Dos. Eva Forte

Dos - Eva  Forte


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deberá acabar y tal vez se desvanezca también el interés por una simple mirada que no lleva a nada, pero por ahora no lo quiero pensar y disfruto de aquello que me da una sacudida y me hace llegar hasta la tarde con la sonrisa en las mejillas.

      Hoy nos vamos del bar arregladas como siempre y mañana será otra mañana llena de historias a escuchar y miradas a esperar. Así empieza nuestra jornada, aunque luego en el trabajo todo el entusiasmo por el bello día soleado acaba en la habitual sala del consultorio fría y rancia que hemos conseguido obtener con tanto esfuerzo para poder trabajar con nuestros ordenadores portátiles teniendo al menos una silla y una mesa sobre la que apoyarnos. Hoy es el día del curso preparatorio para el parto y por eso ya a las nueve la entrada está llena de mujeres con ropa de gimnasia con sus grandes barrigas. Unas se acarician la barriga y otras buscan un lugar donde poder sentarse para relajar los primeros dolores de espalda. La mayor parte de ellas lleva un botellín de agua en una mano y una toalla en la otra. Muchas ya se conocen y por eso hay un vocerío de consejos y opiniones entre las que están viviendo más o menos los mismos momentos que luego desembocarán en el gran cambio de su vida al traer al mundo algo nuevo que las reflejará, al menos en parte. Muchas de ellas han visto cambiar su cuerpo, dejándose llevar también un poco, mientras que otras parecen listas para un desfile de premamás con ropa a la última moda y pelo y uñas bien arreglados. Atravesamos la sala con algo de dificultad, porque no queremos molestar al grupo de gestantes, que esperan a las obstetras que están allí por ellas. Por fin en nuestro despacho, cerramos la puerta a nuestras espaldas lanzando un suspiro de alivio, aunque con un poco de amargura y deseo de estar también en aquella sala antes o después. Sería bonito tener hijos a la vez, para enfrentarnos juntas y en el mismo momento a todo, siempre nos lo decimos, aunque seguramente no sea precisamente la cosa más probable y fácil el mundo.

      La oficina conseguida está oscura y hoy me falta ese rayo de sol que he dejado a la entrada. Aquí todas las estaciones son iguales y si no fuera por el gran frío del invierno y el calor del verano no podríamos saber en qué periodo del año nos encontramos. Cuando salimos a las seis es horrible entrar con la luz y salir cuando ya está oscuro. Parece como si hubiéramos perdido una parte de nuestra vida entre documentos y estadísticas poco útiles para nuestra existencia. Poco después de que llegamos desciende el silencio sobre todo el consultorio: en cuanto empieza el curso las futuras mamás se sumergen completamente en los ejercicios de respiración y en la gimnasia de parto en la sala adyacente a la entrada y solo se oye a lo lejos la débil voz de Anna, nuestra obstetra faviorita, que con su voz dulce y suave guía a las mujeres en el momento más bello de su vida. Así podemos también nosotras empezar a encender los ordenadores y a preparar las cosas, ya que mañana será la reunión con la responsable de todos los consultores familiares de zona y esta quiere tener todos los datos al alcance la mano, con muchas estadísticas demográficas y los nombres de quienes han prestado servicios en los últimos seis meses.

      En cuanto se enciende el PC, la imagen de mi fondo de escritorio me lleva inevitablemente a soñar unos minutos. Desaparecen en la nada todos los ruidos de fondo en mi vida y vivo solo en mi mente, con los recuerdos ligados a esa foto. La hice yo, no hay nadie en la imagen, pero sé quién está detrás del objetivo y esto la hace más especial y única, con un significado que sólo yo puedo entender del todo. Se ve un hermosísimo valle, que parece tan infinito que su fondo se confunde con el cielo al atardecer. Las hojas rojas de los árboles y el prado que comienza a amarillear en la claridad de la tarde muestran al mismo tiempo el rojo sol y la luna a un lado, que abraza tímidamente sus horas diurnas. Ninguna persona, ningún animal, ningún sonido, pero una sensación de paz y serenidad que solo puede dar una foto de este estilo. Todavía siento las manos sobre la máquina fotográfica y la mirada perdida dentro de la cámara para luego ir más allá y perderse en la infinidad de la naturaleza. La puerta se abre de repente y me devuelve brutalmente a la vida real: se asoma una cara desconocida, por un momento nos preguntamos quién puede ser, hasta que nos fijamos en su voluminosa barriga y entendemos que es alguien que se ha retrasado en el curso y se ha equivocado de habitación. La acompaño y aprovecho para tomar un poco de aire, ya que hoy, no sé por qué, me parece que me falta, y para llamar a Carlo, visto que en nuestro despacho la señal telefónica es prácticamente inexistente y telefonear se convierte una empresa imposible. Unos pocos minutos y vuelvo adentro, quiero darme prisa en terminar el trabajo para evitar permanecer encerrada aquí dentro hasta tarde.

      CAPÍTULO 3

      LA MARGARITA DE VILLA BORGHESE

      Cansado del estupendo paseo por las afueras, acabo decidiendo volver a casa y trabajar un poco en la tranquilidad de mis cuatro paredes. Tengo un retraso de correos electrónicos que evitar y quiero trabajar sobre mis últimas fotos tomadas hace ya demasiado tiempo. También tengo que entregar el trabajo realizado hace unas semanas, que recoge en unas pocas imágenes la vida en el mar después de las vacaciones de verano. He decidido hacer todas las fotos en blanco y negro, colores que reflejan muy bien el estado de ánimo que se puede tener delante de la extensión de agua salada cuando se ha acabado el buen tiempo. Y, sin embargo, a mí, ir al mar de invierno me impacta fuerte. Fui solo, saliendo muy pronto por la mañana, capturando las primeras luces del alba que salían de dentro del mar. Armado con una manta y un gorro de lana, me coloqué sobre la arena todavía húmeda que crujía bajo mi peso. Solo yo en toda la playa, yo y lo mastodóntico delante de mí, con su dulce rumor y el ir y venir de la orilla. Así esperé a que saliera el sol, un espectáculo increíble que iría a ver todos los días si viviera más cerca de la costa. Sentado sobre mi manta, con los guantes para evitar tener las manos congeladas en el momento de tomar la primera foto, el frío en las mejillas y la nariz roja. Entonces llega el sol, delante de tus ojos con toda su belleza y el mar empieza a colorearse y a brillar como siempre, y el aire fresco se apaga poco a poco sobre la piel. En estos momentos soy una sola pieza con la cámara fotográfica y tengo avidez de fotografías, como si tuviera que detener cada instante concreto, porque sé que nada se repetirá del mismo modo. Mientras hacía las primeras fotos, se acercó un perro de tamaño mediano, que había llegado a la playa con un señor anciano que se ha quedado justo al inicio de la arena, mirando al mar con un esbozo de sonrisa que denotaba un estado de ánimo despreocupado y sereno. Entretanto, el perro corría como un loco, volviendo siempre a sus pies, para luego lanzarse de nuevo en una carrera entusiasmada hacia las pequeñas olas que mordían la arena. Para romper la soledad que probablemente debía ser la situación natural cotidiana para él, el hombre se me acercó lentamente para ver qué estaba haciendo. Después de un primer saludo de cortesía, empezamos a hablar de ese lugar encantador y de la belleza que solo puede verse en invierno. De nuevo a solas, comencé a apreciar ese lugar un poco melancólico, pero lleno de tantos matices. Los perfumes de las plantas habían empezado a hacerse más diferenciados y cerrando los ojos conseguían llevarme atrás en el tiempo, a otros lugares y otras situaciones marinas. La arena todavía fría entre las manos, con la que jugar sin dejar rastro. El mar siempre allí, con su movimiento constante, que permite ver ahí abajo algunas pequeñas conchas y que te parece que te está invitando a atravesarlo, a entrar para nadar hasta el horizonte. Solo me despierta el olor del restaurante cercano sobre el mar que está empezando a preparar la comida con mucha anticipación, probablemente para alguna fiesta o acontecimiento especial.

      Todas estas son las emociones que vuelvo a sentir a semanas de distancia viendo mis fotos, esperando que también quien me encargó este trabajo pueda entender todo su valor. Revisarlas en el ordenador me genera un gran deseo de volver ahí y, por primera vez, el deseo es el de ir con mi misteriosa compañera de café, sin hablar, saboreando juntos las mismas emociones, quizá de la mano, un contacto entre nosotros que no hemos buscado hasta hoy. Acaba de trabajar y envío todo a través del correo electrónico y luego cierro rápidamente el ordenador antes de ponerme bajo la ducha y prepararme para la cena con Lucia. Como es habitual, llego al lugar de la cita mucho antes de la hora y que me pongo de perfil y me entretengo mirando a los paseantes y sus pequeñas historias hechas de pequeños momentos robados. Pasa una familia con dos niños pequeños, todos apresurándose en su anhelo de llegar a casa después de un largo día, cada uno con sus propias tareas. La madre abraza dulcemente al niño más pequeño, cansado y adormecido entre sus brazos, mientras que el mayor está contando al padre la tarde pasada, tal vez dedicada a algún deporte. Poco después llega una señora


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