La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette


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más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.

      —Estoy sola en el mundo.

      Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.

      Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.

      —¿Por qué? –dije, imitándolo.

      —Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.

      Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.

      Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.

      —Baila conmigo, Melisande. —Su tono era delicado, dulce, suave como la seda. Una petición, no una orden. Y sus ojos... por primera vez eran suplicantes.

      —¿Estoy soñando? —Pensé que solo lo había imaginado, pero lo había pedido realmente.

      —Sólo si quieres que sea un sueño; en caso contrario, es una realidad —dijo categórico.

      —Pero usted camina...

      —En los sueños todo puede ocurrir —respondió, llevándome en un vals, como la primera vez.

      Sentí una pulsión de rabia. ¿Por qué en mi sueño las pesadillas ajenas eran canceladas, mientras que la mía permanecía intacta, en su virulenta perfección? Era mi sueño, pero no se dejaba domesticar, ni suavizar. Su autonomía era extraña e irritante.

      De golpe dejé de pensar, como si estar entre sus brazos era más importante que mis dramas personales. Él era descaradamente bello, y me sentía honrada de tenerlo en mis sueños.

      Bailamos largamente, al ritmo de una música inexistente, nuestros cuerpos en sincronización perfecta.

      —Creía que no te volvería a soñar más —le dije, alargando la mano para tocarle la mejilla. Era lisa, caliente, casi hirviente.

      Su mano se levantó para entrelazarse con la mía.

      —Yo también creía que no te soñaría más

      

      

      —Pareces tan real... —dije en un soplo—, pero eres un sueño... Eres demasiado dulce para ser algo distinto...

      Estalló en una risa divertida, y me estrechó más fuerte.

      —¿Te hago enfadar?

      Lo miré, ceñuda.

      —Hay veces en las que te daría un puñetazo.

      No parecía ofendido, sino satisfecho.

      —Lo hago a propósito. Me gusta molestarte.

      —¿Por qué?

      —Es más sencillo tenerte a distancia.

      El sonido chillón de la péndola invadió el sueño, y ocasionó mi descontento. Porque él estaba retrocediendo, otra vez; como si hubiera sido una señal.

      —Quédate conmigo —le imploré.

      —No puedo.

      —Es mi sueño. Decido yo —repliqué amarga.

      Él alargó la mano para rozar mis cabellos en una caricia, con sus dedos más ligeros que una pluma.

      —Los sueños se nos escapan, Melisande. Nacen de nosotros, pero no nos pertenecen del todo. Tienen su propia voluntad, y terminan cuando lo deciden ellos.

      Me empeciné, como una niña.

      —No me gusta.

      Su rostro fue atravesado por una inusual gravedad.

      —No le gusta a nadie, pero el mundo es injusto por antonomasia.

      Traté de retener el sueño, pero mis brazos eran demasiado débiles y mi grito fue sólo un susurro. Desapareció rápido, como la primera vez.

      Me encontré despierta, mis orejas atontadas por un ruido sordo. Luego comprendí, con consternación, que eran los ruidos arrítmicos de mi corazón. También él se estaba yendo por su cuenta, como si ya nada me perteneciera. No tenía más control sobre ninguna parte de mi cuerpo. Lo que más me trastornó, sin embargo, fue que ya no tenía control tampoco sobre mi mente y mis sentimientos.

      La carta llegó aquella mañana, y tuvo el efecto desbordante de una piedra arrojada en un estanque. Algo termina en un determinado punto, pero sus efectos reverberan sobre puntos circundantes, en círculos concéntricos y muy amplios.

      Mi humor estaba por los cielos, y empecé la jornada canturreando. Probablemente, no por mí.

      La señora Mc Millian sirvió el desayuno en un religioso silencio, ocupada en fingir que no estaba curiosa por la cena de la tarde anterior.

      Decidí no darle vueltas al asunto. Tenía que aclarar sus dudas antes de que se crease certezas propias, y catastróficas para mi reputación, y quizá también para la del señor Mc Laine. Toda esperanza sentimental respecto a él era exclusivamente parte de mis sueños, y no debía ceder a su evanescente hermosura.

      —¿Señora Mc Millian?

      —Sí, señorita Bruno?

      Estaba untando con mantequilla el pan tostado, y le hice la pregunta sin alzar los ojos.

      —El señor Mc Laine se sentía solo anoche, y me pidió que le hiciera compañía. Si no hubiera sido a mí se la habría pedido a usted. O a Kyle —dije inamovible.

      Se ajustó las gafas en la nariz, y asintió.

      —Pero por supuesto, señorita. No he pensado mal en ningún momento. Es evidente que se trata de un episodio aislado.

      Su seguridad me dejó pasmada, aunque era razonable. En el fondo yo también lo pensaba. No había motivos para esperar que el codiciado soltero de oro de la región se enamorase de mí. Estaba sobre una silla de ruedas, pero no era ciego. Mi mundo en blanco y negro era la prueba viviente y constante de mi diversidad. No podía permitirme el lujo de olvidarlo. Nunca. O habría acabado quizás hecha pedazos.

      Subí las escaleras como cualquier otro día. Me sentía inquieta a pesar de la tranquilidad que aparentaba. Sebastián Mc Laine sonreía cuando abrí la puerta, y mandó mi corazón directamente al paraíso. Hubiera querido no tener nunca que ir a recogerlo.

      —Buenos días, señor —lo saludé con calma.

      —Qué formales que estamos, Melisande —lo dijo en tono de reproche, como si hubiésemos compartido una intimidad mayor que una simple cena.

      Mis mejillas se encendieron, y estuve segura que habían enrojecido, aunque no tenía ni idea del significado real de esa palabra. El rojo era un color oscuro, idéntico al negro en mi mundo.

      —Es sólo respeto, señor —le dije, mitigando mi tono formal con una sonrisa.

      —No


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