La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette


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desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?

      Reí, antes de lograr detenerme.

      —No me parece el tipo… —la tranquilicé.

      —Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.

      La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.

      Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.

      El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.

      

      

      —Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.

      —Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.

      Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.

      —Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.

      —¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.

      El señor Mc Laine hizo una mueca.

      —Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.

      No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.

      —Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.

      —¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?

      Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.

      —Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.

      —Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.

      Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.

      —¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.

      —¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?

      La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.

      —No mucho.

      

      

      —¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.

      —No, esta noche no.

      —¿Querías soñar?

      —Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.

      —Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.

      Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.

      Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.

      Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.

      —Apuesto a que es tu preferido.

      Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.

      —No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.

      —Entonces será "Cumbres borrascosas".

      Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.

      —Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.

      Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.

      —"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.

      —Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.

      —Jane Eyre.

      No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.

      Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.

      —¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...

      Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.

      —Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?

      —Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.

      —Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.

      —Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.

      —También eso es verdad. Ella era sosa, feita,


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