La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette

La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos - Rosette


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de valor, puesto a mi disposición con una generosidad inigualable.

      Mis ojos se dirigieron de prisa al gran reloj de pared, y me recordaron, casi pérfidamente, la cita con el dueño de casa. No podía retrasarse. No en nuestro primer encuentro. Quizás el último, si no lograba... ¿Cómo había dicho la señora Mc Millian? Ah, ya. ‘Pararle el macho’. Una palabra para la princesa de las gallinas. Mi palabra favorita, la más frecuentemente utilizada, era "disculpa", declinada según las circunstancias en "disculpe" o "discúlpenme". Antes o después habría pedido disculpas por existir. Enderecé los hombros, en un arranque de orgullo. Vendería cara la piel. Me ganaría el derecho, el placer de estar en esa casa, en aquella habitación, en ese rincón del mundo.

      En el rellano, mientras subía las escaleras, mis hombros volvían a curvarse, mi mente a gritar y mi corazón a galopar. Mi tranquilidad había durado... ¿cuánto?, ¿un minuto? Casi un récord.

      Capítulo segundo

      

      

      

      

      

      

      

      

      Ya en el vestíbulo, fui consciente de mi inevitable ignorancia. ¿Dónde estaba el estudio? ¿Cómo podría encontrarlo si apenas había logrado llegar hasta allí? Antes de hundirme en el fango de la desesperación, la intervención providencial de la señora Mc Millian, con una sonrisa amplia en su rostro enjuto, me puso a salvo.

      —Señorita Bruno, estaba viniendo precisamente a llamarla... —Echó una rápida ojeada al péndulo de la pared—. ¡Qué puntualidad! ¡Usted es realmente una perla rara! ¿Está segura de tener raíces italianas y no suizas?

      Me reí para mis adentros por la ocurrencia. Sonreía educadamente, adecuando mi paso al suyo, mientras subíamos las escaleras. Pasamos por la puerta de mi dormitorio, nos dirigíamos al parecer al fondo del pasillo, hacia una pesada puerta. Sin parar su sonoro cotorreo, tocó ligeramente la puerta tres veces, y la entreabrió. Quedé a su detrás, las piernas me temblaban mientras ella asomaba la cabeza dentro de la habitación.

      —Señor Mc Laine... ella es la señorita Bruno.

      —Ya era hora. Está en retraso.

      La voz sonó áspera, grosera. El ama de llaves estalló en una risa estruendosa, acostumbrada al malhumor del dueño de la casa.

      —Sólo de un minuto, señor. No se olvide que es nueva en la casa. He sido yo, que le ha hecho retrasar, porque...

      —Hágala pasar, Millicent.

      La interrupción fue brusca, casi un latigazo, y me sobresalté en el lugar de la otra mujer que, imperturbable, se volteó a mirarme fijamente.

      —El señor Mc Laine la espera señorita Bruno. Por favor, entre.

      La mujer retrocedió, haciéndome un gesto para entrar. Le dirigí una última mirada preocupada. Ella, para animarme, me susurró.

      —Suerte.

      Y vaya, que tuvo el efecto contrario. Mi cerebro se redujo a una papilla licuada, carente de lógica o de conocimiento del tiempo y del espacio.

      Me aventuré a dar un tímido paso dentro de la habitación. Antes de ver nada oí la voz de antes, que estaba despidiendo a alguien.

      —Puede retirarse Kyle. Nos vemos mañana. Sea puntual por favor. No toleraré otras tardanzas.

      Un hombre estaba de pie, a pocos pasos de mí, era alto y robusto. Me miró e hizo un gesto de saludo con la cabeza, dejando entrever un centelleo de mudo aprecio mientras pasaba por mi lado.

      —Buenas tardes.

      —Buenas tardes —le respondí, mirándolo más de lo debido para aplazar el momento en el que haría el ridículo, no respondería a las expectativas de la señora Mc Millian ni a mis locas esperanzas.

      La puerta se cerró a mis espaldas, y me hizo recordar las buenas maneras.

      —Buenas tardes señor Mc Laine. Me llamo Melisande Bruno, vengo de Londres y...

      —Ahórrese el repertorio de sus competencias señorita Bruno. Modestas, por lo demás.

      La voz ahora estaba cansada. Mis ojos se levantaron, por fin listos para encontrarse con los de mi interlocutor. Y cuando lo hicieron, agradecí al cielo por haberlo saludado primero. Porque ahora tendría serias dificultades para recordar incluso mi nombre.

      Estaba sentado al otro lado del escritorio, en su silla de ruedas, con una mano extendida hacia el borde, casi rozando la madera, y la otra que jugueteaba con una pluma estilográfica. Sus ojos oscuros, insondables, estaban fijos en los míos. Una vez más, la enésima, lamenté el no ser capaz de ver los colores. Habría dado con gusto un año de vida por distinguir el color de su rostro y sus cabellos. Pero esa alegría no me estaba permitida: caso cerrado. En un destello de lucidez pensé que era hermoso así: el rostro de una palidez antinatural, los ojos negros sombreados por largas pestañas, los cabellos negros, ondulados y espesos.

      — ¿Es muda, por casualidad? ¿O sorda?

      Caí a tierra, precipitándome desde alturas vertiginosas. Me pareció casi sentir el estruendo de mis miembros en el suelo. Un ruido fragoroso y siniestro, seguido de un crujido espantoso y devastador.

      —Disculpe, estaba distraída —mascullé, ruborizándome al instante.

      Él me escudriño con una atención que me pareció exagerada. Parecía que memorizaba cada línea de mi rostro, deteniéndose en mi garganta. Enrojecí aún más. Por primera vez hubiera querido ardientemente que mi defecto de nacimiento fuera compartido con otro ser humano. Habría sido menos embarazoso si el señor Mc Laine, con su aristocrática y triunfante belleza, no hubiese podido notar el sonrojo que afluía violentamente en cada centímetro de piel que iba descubriendo. Me balanceé sobre mis pies, incómoda ante ese examen visual descaradamente directo. Él continuó con su análisis, pasando a mis cabellos.

      —Debería teñirse los cabellos, o terminarán siendo confundidos con fuego. No quisiera que terminara bajo la avalancha de cien extintores.

      Su expresión inescrutable se animó un poco, y una chispa de entretenimiento brilló en sus ojos.

      —No he elegido este color —dije, reuniendo toda la dignidad de la que era capaz—. Pero el Señor…

      Curvó una ceja.

      — ¿Es religiosa, señorita Bruno?

      — ¿Y usted, Señor?

      Posó la pluma sobre el escritorio, sin sacarme los ojos de encima.

      —No existen pruebas de que Dios exista.

      —Ni tampoco de que no exista —dije en tono desafiante, sorprendiendo antes que nada a mi misma, por la vehemencia con la que había hablado.

      Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica, luego señaló la silla acolchada.

      —Siéntese. —Fue una orden, más que una invitación a sentarme. Sin embargo, obedecí al instante.

      —No ha respondido a mi pregunta, señorita Bruno. ¿Usted es religiosa?

      —Soy creyente, señor Mc Laine —le confirmé en baja voz—. Pero no soy muy practicante. Más bien, no lo soy en absoluto.

       —Escocia es una de las pocas naciones anglosajonas que practica el catolicismo con un fervor y devoción innegables. —Su ironía era inequivocable—. Yo soy la excepción que confirma la regla... ¿No se dice así? Digamos que creo sólo en mí mismo, y en lo que puedo tocar.

      Se apoyó blandamente en el respaldo de la silla de ruedas, tamborileando con la punta de los dedos en los reposabrazos. Sin embargo, no pensé, ni siquiera por un milésimo de segundo, que fuera vulnerable


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