La Tierra de Todos. Blasco Ibáñez Vicente

La Tierra de Todos - Blasco Ibáñez Vicente


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de su esposa; pero la realidad se sobrepuso muy pronto á esta admiración.

      –Volverán—dijo con tristeza—. Se han ido, pero volverán mañana… También Elena ha visto á ciertos amigos poderosos que inspiran á los periódicos ó tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ¡ay! cuando ella está lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarán las cosas, y no dudo que así será por el momento; pero ¿qué puede una mujer contra tantos enemigos?… Además, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado á otro defendiéndome, mientras yo permanezco aquí encerrado. Sé á lo que se expone una mujer cuando va á solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso sería peor que la cárcel.

      Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba á veces un temor pueril y á continuación una gran energía, pasó cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros á que podía verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

      –La he prohibido que continúe las visitas, aunque sean á viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confiémonos á la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sólo el cobarde carece de solución cuando llega el momento decisivo.

      Robledo, que le había escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

      –Yo tengo una solución mejor que la tuya, pues te permitirá vivir…

      Vente conmigo.

      Y lentamente, con una frialdad metódica, como si estuviera exponiendo un negocio ó un proyecto de ingeniería, le explicó su plan.

      Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en París.

      –Te advierto que adivino lo que piensas hacer mañana ó tal vez esta misma noche, si consideras tu situación sin remedio. Sacarás tu revólver de su escondrijo, tomarás una pluma y escribirás dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ¡Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y á cuyos sacrificios corresponderás yéndote del mundo antes de que ella se marche!…

      El tono de acusación con que fueron dichas estas palabras conmovió á Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajó la frente, como avergonzado de una acción innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyó adivinar que murmuraban levemente: «¡Pobre mamá!… ¡Mamá mía!»

      Sobreponiéndose á la emoción, volvió á levantar Federico su cabeza.

      –¿Crees tú—dijo—que mi madre se considerará más feliz viéndome en la cárcel?

      El español se encogió de hombros.

      –No es preciso que vayas á la cárcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por mí y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

      Después de mirar los periódicos que estaban sobre la mesa, añadió:

      –Como creo dificilísima tu salvación, mañana mismo salimos para la América del Sur. Tú eres ingeniero, y allá en la Patagonia podrás trabajar á mi lado… ¿Aceptas?

      Torrebianca permaneció impasible, como si no comprendiese esta proposición ó la considerase tan absurda que no merecía respuesta. Robledo pareció irritarse por su silencio.

      –Piensa en los documentos que firmaste para servir á Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no habías estudiado.

      –No pienso en otra cosa—contestó Federico—, y por eso considero necesaria mi muerte.

      Ya no contuvo su indignación el español al oir las últimas palabras, y abandonando su asiento, empezó á hablar con voz fuerte.

      –Pero yo no quiero que mueras, grandísimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imagínate que soy tu padre… Tu padre no, porque murió siendo tú niño… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamá, á la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece á tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses á mí.»

      La vehemencia con que dijo esto volvió á conmover á Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos á los ojos. Robledo aprovechó su emoción para decir lo que consideraba más importante y difícil.

      –Yo te sacaré de aquí. Te llevaré á América, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarás rudamente, pero con más nobleza y más provecho que en el viejo mundo; sufrirás muchas penalidades, y tal vez llegues á ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

      Se incorporó el marqués, apartando las manos de su rostro. Luego miró á su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?… ¿Cómo se atrevía á proponerle que abandonase á Elena?… Prefería morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suerte de ella.

      Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se oponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamó irónicamente:

      –¡Tu Elena!… Tu Elena es…

      Pero se arrepintió al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

      –Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situación en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer á Fontenoy, ¿No es así?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

      Federico bajó la cabeza; pero el otro todavía quiso insistir en su agresividad.

      –¿Cómo conoció tu mujer á Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

      Aún se contuvo un momento, pero su cólera le empujó, pudiendo más que su prudencia, que le aconsejaba callar.

      –Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sólo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

      El marqués hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

      –Ignoro lo que quieres decir—dijo con voz sombría—; pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ¡Y yo la amo tanto!…

      Después quedaron los dos en silencio. Según transcurrían los minutos parecía agrandarse la separación entre ambos. Robledo creyó conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

      –Allá, la vida es dura, y sólo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilización. Pero el desierto parece dar un baño de energía, que purifica y transforma á los hombres fugitivos del viejo mundo, preparándolos para una nueva existencia. Encontrarás en aquel país náufragos de todas las catástrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allá sólo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.

      Como Torrebianca permanecía impasible, creyó oportuno recordarle otra vez su situación.

      –Aquí te aguardan la deshonra y la cárcel, ó lo que es peor, la estúpida solución de matarte. Allá, conocerás de nuevo la esperanza, que es lo más precioso de nuestra existencia… ¿Vienes?

      El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, y añadió enérgicamente:

      –Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos en expediciones de este género… Tu esposa no va á morir de pena porque tú la dejes en Europa. Os escribiréis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Además, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harás por ella mucho más que si te matas ó te dejas llevar á la cárcel… ¿Quieres venir?

      Quedó pensativo Torrebianca largo rato. Después se levantó é hizo una seña á Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.

      No


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