cuando existe auténtica pasión, nuestras palabras, nuestra mirada, el cuerpo… todo lo demuestra. Por tanto, el pathos es, en primer lugar, la emoción y la pasión que el orador experimenta con su discurso, pero, al mismo tiempo, la emoción y la pasión que contagia al público.
Las emociones «contagian», poseen un extraordinario poder de transferencia: del orador al público. Las emociones que el orador vive pueden alcanzar al público, invadirlo y transportarlo.
Pero el buen orador, dicendi peritus «experto en el arte de decir», debe ser capaz de suscitar emociones también a través de su capacidad expresiva.
El orador – así como el actor— tiene que saber actuar sobre el universo emocional de su público. Con este objetivo Quintiliano ofrece la siguiente sugerencia: «El modo adecuado de provocar emociones consiste, pues, en imaginar los sentimientos o en imitarlos».
Imaginar o imitar los sentimientos. Recuerdo la explicación de Nedo Fiano, superviviente de un campo de exterminio, en el aula magna de una escuela superior; recuerdo su terrible relato y recuerdo también el silencio, no se oía ni un suspiro, y algunos rostros bañados por las lágrimas.
«El silencio señala el momento en que se ha captado plenamente la atención del público» (Peter Brook).
Rememoro también aquel extraordinario actor que era Tino Carraro, lo recuerdo ya viejo, al final de su carrera, en un monólogo (escrito por Giovanni Testori para otro gran actor) que explicaba una vivencia humana y teatral próxima a su fin. La interpretación resultaba tan veraz en esta singular superposición de representación y vida, que la emoción del público fue tan palpable como el brazo de la butaca del Piccolo Teatro en el que estaba sentada. Como dice Pascal:
«Cuando un discurso muestra con naturalidad una pasión o un efecto, encontramos en nosotros mismos la verdad que pretende transmitir y que no sabíamos que se encontraba ya en nosotros; de modo que nos vemos impelidos a amar a quien la dice; porque no ha mostrado un bien propio, sino nuestro; y este acto lo convierte en digno de aprecio, al tiempo que esta comunión de pensamiento que establecemos con él necesariamente nos impulsa a amarlo» (Pensamientos).
Amamos a los grandes maestros porque a través de sus palabras nos revelan quiénes somos; el público se identificará con el orador que, por medio de sus palabras, sepa atraerlo. Amamos a quien sabe llevarnos de la mano por el terreno de nuestras emociones; el público se dejará cautivar por aquel orador que llegue mejor y más rápido a su corazón que a su mente.
Es interesante observar que también el marketing y la publicidad actúan cada vez más incidiendo en aspectos de carácter emotivo. El marketing emotivo no ha nacido hoy, pero en la actualidad vive su máximo esplendor. El producto no se vende tanto por las ventajas que ofrece como por el imaginario que lo rodea, o las emociones que suscita. Las viejas campañas publicitarias que se basaban en los beneficios del producto, destacando aspectos de naturaleza racional, han dado paso a imágenes y palabras que llegan al corazón, y de ahí «Donde está Barilla está mi hogar». O «Telecom. Comunicar es vivir», afirmación con la que finaliza un anuncio publicitario muy intrigante y emocionalmente seductor, en el que la imagen de Gandhi se muestra en diferentes países del mundo a través de una pantalla gigante, un ordenador, un teléfono móvil, acompañada de la pregunta: si hubiese podido comunicar de este modo, ¿cómo sería el mundo en la actualidad? (P. Kotler).
Ethos
La palabra ethos se puede traducir como «coherencia», congruencia entre lo que se piensa y lo que se comunica.
«Lo que tú eres me grita tan fuerte en la oreja que no puedo escuchar lo que dices» (R. W. Emerson).
En este sentido, el ethos nace de la credibilidad que el orador ha conquistado con el paso del tiempo, pero corresponde sobre todo a la credibilidad que merece en aquel momento a partir de lo que dice y hace frente al público.
«Se persuade mediante el carácter cuando el discurso tiene la característica de hacer que el orador sea digno de crédito: creemos a las personas honradas en mayor medida y con más rapidez respecto a cualquier cuestión general […]. Y esto debe proceder precisamente del discurso, y no de las opiniones preexistentes sobre el carácter del orador» (Aristóteles, Retórica, I, 2, 1356a).
Por tanto, dice Aristóteles, el ethos del orador, su credibilidad, debe emerger de cómo elabora el discurso.
¿Cómo se sostiene la credibilidad? En primer lugar, dando pruebas de conocimiento real del tema que debe tratarse y, además, mostrando interés por el público.
Todo esto se expresa no sólo a través de las palabras del orador, sino también mediante su actitud, es decir, a través de sus miradas, gestos, posturas…
«Si nuestros gestos y la expresión del rostro contradicen las palabras que pronunciamos, no sólo nuestro discurso resulta poco convincente, sino que carece de credibilidad» (Quintiliano).
Ariadna o el hilo de la razón
En el mito, Ariadna es aquella que, entregando el hilo a Teseo, le ayuda a llevar a cabo la empresa para la que se ha introducido en el laberinto de Dédalo: la muerte del Minotauro. Mitad toro y mitad hombre, este monstruo exigía continuos sacrificios humanos a los que Minos, rey de Creta, intentó poner fin.
La muerte del Minotauro significa la eliminación del instinto animal, pero también la liberación de la soledad a la que la falta de razón lo condenaba.
Teseo es el héroe que mata al monstruo, es una fuerza evolucionada; puede entrar en el laberinto y salir sin perderse gracias al hilo de Ariadna, utilizando de este modo el ingenio. Ariadna es la razón, aquella que facilita el retorno y permite llevar a cabo la conquista.
Por tanto, los héroes que vencen al Minotauro son dos. No era necesario el uso de dos personajes para destruir al monstruo; en muchos otros episodios de la literatura universal hay un héroe que se opone a un enemigo (piénsese en Ulises y Polifemo, David y Goliat). Aquí —no por casualidad— se produce un desdoblamiento de la fuerza conquistadora: por una parte, el brazo, por otra, la mente. Es la irrupción de la era de la razón, que implica separación (en el sentido del distinguo latino), pero al mismo tiempo, y precisamente por ello, relación.
UNA CLAVE DE LECTURA
Estamos en la era de la complejidad. En la moderna interpretación de Dürrenmatt, el Minotauro vive rodeado de espejos, obligado a enfrentarse con la ilusión de su propia imagen reflejada y la búsqueda del «otro», con un oscuro presentimiento de la existencia de algo más allá de sí mismo que rompe la soledad del propio yo. Cualquier intento de entrar en contacto con la imagen reflejada resulta naturalmente inútil al romperse el reflejo en el vidrio con el que el Minotauro no puede y no sabe