La Tierra de Todos. Blasco Ibáñez Vicente

La Tierra de Todos - Blasco Ibáñez Vicente


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usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aquí en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendió en su Universidad de California.

      Rió él ingeniero del tono solemne de la muchacha y acabó por besar su mano. Pero la miraba con la bondad protectora de las personas mayores que se complacen celebrando las malicias de una niña traviesa, y esto pareció contrariar á la hija de Rojas.

      –Acabaré por reñir con usted. Se empeña en tratarme como una muchachita, cuando soy la primera dama del país, la princesa doña Flor de Río Negro.

      Continuaba Watson sus risas, y esta insistencia venció finalmente la fingida gravedad de la joven. Los dos unieron sus carcajadas; pero la señorita Rojas mostró á continuación un interés maternal, que le hizo enterarse minuciosamente de la vida que llevaba su amigo.

      –Trabaja usted demasiado, y yo no quiero que se canse, ¿sabe, gringuito?… Es mucho quehacer para un hombre solo. ¿Cuándo viene su amigo Robledo?… De seguro que estará divirtiéndose allá en París.

      Watson habló también con seriedad al oir el nombre de su asociado. Estaba ya de regreso y llegaría de un momento á otro. En cuanto á su trabajo, no lo consideraba anonadador. Él había hecho cosas más difíciles y penosas en otras tierras. Mientras los ingenieros del gobierno no terminasen el dique, lo que trabajaban Robledo y él era únicamente para ganar tiempo, pues los canales de nada podían servir sin el agua del río.

      Habían empezado á caminar, é insensiblemente se dirigieron hacia el pueblo. Ricardo marchaba á pie, con una mano apoyada en el cuello del caballo y los ojos en alto, para ver á Celinda mientras hablaba. Los peones, dando por terminado el trabajo, recogían sus herramientas. Como los dos querían evitar un encuentro con los grupos que regresaban al pueblo, siguieron avanzando lejos del río, por donde empezaba á elevarse el terreno, formando la pendiente de la altiplanicie pampera.

      Al subir la hinchazón de un contrafuerte de esta muralla que se perdía de vista, contemplaron á sus pies todo el antiguo campamento convertido en pueblo y la amplitud lacustre formada por el río ante el estrecho donde iba á construirse el dique.

      El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje ó de cinc, tiendas de lona. Las construcciones más cómodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados. Por encima de todas las viviendas emergía una casa de madera montada sobre pilotes, con una galería exterior ante sus cuatro fachadas: un bengalow desembarcado en Bahía Blanca semanas antes por encargo del italiano Pirovani, contratista de las obras del dique.

      Así que empezaba á anochecer, las calles de este pueblo improvisado, desiertas durante el día, se poblaban instantáneamente con la variada muchedumbre de los peones. Los grupos, al volver de los diversos lugares donde habían estado trabajando, se encontraban y se confundían, siguiendo la misma dirección.

      Una casa de madera, que por su tamaño era la única que podía compararse con la del contratista, los iba atrayendo á todos. Sobre su puerta había un rótulo, hecho en letras caligráficas: «Almacén del Gallego». Este gallego era, en realidad, andaluz; pero todos los españoles que van á la Argentina deben ser forzosamente gallegos. Al mismo tiempo que despacho de bebidas era tienda de los más diversos artículos comestibles y suntuarios. Su dueño se ofendía cuando las gentes llamaban «boliche» á lo que él daba el título de «almacén»; pero todos en el pueblo seguían designando al establecimiento con el nombre primitivo de su modesta fundación.

      Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercanías del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que habían rodado por las tres Américas, desde el Canadá á la Tierra del Fuego. Otros, mestizos ó blancos, vueltos al estado primitivo después de largos años de existencia en el desierto: hombres de perfil aguileño, gran barba y luenga cabellera, tocados con amplios chambergos y llevando un cinturón de cuero adornado con monedas de plata, dentro del cual ocultaban, á medias nada más, el revólver y el cuchillo.

      Fuera del boliche—ahora almacén—, unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compañeros de sus noches, estaban las bellezas más notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una población sitiada por hambre ó como si una llama interior devorase sus jugos.

      Empezaron á brillar luces en las casas, perforando con sus rojas punzadas la gasa violeta del crepúsculo. Celinda y su acompañante contemplaban el pueblo y el río silenciosamente, como si temieran cortar con sus voces la calma melancólica del ocaso.

      –Váyase, señorita Rojas—dijo él de pronto, repeliendo la dulce influencia del ambiente—. Va á cerrar la noche y su estancia se halla lejos.

      Se resistió Celinda á reconocer la posibilidad de un peligro para ella. Ni los hombres ni la noche podían inspirarle miedo. Pero al fin se despidió de Watson y puso su caballo al galope.

      Entró Ricardo en la Presa por un descampado que sus habitantes consideraban como la calle principal; aunque en esta población reciente, todas las vías resultaban principales á causa de su enorme amplitud.

      El gobierno previsor de Buenos Aires no toleraba que los pueblos surgidos en el desierto tuviesen calles de menos de veinte metros de anchura. ¡Quién podía adivinar si serían algún día grandes ciudades!… Y mientras llegaba esto, las viviendas bajas y de un solo piso permanecían separadas de las de enfrente por un espacio enorme que barrían en línea recta los huracanes glaciales ó entoldaban con su niebla las columnas de polvo. Unas veces el sol hacía arder el suelo, levantando ante el paso del transeúnte nubes rumorosas de moscas; otras, los charcos de las rarísimas lluvias obligaban á los habitantes á marchar con agua hasta la rodilla para ver al vecino de enfrente.

      Según avanzaba Watson entre las dos filas de viviendas, fué encontrando á los principales personajes del pueblo. Primeramente vió al señor de Canterac, un francés, antiguo capitán de artillería, que, según afirmaban muchos que se decían amigos suyos, se había visto obligado á marcharse de su patria á consecuencia de ciertos asuntos de índole privada. Ahora servía como ingeniero al gobierno argentino, en obras remotas y penosas de las que huían sus colegas hijos del país.

      Era un hombre de cuarenta años, enjuto de cuerpo, con el pelo y el bigote algo canosos, pero conservando un aspecto juvenil. Tenía al andar cierto aire marcial, como si aún vistiese uniforme, y se preocupaba de la elegancia de su indumento, á pesar de que vivía en el desierto.

      Había entrado á caballo por la llamada calle principal, vistiendo un elegante traje de jinete y cubierta la cabeza con un casco blanco. Al ver á Watson echó pie á tierra para caminar junto á él, sosteniendo á su caballo de las riendas, al mismo tiempo que examinaba unos dibujos del americano.

      –¿Y Robledo, cuándo vuelve?—preguntó.

      –Creo que llegará de un momento á otro. Tal vez ha desembarcado hoy en Buenos Aires. Vienen con él unos amigos.

      El francés siguió examinando los planos del joven, sin dejar de andar, hasta que llegaron frente á la pequeña casa de madera que le servía de alojamiento. Allí entregó las riendas con una brusquedad de cuartel á su criado mestizo, y antes de meterse en su vivienda dijo á Ricardo:

      –Creo que sólo nos faltan seis meses para terminar la primera presa en el río, y Robledo y usted podrán regar inmediatamente una parte de sus tierras.

      Continuó Watson la marcha hacia su casa; pero á los pocos pasos hizo alto para responder al saludo de un hombre todavía joven, vestido con traje de ciudad, y que tenía el aspecto especial de los oficinistas. Llevaba anteojos redondos de concha, y sostenía bajo un brazo muchos cuadernos y papeles sueltos. Parecía uno de esos empleados laboriosos, pero rutinarios, incapaces de iniciativas ni de grandes ambiciones, que viven satisfechos y como pegados á su mediocre situación.

      Se llamaba Timoteo Moreno y era nacido en la República Argentina, de padres españoles. El Ministerio de Obras Públicas


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