En Equilibrio. Eva Forte
la nieve.
Esas fueron las únicas palabras que le salieron. Enterró el mentón en la bufanda para aliviar el frío que le había calado hasta los huesos. Afortunadamente Paolo rompió el momento de vacilación y empezó a contar mitos y leyendas de aquella zona, historias fantásticas e inventadas de la tradición popular, indispensables para relacionarse con la gente del lugar. Escuchó con atención cada sílaba, fascinada por el escenario que envolvía el coche a lo largo del camino y que hacía de fondo a las historias que contaba. El ruido del viento que chocaba contra el cristal del auto daba un toque misterioso. Rápidamente la imagen de ellos dos en la bañera se esfumó y lo relegó todo a un sueño divertido que ahora parecía fuera de lugar.
Empezaron a subir por la montaña. Los árboles tomaron un color sombrío y azulado, cubiertos de pequeñas salpicaduras de nieve y hielo sobre las raíces, compactos, dejando entrever poca cosa más alla de las ramas. De vez en cuando, a los márgenes del camino, aparecía de la nada algún animalillo saltarín que se asomaba y luego se volvía a adentrar en la oscuridad del bosque. A medida que ascendían la luz fue ganando presencia hasta predominar y dejar a sus espaldas lo más oscuro y tenebroso. Ante ellos se extendía una amplia superficie llena de coches, y más adelante se apreciaban las tiendas blancas de los estands de la feria. A un lado el humo que se reflejaba en el cielo acogía a los clientes con el perfume de la comida hecha a la leña. En estas ocasiones no existe el momento de comer. En cualquier momento del día un plato caliente siempre es bienvenido y nos desentendemos de reglas e imposiciones. No eran ni las diez de la mañana cuando empezaron a deambular por las mesas. La feria estaba
ya muy concurrida y muchos iban a por el primer plato, que consumían en bancos de madera situados a un lado, apartados de la fiesta bajo unas enormes carpas naranjas. No muy lejos de ahí había un gran estéreo del que emergía música popular y a un chico ataviado con un traje tradicional y un sombrero grande, concentrado en la selección de la lista de reproducción. Paolo la dejó curiosear un rato en un estand de joyas hechas a mano y aprovechó para saludar a su primo, que asistía a la feria, como siempre, con su propio estand. Sara se sintió observada y se giró buscando con la mirada a Paolo. Lo localizó a pocos metros de distancia conversando alegremente con su primo, que la miraba sin apartar la vista. Ella sonrió y volvió a mirar las baratijas brillantes que tenía delante. Se sintió algo incómoda. Tuvo la sensación de ser desnudada con la mirada, cosa que ya le había sucedido en el pasado pero que por primera vez le molestó.
Poco después Paolo volvió y empezaron la investigación con el distribuidor de leche entera. Sara no había visto uno en la vida y se sorprendió al descubrir que incluso en Roma hay varios distribuidores de leche de barril. Justo en ese momento llegó una señora de unos setenta años vestida con un hábito largo, rojo y blanco, típico del lugar y que se indumentaba en esas ocasiones. Se les acercó con una botella de cristal vacía y empezó a llenarla del barril. Sonrió y se alejó, perdiéndose entre la gente que se amontonaba en las callejuelas estrechas inmediatas a la feria, entre casas bajas con el techo de madera y ventanas y balcones repletos de flores. Al fin el sol empezaba a calentar las calles y poco a poco la feria cobraba vida a su alrededor. El griterío de la gente adquirió tal fuerza que el chico del sombrero grande decidió subir el volumen de la música, pero tuvo que bajarla enseguida por las quejas de un grupo de ancianos que se encontraban sentados cerca de allí. Es una escena que se repite siempre de la misma forma. Dos generaciones que se cruzan con exigencias y gustos diferentes, chocan durante un breve instante y luego cada una vuelve a su sitio, alejándose de los pequeños altercados. Equilibrio.
Al presenciar esa rápida escena ambos sonrieron, fijando la atención en el muchacho, que sin levantar la
vista del estéreo continuaba moviéndose de un lado a otro mostrando su insatisfacción tras bajar el volumen, bajo la mirada severa de los ancianos del pueblo. La serenidad volvió a la carpa y Sara dirigió la mirada hacia una fila que se hacía cada vez más larga y compacta ante una gran mesa con al menos tres mujeres cocinando. Se acercaron de lado, apartándose de la fila, para ver qué vendían. En una olla enorme se calentaba el aceite y las mujeres preparaban la masa que luego freían y servían en cucuruchos largos, donde metían una especie de pizza frita. Las insignias, todas en un perfecto alemán, ofrecían tres posibilidades a elegir, acompañadas de grandes jarras de cerveza alineadas junto al barril que surtía sin parar desde primera hora de la mañana. Detrás de la fila tres hombres se pusieron a entonar cánticos en dialecto, al ritmo de la música que se perdía a lo lejos y haciendo chocar sus jarras una contra otra. Las gotas rojas y el rubor evidenciaban que esas no eran las primeras que se tomaban.
A Sara le llamó la atención la mesa de frituras. Una señora corpulenta y con un gran delantal blanco le ofreció una pizza frita con masa de patata. Poco le faltó para quemarse en el momento de cogerla, ya que estaba recién hecha. Suerte tuvo del cartón que la envolvía.
En estas ocasiones todo lo que se come adquiere un sabor diferente. Casi se pueden distinguir los ingredientes por separado, que se funden con el paladar y se guardan en la memoria. En ese momento pensó que nunca había comido algo tan sabroso y fragante. En el estand gastronómico había cuatro grandes contenedores de hojalata con leche entera que había sido traída para la ocasión esa misma mañana. El sabor de la pizza transportó a Sara veinte años atrás, cuando pasaba los veranos en casa de la abuela. Las veces que preparaba pizza frita era toda una celebración. Dejaban la puerta de casa abierta y familiares y amigos, atraídos por el aroma que se perdía por las calles, hacían una larga procesión para probar las pizzas recién hechas. Se quedaban de pie en la cocina, comiendo y procurando
no quemarse la lengua. Había olvidado esas veladas donde los grillos cantaban y las luciérnagas llenaban las calles con sus lucecitas. Hasta ese momento no había vuelto a pensar en la madre de su padre, con sus manos consumidas por el trabajo y su forma de ser dedicada a los demás. No recordaba cuantas pizzas podía hacer en una sola velada, ni la velocidad con la que empastaba y les daba forma, pinchando el centro antes de sumergirlas en el aceite hirviendo. Eso sí que era una fiesta, una con sabores antiguos y la serenidad de tiempos pasados. La ciudad olvida eso y todo se convierte en una rutina.
Paolo empezó a probar de su pizza, cogiéndole trozos pequeños y riéndose de la travesura. A su vez, Sara le alejaba el tesoro, tomándole el pelo como si fuera un niño, y luego se lo volvía a acercar y le dejaba probar otro trozo. Cuando acabaron de comer, con una despreocupación auxiliada por el aire fresco que llenaba los pulmones, reemprendieron la recolecta de datos sobre el uso de la leche, que en gran parte proveían los barriles por razón del sabor intenso de la leche y el precio más bajo.
Ya antes de la comida las mesas de las tiendas estaban atestadas y la gente pedía carne y queso y comía sin mirar el reloj. Diferentes generaciones con los pies bajo la misma mesa, vestidos de forma tradicional, deteniendo el tiempo entre las faldas hinchadas y los senos a la vista con las camisetas entrelazadas a la espalda, los hombres con pantalones de terciopelo a la altura de la rodilla y medias blancas chillonas. Chalecos con flores de las nieves, sombreros de todas las formas, camisas a cuadros y tirantes sobre los que descansar las manos. El perfume de la leña que arde al mezclarse con carne a la brasa y se adhiere a la piel, mientras los niños corren, felices. Sara había enmudecido, sintiéndose cada vez más lejos de su vida en la grande metrópolis, de la que en ese momento hubiera querido escapar, perdida entre el humo negro que salía de las chimeneas de las casas.
Llenaron todo el papeleo que habían traído y Paolo decidió celebrarlo con una buena cerveza con hielo dentro de la pesada jarra de cristal. Se sentaron apartados de los demás, sobre un pequeño saliente de
piedra, junto a un árbol centenario. Tras pasar la mañana juntos sin interactuar demasiado le pareció que volvía entonces a su propio cuerpo, después de observarlo todo desde fuera. Una extraña melancolía la había estado envolviendo, recordando los momentos pasados en la montaña cuando sus hijos eran pequeños. En ese momento le pareció que todo había ido demasiado rápido y que se había perdido demasiados momentos de sus niños, y ahora la soledad de una madre lejos de casa era la única y cruda realidad. Cuando Paolo le trajo la jarra de cerveza consiguió hasta cierto punto acallar sus recuerdos y la trajo de vuelta con los pies al suelo, sentada a su lado y apoyada en él. Lo sintió muy cercano,