La Tierra de Todos. Blasco Ibáñez Vicente
y bárbaras, en armonía con una peluca rubia á la que iba añadiendo todos los meses nuevos rizos.
Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la única que merecía cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su dueña, venía á descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con raíces se parecían á los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos. Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, á los que la condesa había arrancado las muelas, no quedándole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones.
Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de América, lo miró con apasionado interés. Hablaron, con una taza de té en la mano, ó más bien dicho, fué ella la que habló, mientras el ingeniero buscaba mentalmente un pretexto para escapar.
–Usted que ha viajado tanto y es un héroe, ilústreme con su experiencia… ¿Qué opina usted del amor?
Pero la poetisa, á pesar de sus ojeadas tiernas y miopes, vió que Robledo huía murmurando excusas, como si le asustase una conversación iniciada con tal pregunta.
Elena le rogó semanas después que asistiese á una fiesta dada por la condesa.
–Son reuniones muy originales. La dueña de la casa invita á una bohemia inquietante para que aplauda sus versos, y la mezcla con gentes distinguidas que conoció en los salones. Algunos extranjeros van de buena fe, creyendo encontrar autores célebres, y sólo conocen fracasados viejos y ácidos. También protege á ciertos jóvenes que se presentan con solemnidad, convencidos de una gloria que sólo existe entre sus camaradas ó en las páginas de alguna revistilla que nadie lee… Debe usted ver eso. Difícilmente encontrará en París una casa semejante. Además, he prometido á la pobre condesa que asistirá usted á su fiesta, y me enfadaré si no me obedece.
Por no disgustarla, se dirigió Robledo á las diez de la noche á la avenida Kleber, donde vivía la condesa, después de haber comido con varios compatriotas en un restorán de los bulevares.
Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entró el ingeniero en el recibimiento, se dió cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena. Llegaban parejas de aspecto distinguido, acostumbradas á la vida de los salones, vestidas con elegancia, y revueltas con ellas vió pasar á varios jóvenes de abundosa cabellera, que llevaban frac lo mismo que los otros invitados, pero se despojaban de paletós raídos ó con los forros rotos. Sorprendió la mirada irónica de los dos servidores al colgar algunos de estos gabanes, así como ciertos abrigos de pieles con grandes calvas, pertenecientes á señoras que ostentaban extravagantes tocados.
Un viejo con melenas de un blanco sucio y gran chambergo, que tenía aspecto de poeta tal como se lo imagina el vulgo, se despojó de un gabancito veraniego y dos bufandas de lana arrolladas á su cuerpo para suplir la falta de abrigo. Retiró la pipa de su boca, golpeando con ella la suela de uno de sus zapatos, y la metió luego en un bolsillo del gabán, recomendando á los criados que lo guardasen cuidadosamente, como si fuese prenda de gran valor.
El abrigo de pieles que llevaba Robledo atrajo el respeto de los dos servidores. Uno de ellos le ayudó á despojarse de él, conservándolo sobre sus brazos.
–Puede usted admirarlo; le doy permiso—dijo el ingeniero—. Lo compré hace pocos días. Una rica pieza, ¿eh?…
Pero el criado, sin hacer caso de su tono burlón, contestó:
–Lo pondré aparte. Temo que á la salida se equivoque alguno y se lo lleve, dejando el suyo al señor.
Y guiñó un ojo, señalando al mismo tiempo los gabanes de aspecto lamentable amontonados en la antesala.
La noble poetisa mostró un entusiasmo ruidoso al verle en sus salones. Apartando á los otros invitados, salió á su encuentro y le estrechó ambas manos á la vez. Luego, apoyada en su brazo, lo fué llevando entre los grupos para hacer la presentación. Le acariciaba con los ojos, como si fuese el principal atractivo de su fiesta; parecía sentir orgullo al mostrarlo á sus amigas. Con razón el día anterior le había dicho, burlándose, Elena: «¡Mucho ojo, Robledo! La condesa está locamente enamorada de usted, y la creo capaz de raptarle.»
Expresaba la poetisa su entusiasmo con una avalancha de palabras al hacer la presentación del ingeniero.
–Un héroe; un superhombre del desierto, que allá en las pampas de la Argentina ha matado leones, tigres y elefantes.
Robledo puso cara de espanto al oir tales disparates, pero la condesa no estaba para reparar en escrúpulos geográficos.
–Cuando me haya contado todas sus hazañas—continuó—, escribiré un poema épico, de carácter moderno, relatando en verso las aventuras de su vida. A mí, los hombres sólo me interesan cuando son héroes…
Y otra vez Robledo puso cara de asombro.
Como la condesa no veía ya cerca de ella más invitados á quienes presentar su héroe, lo condujo á un gabinete completamente solitario, sin duda á causa de los olores que á través de un cortinaje llegaban de la cocina, demasiado próxima.
Ocupó un sillón amplio como un trono, é invitó á sentarse á Robledo. Pero cuando éste buscaba una silla, la Titonius le indicó un taburete junto á sus pies.
–Así lograremos que sea mayor nuestra intimidad. Parecerá usted un paje antiguo prosternado ante su dama.
No podía ocultar Robledo el asombro que le causaban estas palabras, pero acabó por colocarse tal como ella quería, aunque el asiento le resultase molesto, á causa de su corpulencia.
Copiaba la Titonius los gestos pueriles y el habla ceceante de su amiga; pero estas imitaciones infantiles resultaban en ella extremadamente grotescas.
–Ahora que estamos solos—dijo—, espero que hablará usted con más libertad, y vuelvo á hacerle la misma pregunta del otro día: ¿Qué opina usted del amor?
Quedó sorprendido Robledo, y al final balbuceó:
–¡Oh, el amor!… Es una enfermedad… eso es: una enfermedad de la que vienen ocupándose las gentes hace miles de años, sin saber en qué consiste.
La condesa se había aproximado mucho á él, á causa de su miopía, prescindiendo del auxilio de unos impertinentes de concha que guardaba en su diestra. Inclinándose sobre el emballenado hemisferio de su vientre, casi juntaba su cara con la del hombre sentado á sus pies.
–¿Y cree usted—prosiguió—que un alma superior y mal comprendida, como la mía, podrá encontrar alguna vez el alma hermana que le complete?…
Robledo, que había recobrado su tranquilidad, dijo gravemente:
–Estoy seguro de ello… Pero todavía es usted joven y tiene tiempo para esperar.
Tal fué su arrobamiento al oir esta respuesta, que acabó por acariciar el rostro de su acompañante con los lentes que tenía en una mano.
–¡Oh, la galantería española!… Pero separémonos; guardemos nuestro secreto ante un mundo que no puede comprendernos. Leo en sus ojos el deseo ardiente… ¡conténgase ahora! Yo procuraré que nuestras almas vuelvan á encontrarse con más intimidad. En este momento es imposible… Los deberes sociales… las obligaciones de una dueña de casa…
Y después de levantarse del sillón-trono con toda la pesadez de su volumen, se alejó imitando la ligereza de una niña, no sin enviar antes á Robledo un beso mudo con la punta de sus lentes.
Desconcertado por esta agresividad pasional, y ofendido al mismo tiempo porque creía verse en una situación grotesca, el ingeniero abandonó igualmente el solitario gabinete.
Al volver á los salones iba tan ofuscado, que casi derribó á un señor de reducida estatura, y éste, á pesar del golpe recibido, hizo una reverencia murmurando excusas. Le vió después yendo de un lado á otro, tímido y humilde, vigilando á los servidores con unos ojos que parecían pedirles perdón, y cuidándose de volver á su sitio los muebles puestos en desorden por los