La Tierra de Todos. Blasco Ibáñez Vicente
vistos por Robledo en la antesala. Muchas señoras se burlaban francamente de la condesa, partiendo de sus grupos irónicas miradas hacia su persona. El viejo que había dejado sus bufandas y su pipa en el guardarropa dió varias palmadas, siseó para imponer silencio, y dijo luego con solemnidad:
–La asistencia reclama que nuestra bella musa recite algunos de sus versos incomparables.
Muchos aplaudieron, apoyando esta petición con gritos de entusiasmo. Pero la masa se mostró displicente y empezó á moverse en su asiento haciendo signos negativos. Al mismo tiempo dijo con voz débil, como si acabase de sentir una repentina enfermedad:
–No puedo, amigos míos… Esta noche me es imposible… Otro día, tal vez…
Volvió á insistir el grupo de admiradores, y la condesa repitió sus protestas con un desaliento cada vez más doloroso, como si fuese á morir.
Al fin, los invitados la dejaron en paz, para ocuparse en cosas más de su gusto. Los grupos volvieron sus espaldas á la poetisa, olvidándola. Un músico joven, afeitado y con largas guedejas, que pretendía imitar la fealdad «genial» de algunos compositores célebres, se sentó al piano é hizo correr sus dedos sobre las teclas. Dos muchachas acudieron con aire suplicante, poniendo sus manos sobre las del pianista. Oirían después con mucho gusto sus obras sublimes; pero por el momento debía mostrarse bondadoso y al nivel del vulgo, tocando algo para bailar. Se contentaban con un vals, si es que sus convicciones artísticas le impedían descender hasta las danzas americanas.
Varias parejas empezaron á girar en el centro del salón, y cuando iba aumentando su número y no quedaba quien se acordase de la condesa, ésta miró á un lado y á otro con asombro y se puso en pie:
–Ya que me piden versos con tanta insistencia, accederé al deseo general. Voy á decir un pequeño poema.
Tales palabras esparcieron la consternación. El pianista, por no haberlas oído, continuó tocando; pero tuvo que detenerse, pues el señor humilde y anónimo que iba de un lado á otro como un doméstico se acercó á él, tomándole las manos. Al cesar la música, las parejas quedaron inmóviles; y, finalmente, con una expresión aburrida, volvieron á sus asientos. La condesa empezó á recitar. Algunos invitados la oían con tina atención dolorosa ó una inmovilidad estúpida, pensando indudablemente en cosas remotas. Otros parpadeaban, haciendo esfuerzos para repeler el sueño que corría hacia ellos montado en el sonsonete de las rimas.
Dos señoras ya entradas en años y de aspecto maligno fingían gran interés por conocer los versos, y hasta se llevaban de vez en cuando una mano á la oreja para oir mejor. Pero al mismo tiempo las dos seguían conversando detrás de sus abanicos. En ciertos momentos dejaban éstos sobre sus rodillas para aplaudir y gritar: «¡Bravo!»; pero volvían á recobrarlos y los desplegaban, riendo de la dueña de la casa bajo el amparo de su tela.
Robledo estaba detrás de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje. Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos señoras se veían obligadas á elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de oído sutil, pudo enterarse de lo que decían.
–Sería preferible—murmuraba una de ellas—que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados.
La otra protestó. En casa de la Titonius, la mesa era más peligrosa cuanto más abundante. Se necesitaba un valor heroico para aceptar la invitación á sus comidas, que ella misma preparaba.
–A los postres hay que pedir por teléfono un médico, y alguna vez será preciso avisar á la Agencia de pompas fúnebres.
Entre risas sofocadas, recordaban la historia de la dueña de la casa. Había sido rica en otros tiempos; unos decían que por sus padres; otros, que por sus amantes.
Para llegar á condesa se había casado con el conde Titonius, personaje arruinado é insignificante, que consideró preferible esta humillación á pegarse un tiro. Ocupaba en la casa una situación inferior á la de los domésticos. Cuando la condesa tenía excitados los nervios por la infidelidad de alguno de sus jóvenes admiradores arrojaba escaleras abajo las camisas y calzoncillos del conde, ordenándole como una reina ofendida que desapareciese para siempre. Pero pasada una semana, al organizar la poetisa una nueva fiesta, reaparecía el desterrado, siempre humilde y melancólico, encogiéndose como si temiese ocupar demasiado espacio en los salones de su mujer.
–Yo no sé—continuó una de las murmuradoras—para qué da estas fiestas estando arruinada. Fíjese en la mesa que nos ofrecerá luego. Los grandes pasteles y las frutas ricas que adornan el centro son alquiladas por una noche, lo mismo que sus domésticos. Todos lo saben, y nadie se atreve á tocar esas cosas apetecibles por miedo á su enfado. La gente se limita al té y las galletas, fingiéndose desganada.
Cesaron en sus murmuraciones para aplaudir á la poetisa, y ésta, enardecida por el éxito, empezó á declamar nuevos versos.
Como á Robledo no le interesaba la maligna conversación de las dos señoras, y menos aún el talento poético de la dueña de la casa, aprovechó un momento en que ésta le volvía la espalda para saludar á sus admiradores, y pasó al gabinete donde había estado antes.
El mismo señor humilde y obsequioso con el que se había tropezado repetidas veces estaba ahora medio tendido en un diván y fumando, como un trabajador que al fin puede descansar unos minutos. Se entretenía en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de él, creyó necesario sonreirle, preguntando á continuación:
–¿Se aburre usted mucho?…
El español le miró fijamente antes de responder:
–¿Y usted?…
Contestó con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitación que pretendía decirle: «¿Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melancólicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… ¡qué felicidad!»
–¿Es usted de la casa?—preguntó al fin Robledo.
Y el otro, abriendo los brazos con una expresión de desaliento, dijo:
–Soy su dueño; soy el marido de la condesa Titonius.
Después de tal revelación, creyó oportuno Robledo abandonar su asiento, guardándose el cigarro que iba á encender.
Al volver á los salones vió que todos aplaudían ruidosamente á la poetisa, convencidos de que por el momento había renunciado á decir más versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz lánguida:
–Voy á morir. La emoción… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes á recitar mis versos.
Miró á un lado y á otro como si buscase á Robledo, y al descubrirle, fué hacia él.
–Déme su brazo, héroe, y pasemos al buffet.
La mayor parte del público no pudo ocultar su regocijo al ver que se abría la puerta de la habitación donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando á los demás, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasión.
–¿Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!…
¿Adivina usted en quién pensaba yo al recitar estos versos?
Él volvió el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque temía dar libre curso á la risa que le cosquilleaba el pecho.
–No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos allá en el desierto, ¡nos criamos tan brutos!
Agolpáronse los invitados en torno á la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magníficos pasteles y pirámides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.
Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un maître d'hôtel con cadena de plata y patillas de