La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos. Rosette
de los rostros habituales que me rodeaban. Era agotador mirarlo, y también escuchar su voz hipnótica. Una serpiente encantadora, y a cualquier mujer le hubiera encantado caer bajo el sortilegio, bajo el secreto hechizo que emanaba de él, de aquel rostro perfecto, de esa mirada irónica.
—Entonces, usted es mi nueva Secretaria, señorita Bruno.
—Si está de acuerdo en confirmar mi contratación, señor Mc Laine —precisé, levantando la mirada.
Él sonrió, ambiguo.
—¿Por qué no debiera contratarla? ¿Porque no va todos los domingos a la iglesia? Me juzga muy superficial si piensa que soy capaz ahora de echarla o... de mantenerla aquí sobre la base de un cruce de palabras. No la conozco lo suficiente como para emitir un juicio tan poco halagüeño respecto a usted —asintió sonriendo—. Soy consciente, sin embargo, de que una fructífera relación de trabajo nace también de una inmediata simpatía, de una primera impresión favorable.
Su humor fue tan inesperado que me hizo sobresaltar. De la misma forma repentina como nació, se apagó. Me miró fríamente.
—¿Cree realmente que sea fácil encontrar empleadas dispuestas a transferirse a esta aldea olvidada de Dios y del mundo, lejos de cualquier oportunidad de entretenimiento, de cualquier centro comercial o discoteca? Usted ha sido la única que ha respondido el anuncio, señorita Bruno.
El entretenimiento estaba al acecho, detrás del hielo de sus ojos. Una placa de hielo negro se rompió con una grieta fina de humor que me calentó el alma.
—Entonces no tendré que preocuparme por la competencia —dije, entrecruzando nerviosamente las manos en mi vientre.
Él me estudió aún más, con la misma irritante curiosidad con la que se mira un animal raro.
Tragué saliva, haciendo gala de una desenvoltura ficticia y peligrosamente precaria. Por un instante, el tiempo justo para concebir una idea, me dije que debía escapar de aquella casa, de esa habitación rebosante de libros, de aquel hombre inquietante y hermoso. Me sentía como un gatito inerme, a pocos centímetros de las fauces de un león. Predador cruel, presa impotente. Luego la sensación se desvaneció, y me di cuenta de lo tonta que era. Delante de mí estaba un hombre de personalidad desbordante, arrogante y prepotente, pero prisionero desde hace mucho tiempo de una silla de ruedas. Yo era la presa de turno, una chica tímida, temerosa y reacia a los cambios. ¿Por qué no dejarle a sus anchas? Si le divertía tomarme el pelo, por qué negarle la única oportunidad de entretenimiento, ocio, que tenía? Era casi noble de mi parte, en cierto sentido.
—¿Qué piensa de mí, señorita Bruno?
Una vez más le obligué a repetir la pregunta, y una vez más le tomé de sorpresa.
—No pensé que fuera tan joven.
Se puso tenso al instante, y yo enmudecí, temerosa de haberle en cierto modo herido. Él se recompuso, y me heló con otra de sus sonrisas de infarto.
—¿De verdad?
Me agité en la silla, temerosa, indecisa, no sabía cómo continuar. Luego me decidí, hice acopio de todo mi coraje, y animada por su mirada enlazada con la mía en una danza muda pero no por ello menos emocionante, volví a hablar.
—Bueno... ha escrito su primer libro a los veinticinco, hace quince años, según tengo entendido. Sin embargo, parece sólo un poco mayor que yo. —Lo sopesé, casi distraídamente.
—¿Cuántos años tiene, señorita Bruno?
—Veintidós, señor —respondí, enmarañada nuevamente en la profundidad de sus ojos.
—Soy realmente viejo para ti, señorita Bruno —dijo con una risilla. Luego bajó la mirada, y la fría noche de invierno volvió a envolverlo entre sus espiras, más cruel que una serpiente. Toda huella de calor desapareció—. De todas maneras puede estar tranquila. No deberá temer por ningún acoso sexual mientras duerma en su cama. Como ve, estoy condenado a la parálisis.
Callé porque no sabía qué responder. Su tono era amargado y privo de esperanza, bajo un rostro esculpido en piedra.
Sus ojos sondearon los míos, en busca de algo que parecía no encontrar. Se concedió una pequeña sonrisa.
—Al menos no hay piedad en usted. Eso me alegra. No la quiero, no la necesito. Soy más feliz que tantos otros, señorita Bruno, porque soy libre, totalmente, en el modo más absoluto. —Frunció las cejas—. ¿Qué hace aquí todavía? Puede irse.
La forma seca de decirme adiós, me desconcertó. Me levanté incierta, y él aprovechó para desahogar conmigo su enojo.
—¿Todavía aquí? ¿Qué quiere? Ah, ¿su salario? ¿O quiere hablar de su día libre? —me recriminó encolerizado.
—No, señor Mc Laine.
Torpemente, me dirigí a la puerta. Ya tenía la mano sobre la aldaba cuando me detuvo.
—A las nueve de la mañana, señorita Bruno. Estoy escribiendo un nuevo libro, el título es "Muertos sin sepultura". ¿Lo encuentra espeluznante? —Su sonrisa se hizo más amplia.
El brusco cambio de humor era probablemente un rasgo dominante de su carácter. Tenía que esforzarme para tenerlo presente en lo sucesivo, o corría el riesgo de tener una crisis de histeria por lo menos veinte veces al día.
—Parece interesante, señor —contesté con cautela.
Echó la cabeza hacia atrás, y estalló en una copiosa risa.
—¡Interesante! Apuesto a que nunca ha leído uno de mis libros, señorita Bruno. Me parece de estómago delicado, usted... No dormiría toda la noche, atormentada por pesadillas...
Rio de nuevo, saltando del tú al usted con la misma rapidez con la cual cambiaba de humor.
—No soy tan sensible como parece, señor —respondí compungida, desencadenando otra ola de risas.
Con sus manos maniobró la silla de ruedas, con una habilidad felina y admirable, fruto de años y años de práctica, y con una velocidad extraordinaria se vino hacia mi lado. Tan cerca que inutilizó cualquier intento mío de concebir un pensamiento racional. Instintivamente, di un paso atrás. Él fingió no notar mi desplazamiento, y señaló la librería que estaba a mi derecha.
—Coge el cuarto libro de la izquierda, tercer estante.
Obediente, aferré el libro que me indicaba. El título me era familiar porque había hecho una investigación sobre él en Internet antes de venir, pero a decir verdad nunca había leído nada suyo. El género de terror no era lo mío, mucho más apto para paladares fuertes, y no para el mío, delicado y romántico.
—«Zombi en camino» —leí en voz alta.
—Es el más adecuado para empezar. Es el menos... ¿cómo decirlo? Menos aterrador.
Rio de gusto, obviamente de mí y del malestar indefectiblemente poco disimulado que se traslucía a través de cada poro de mi piel.
—¿Por qué no lo comienzas esta noche? Perfecto para prepararte para tu nuevo trabajo —sugirió él, con los ojos sonrientes.
—Ok, lo haré —contesté con escaso entusiasmo.
—Hasta mañana, señorita Bruno —se despidió, con un aire nuevamente grave—. Enciérrate en la habitación, no quiero que los espíritus del Palacio te visiten esta noche, o alguna otra temible criatura nocturna. Sabes cómo es... —Hizo una pausa, un destello de hilaridad titiló en la oscuridad de sus ojos—. Como te he dicho antes, es difícil encontrar empleadas por estos lares.
Ensayé una sonrisa, poco convincente después de todo.
—Buenas noches, señor Mc Laine.
Antes de cerrar la puerta, una frase en tono de broma salió de mis labios, sin que pudiera evitarlo.
—No creo en los espíritus ni en las