En Equilibrio. Eva Forte

En Equilibrio - Eva  Forte


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voz de su hijo la trajo de vuelta a la realidad. Bajaron y se mezclaron entre la multitud que poco antes parecía lejana y minúscula. Los domingos Roma tiene mil caras. Empieza silenciosa, las calles susurran silencio y la luz se refleja en cada

      casa. Luego aparecen las primeras personas, moviéndose con lentitud, como si caminaran por un suelo repleto de huevos. Las calles se llenan de deportistas más o menos entrenados, aparecen los primeros niños correteando de un lado para otro y el ruido lentamente se hace dueño del silbido del viento ligero. Luego se llenan. Las calles se cubren y son absorbidas por la belleza del caos multiétnico; eso si te gusta el caos. Tommaso parecía empapado de todo ello, mientras que su madre procuraba alejarse todo lo que podía de la gente, buscando un rincón donde poder recuperar el aliento. — La próxima venimos pronto, cuando la ciudad tiene un sabor totalmente diferente y todo el mundo duerme. — Sí, lástima que tú también tengas que dormir. Tommaso se echó a reír, demostrándole lo diferente que era su punto de vista. Ambos amaban la ciudad por igual aunque la apreciaran desde ángulos diferentes. Tomaron un helado en Plaza Navona y decidieron volver, recorriendo otra vez las mismas calles para volver a casa. Tenían que prepararse para la semana de estudio y trabajo respectivamente. Un bigote de helado de chocolate confería al rostro de su hijo un aire de ternura único. Sara se lo quedó mirando un rato antes de decírselo, retrocediendo unos años, cuando se lo llevaba de paseo Roma cogiéndole de la mano; era pequeño pero con las mismas ganas de vivir que hoy. Aquella sonrisa que siempre llevaba puesta le daba mucha energía. Se sacó del bolso un pañuelo de papel, se detuvo y le limpió la cara con delicadeza. — Mamá, ¡que ya soy mayorcito!— le dijo Tommaso, mirando a su alrededor, avergonzado. Entonces, Sara lo vio todo de otra forma. Ya no era su pequeño, embelesado con cada novedad que capturaban sus ojos. Se quedaron quietos unos segundos, sin decir palabra, mirándose a los ojos, y luego prorrumpieron en risas: — Te quiero, mamá.

      La noche antes de su partida Sara preparó las cosas que se llevaría. Mientras que la primera vez preparó la maleta sin prestar demasiada atención, centrada en dar una buena impresión ante sus superiores en el trabajo, esta vez por cada cosa que elegía se preguntó si le quedaba bien o si podía ser más o menos valorada. Se encerró en la habitación después de cenar mientras su familia miraba en el salón una de sus

      películas favoritas. La indecisión llegó al punto máximo, dejando la cama cubierta con su ropa. Metió en la maleta un par de pantis autoadherentes que nunca había usado; la idea la intimidó especialmente, viendo en aquella indumentaria algo prohibido. Le dio miedo que su marido lo viera y las escondió en el fondo, tapándolo con el pijama de franela. Se sintió como una niña robando caramelos y le dieron ganas de reír. El vestido que llevaba puesto cuando le mandó la foto a Paolo era de las primeras prendas que había escogido, pero enseguida pensó que era demasiado obvio, y de todas formas las temperaturas de montaña no le habrían permitido ponérselo con la misma facilidad.

      Esta vez decidió añadir un par de zapatos deportivos que combinaría con los tejanos y un jersey blanco lleno de agujeros. Al final, para ponerse los pantis autoadherentes de encaje negro se decantó por una prenda sencilla que le llegaba por la rodilla, hecha de un tejido suave y cálido que le envolvía el cuerpo y le resaltaba las curvas. Lo arregló todo cuando los niños estaban ya durmiendo. Al cabo de poco llegó su marido; se quedó en la puerta de la habitación mirándola en silencio mientras terminaba de recoger la cama, de espaldas, sin advertir su presencia. Se había puesto una camiseta ligera de seda de color crema que le quedaba bien con el pelo castaño, y el culote del mismo tejido que cubría las delgadas caderas. Parecía una niña con los pies descalzos, y cuando se giró descubrió que la mirada de Luca era la misma de cuando era joven y se conocieron, tantos años atrás. Sin decir palabra se le acercó, le quitó de la mano la ropa que estaba terminando de recoger y la estrechó en un abrazo.

      1 — Cada día estás más guapa — le susurró, mientras sus cuerpos se balanceaban al unísono.

      Y entonces la besó sin apenas tocarla y la miró a los ojos mientras le quitaba la camiseta y le dejaba los pechos al descubierto. La acercó a la cama sin soltarla, se sentaron uno al lado del otro, y Sara se giró, poniéndose encima de él. Empezó a hacerle el amor con su cara entre las manos, sin dejar de besarlo apasionadamente hasta que ambos cayeron sobre la cama.

      Luca se levantó enseguida para coger una manta de algodón del armario, cubrió con ella a su mujer y se tumbó a su lado. En la casa reinaba tal silencio que por un momento Sara tuvo miedo de que sus hijos hubieran escuchado sus gemidos desde su habitación, pero escuchó sus respiraciones profundas y supo que hacía rato que estaban dormidos. Ellos también se quedaron dormidos. Cuando Sara se desveló, vio que la luz del baño estaba encendida y oyó el ruido de la ducha. Luca se había levantado; había pasado solo una hora y ya se estaba preparando para la noche. Decidió levantarse y ponerse el camisón cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Antes de volver a la cama se fue a la cocina, sin encender la luz. Disfrutando de la penumbra que llegaba de la calle se preparó un capuchino caliente que saboreó ante la la ventana que daba al exterior del edificio. Poco después llegó Luca, que le acarició el pelo, le descubrió el cuello y le dio un beso debajo de la oreja. Se estremeció y por un momento pensó que podrían pasarse la noche haciendo el amor, llevada por un afecto que no había disminuido en todos esos años. Pero tener que marchar en breves para trabajar toda una semana hizo que se decantara por otro capuchino, que se tomó en el silencio de la cocina, y luego ambos se fueron a la cama para despedirse del domingo.

      A la mañana siguiente Sara se había puesto el despertador antes que lo demás y dejó listo el desayuno, puso el café al fuego y difundió el aroma por toda la casa mientras marido e hijos se deleitaban en la calidez de sus sábanas. Tommaso fue el primero en llegar, despeinado y con los ojos entrecerrados. Soltó un «buenos días», se sentó a la isla de la cocina con las piernas colgando y los pies descalzos y le sonrió a su madre, que intentaba terminar de prepararlo todo. Al rato llegaron los otros dos. Luca aún seguía con la expresión de beatitud de la noche anterior. Marta, por su parte, tenía cara de pocos amigos y se sentó a la mesa sin ni siquiera saludar. Sara, que hasta entonces había disfrutado de la serenidad del despertar, quedó taciturna cuando se dio cuenta del malestar de su hija, pero decidió dejarlo para evitar discutir con ella cuando faltaba tan poco para que se fuera. Llamaría a su hermana y le pediría que se pasara por la tarde y

      hablara con su sobrina. Mientras vertía la leche caliente en las tazas de sus hijos le vinieron unas ganas locas de estar en los Alpes y escapar de una serenidad a veces sólo aparente de quién lleva descontento muchos años y se ha tragado demasiadas amarguras. Los últimos meses habían sido muy difíciles con Marta. Sin quererlo, las dos mujeres de la casa habían entrado en una competición fisiológica entre madre e hija que estaba haciendo insostenible en muchas ocasiones su proximidad. La ausencia de Sara por un lado había alegrado a su hija, que se sentía más libre de hacer lo que quería, pero por otro había creado un muro aún más macizo entre las dos, como si Marta se sintiera traicionada y abandonada por una mujer que, en cambio, siempre había estado a su disposición.

      Tommaso encendió el televisor en busca de un telenoticias con información de última hora. En directo se estaba emitiendo un especial relativo a la desaparición de una chica en el norte de Italia, a una hora en coche del lugar de trabajo de Sara. Últimamente no se hablaba de otra cosa, y el pequeño de casa se pasaba el día buscando información y novedades sobre el caso, atemorizado por lo que pudiera pasar en las inmediaciones del nuevo trabajo de su madre, que advertía lejano y peligroso.

      1 — ¡Al diablo con esta historia! —gritó Marta, que cogió el mando a distancia y apagó el televisor, enfadada, y se fue de la cocina con paso decidido, llevándose consigo la taza del desayuno.

      Parece absurdo cómo los sentimientos y los estados de ánimo pueden cambiar con tanta rapidez. Se necesita muy poco para derrumbar incluso a quien hace poco gozaba de la propia satisfacción emotiva. A veces basta una palabra, algo que pase lejos de donde estemos, un gesto realizado o ausente y todo cambia. Sara, aquél lunes por la mañana se sentía así, pasando de la alegría a la angustia en un instante, sin posibilidad de invertir la situación. Así pues, subirse a aquél tren fue para ella la única posibilidad


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