En Equilibrio. Eva Forte
ser distraída. Mientras Paolo hablaba por teléfono Sara intentó localizar al cervatillo con la esperanza de que siguiera a su alcance visual. Se adentró en la maleza. Le pareció ver que algo se movía entre las rocas. Se quedó quieta para no hacer ruido pero no consiguió ver nada. No obstante, tuvo la sensación de ser observada y se imaginó al cervatillo escondido Dios sabe dónde, estudiándola.
Cuando colgó la llamada, reeemprendieron la marcha. Paolo le contó alguna que otra curiosidad sobre las plantas que se cruzaban en el camino, y se disipó por completo la sensación de no estar solos. Sara se sintió como una adolescente en mantillas, con el primer amor, cuando uno no sabe qué esperar ni cómo acabará. Esa sensación de rejuvenecimiento la hizo sentir tan bien que se hubiera quedado en aquél sendero mucho más tiempo. Sin embargo, tras sobrepasar un par de curvas más se encontraron ante el caserío de madera. A su izquierda una veintena de vacas pasturaban bajo la mirada atenta de un perro enorme y blanco que iba dando vueltas a su alrededor. Algunas, aburridas y rechonchas, descansaban en el prado; otras se movían con lentitud sin rumbo fijo, hasta que la orden de un pastor puso en guardia al perro y este las juntó y las escortó hasta el fondo del caserío. La fábrica en sí se encontraba más al fondo, en una gran construcción de piedra. La entrada de puertas correderas daba, por un lado, a la tienda donde se podían comprar sus productos caseros, y por otro, a una escalera empinada que llegaba a las salas donde podían observar las instalaciones y la elaboración de la leche y el queso.
1 — ¡Manos a la obra! —exhortó Paolo, dándole una palmada a la espalda.
En la primera sala se cruzaron con un grupo de niños de un colegio, embobados con un video que mostraba el proceso entero de producción. Llevaban la mochila colgada de la espalda, estaban sentados correctamente y tenían la boca abierta de par en par, asombrados. Uno de ellos, pequeño, que se encontraba de pie, tenso y apartado, les dijo con voz muy seria en cuanto se acercaron:
1 — Si sois buenos, cuando acabe esto os darán un vaso de leche.
Sara sonrió y le dio las gracias al niño por el consejo. Siguieron adelante, hacia las oficinas
donde les esperaba el propietario de la fábrica. A través de uno de los grandes ventanales de las plantas de elaboración vieron a Elena, concentrada en su labor. Para avisar de su llegada, Paolo golpeó ligeramente el cristal hasta que se giró. La saludaron con la mano, indicándose que se verían más tarde.
Los controles rutinarios fueron más rápidos de lo esperado. Los tres se reunieron en la planta baja, donde les habían preparado una selección de quesos y un vaso de leche fresca a modo de degustación.
1 — No es que sean lo más divertido del mundo, los controles de las fábricas… pero al menos podemos probar estos deliciosos productos.
1 — Si sois buenos…— dijo Sara, repitiendo las palabras del niño pequeño de la excursión, y los tres rompieron a reír.
Elena había estado en silencio todo el rato, consultando el teléfono de vez en cuando como si estuviera esperando algún tipo de comunicado.
1 — ¿Va todo bien?—le preguntó Paolo.
1 — Sí, todo bien, estoy esperando a que me confirmen el trabajo que tendré que hacer en la cascada esa que tenemos por aquí cerca. ¿Os apetece venir mañana? Me gustaría ir para hacer una inspección y si os apuntáis os puedo sacar alguna foto para probar la luz.
Paolo pareció molesto con la propuesta y la rechazó, alegando un compromiso fijado hacía tiempo y una reunión que no podía rehusar. Sara, en cambio, aceptó la invitación. Antes de irse se pusieron de acuerdo acerca del lugar donde se reunirían al día siguiente. Hacía tan poco tiempo que rondaba esas tierras que tenía más planes de los que normalmente era capaz de organizar en la ciudad. Para volver al valle aprovecharon el viaje de Elena, que los llevó en su Jeep blanco. Sara se metió dentro mientras los otros dos hablaban en la parte delantera sobre la pésima gestión de personal por parte de la empresa. Poco interesada en estos temas, se entretuvo admirando el escenario que se desplegaba ante su mirada. Era el mismo que había contemplado de ida pero esta vez lo observó con otros ojos. Elena gozaba de una conducción deportiva y se deslizaba por el camino sin asfaltar sin apenas darse cuenta de las curvas. Si hubiera ido en el coche con el marido y los hijos le habría gritado a quien fuera que llevara el volante que ralentizara la marcha. En cambio, en ese momento disfrutaba de la emoción que le bridaba lo inesperado y el peligro detrás de cada esquina. La adrenalina le hizo imaginarse una noche con Paolo que iba más allá de la cena en el
restaurante.
Cuando llegaron al aparcamiento se despidieron de la fotógrafa. Antes de irse Elena le dedicó una mirada significativa a Sara y luego se fue, más rápida que nunca. Si hubiera sido un hombre quien la hubiera mirado así, habría pensado que tenía un interés más físico que amigable. Se preguntó entonces si su nueva amiga tendría inclinaciones diferentes a las suyas, pero vio fuera de lugar preguntárselo a Paolo y se quedó con la duda. Antes de volver al hotel fueron juntos a entregar el material a la oficina. Después, Sara decidió volver sola, dando un paseo aprovechando que el sol seguía en lo alto del cielo. Paolo fijó la hora de la cita, recordándole que llevara puesto el vestido negro de la foto. Toda esa atención por parte de un desconocido la hacía sentir feliz e importante y acrecentaba la curiosidad por lo que le tenía preparado esa noche. Decidió recorrer las calles interiores del pueblo, alargando un poco el camino. A esa hora las casas seguían vacías y alguna que otra anciana tendía la ropa sobre los hilos que colgaban de ventana a ventana o empezaba a preparar la cena, liberando a través de las ventanas el aroma intenso de jugos y carne. Las chimeneas expulsaban el humo hacia el cielo, juntando el olor de la leña quemada con el de las flores sacudidas por el viento. Sobre un banco marcado por el tiempo tres señoras vestidas con hábitos negros y largos y el pelo blanco recogido en un moño vigilaban el camino. Cuando vieron que una desconocida cruzaba ante sus casas no dudaron en saludarla. Sara devolvió el saludo, preguntándose por dentro cuánto hacía que esas tres amigas se reunían cada mañana en ese banco, guardián de sus confesiones. Más adelante pasó junto a una cabaña derribada; la hierba sobresalía del camino en el lugar en el que antes hubiera una puerta de entrada. Un gato anaranjado dormitaba en la ventana de la planta baja, desde donde se apreciaba un interior derrumbado y cubierto de flores y piedras. Sin moverse ni un ápice, el gato abrió los ojos para controlar los peligros habituales y luego volvió a adormecerse aprovechando los últimos rayos de sol del día. El perfume del pan de anís recién hecho que escapaba de una casa le recordó a Sara al que cocinaba siempre su abuela en invierno, transformando la casa urbana en un hogar con sabor a campiña. Lo pasaba bien ayudándola a preparar la masa y
controlando la cocción en el horno de gas. Conseguir que la masa del pan subiera la llenaba de satisfacción y siempre la guardaba a parte para dársela a sus padres, que venían a buscarla al día siguiente. Aunque hacía muchos años que la abuela ya no estaba con ellos, cobraba vida en sus recuerdos; y ahora, más que nunca, la sentía cercana, en la fragancia de aquél pan recién hecho, y se imaginó que era su abuela quien lo preparaba en aquella casa que escondía a los protagonistas de la cocina.
Aquél pensamiento la alivió en gran medida y sintió una sensación de paz en su interior. Cuando llegó al hotel se dio cuenta de que faltaba una hora para la cita y toda la serenidad que había acumulado en la calle dio paso a la agitación de tener el tiempo suficiente para acicalarse. En primer lugar llamó a casa, pero sólo encontró a Marta, que estaba estudiando con una amiga del instituto. El padre le había dicho que la saludara de su parte; había salido con el grupo de amigos a tomar una cerveza y probablemente no estaría atento al teléfono. Tommaso, por otro lado, había ido a cenar a casa de su tía, que lo traería de vuelta a las nueve. Todo estaba controlado en la ciudad. Podía volver a su otra vida.
Se tomó una ducha rápida para eliminar el olor a cuajo que le había calado los huesos. Se miró en el espejo, desnuda, y se sintió segura de sí misma en un cuerpo aún perfecto. Se secó el pelo con delicadeza, se puso un poco de maquillaje para resaltar los ojos y a diez minutos de la cita se puso el famoso vestido negro con los pantis. El atractivo residía