El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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llevaremos todo... sí, con la Máquina... desde aquí hasta allá, aprietas un botón y ya has llegado... ni te das cuenta de que ya has llegado...». Uno de los presentes estaba inclinado sobre el escritorio, con los brazos cruzados apoyados en él y la mano derecha sobre los labios, concentrado «... con tu Máquina, Drew, pero cómo has podido inventarla... has cambiado la historia, Drew... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...».

      El hombre inclinado sobre la mesa permaneció absorto unos segundos, y después, sin moverse, se dirigió al que estaba a su izquierda, sentado cerca del ordenador.

      —Déjame oírlo otra vez.

      Spencer recurrió al ratón para mandar la grabación al principio, e hizo clic sobre el icono Play por tercera vez desde que había comenzado la reunión.

      «Los llevaremos, sí, los llevaremos por todas partes... a ellos y a sus cosas...». El hombre volvió a escuchar, concentrado, y en un momento dado comenzó a asentir lentamente cada vez con más convicción. «... el universo a nuestra disposición, increíble, el universo entero... con la Máquina...». El hombre se irguió y se apoyó contra el respaldo de la silla. Se frotó los ojos para eliminar el cansancio.

      —Algo tienen que tener —afirmó—. ¿Trenton?

      —Es posible, sí, yo también lo creo —concordó el hombre a su derecha—. ¿A qué hora te ha llamado Boyd?

      —Un poco después de las tres —respondió Spencer—. En lugar de las típicas estupideces que dice cuando duerme, McKintock había empezado a hablar de esta «Máquina» inventada por un cierto Drew y..., bueno, el resto lo habéis oído. Boyd vio que esas palabras tenían algún sentido y decidió llamar inmediatamente.

      —Boyd ha trabajado bien. ¿Creéis que la mujer ha podido oírlo?

      —Creemos que no, señor Farnsworth —respondió Spencer—. Ha tenido dolor de cabeza toda la tarde y McKintock la llevó a la cama. Se durmió profundamente e, incluso cuando él hablaba, ha seguido respirando de la misma manera. Hemos extraído su respiración de la grabación unos diez minutos antes de las palabras de McKintock, y hasta diez minutos después; la hemos analizado en ritmo y en profundidad y no ha cambiado de manera apreciable. No, creemos que no ha oído nada.

      —Bien —aprobó Farnsworth—. Muy bien. —Miró fijamente delante de sí, pensando.

      »Es la primera vez que habla de una cosa de ese tipo —dijo, y miró a Spencer, que confirmaba asintiendo—, por lo que tiene que ser algo que lo ha impresionado profundamente. Es el rector de la Universidad de Manchester, y con los medios de los que dispone, los laboratorios, los profesores, los investigadores, es posible que se haya encontrado con un descubrimiento excepcional. Sí, es muy posible. Quiero saber más —concluyó—. Traedlo.

      Spencer se levantó de golpe y salió a grandes pasos de la sala. Los tiempos eran fundamentales. Entró en un local de unos cincuenta metros cuadrados con las paredes cubiertas de módulos con receptores, descodificadores, analizadores de espectro y ordenadores, similares a la instrumentación del furgón de Boyd, pero multiplicados por veinte. Unas quince personas trabajaban en los distintos puestos, transcribiendo conversaciones grabadas en los distintos puntos de escucha, descifrando mensajes codificados y comunicando con los compañeros en el terreno.

      Spencer fue a su puesto e, inmediatamente, levantó el auricular del teléfono militar encriptado del que disponía. Compuso un número de cinco cifras y esperó.

      En el furgón, Boyd vio parpadear el testigo del teléfono. Los sonidos estaban excluidos para que no se oyera nada desde fuera del vehículo, sobre todo, oídos indiscretos. Separó un auricular del casco y apoyó el teléfono en su oreja, sin decir nada.

      —¿Todavía está allí? —preguntó simplemente Spencer.

      —Sí. Sigue durmiendo. —Boyd constató que eran las seis de la mañana mirando el reloj del ordenador. Acababa de beberse la cuarta taza de té, junto con un pan brioche, su desayuno. Una noche de vigilancia más que llegaba a su final.

      —Bien —respondió Spencer—. Vamos a por él.

      —Está bien. Me coloco en posición. —Colgó el teléfono sin añadir nada más.

      Miró una pantalla al lado del ordenador, en la que cuatro cuadrantes mostraban las imágenes tomadas por otras tantas cámaras escondidas a lo largo del perímetro del furgón, detrás de bulones falsos o disimuladas como sensores de ayuda al aparcamiento. Solo había una persona a la vista, detrás de la furgoneta, y estaba pedaleando en su bicicleta, alejándose. Llevaba una mochila a la espalda, y Boyd sabía que era un estudiante que salía temprano por la mañana para ir a la escuela.

      Sin quitar los ojos de la pantalla se puso un mono de antenista sobre la ropa, abrió la puerta que comunicaba la zona de carga con la cabina del conductor, y se sentó al volante. Con ese mono parecía realmente un tipo que estuviera yendo a trabajar. Encendió el motor y salió del aparcamiento. Lo había aparcado marcha atrás, la noche anterior, para poder salir rápidamente sin tener que maniobrar, si fuera necesario. Conduciendo lentamente llegó hasta el aparcamiento en el que McKintock había dejado su coche. Aparcó, de nuevo marcha atrás, y apagó el motor. El coche del rector estaba a unos diez metros, delante a la izquierda, respeto al morro de la furgoneta. Volvió a la zona de carga y cerró la puerta interna de comunicación tras de sí. La instrumentación había seguido funcionando, y el ordenador no indicaba movimientos ni conversaciones en el apartamento mientras él conducía esos cien metros que separaban los dos aparcamientos. Se volvió a colocar los cascos y se puso a escuchar de nuevo, esta vez observando continuamente la pantalla con las imágenes de las cámaras. La que estaba a las nueve28 encuadraba el edificio que albergaba el apartamento en el que McKintock estaba durmiendo. A la derecha de aquel marco Boyd podía ver también el morro del coche del rector, mientras la cámara a las doce mostraba el resto del coche y una amplia porción del aparcamiento.

      Sobre las seis y cuarto, un sedán de color gris metalizado con los cristales tintados entró en el aparcamiento y se situó en uno de los sitios libres más al fondo, lejos de la entrada.

      El teléfono de Boyd parpadeó de nuevo. Levantó el auricular y escuchó.

      —Unidad dos —dijo una voz anónima—. ¿Novedades?

      —Ninguna —respondió Boyd.

      A las seis y media empezaron a llegar sonidos de actividad a los cascos de Boyd. Cynthia se levantó llena de energía y fue inmediatamente al baño. Varios sonidos contextuales indicaron a Boyd el lavado minucioso que realizó la mujer. Cuando estuvo lista fue a despertar a McKintock. Él seguía durmiendo como un tronco, como si hubiese pasado una noche agitada y necesitase recuperarse. Cynthia lo empujó con un pie, haciéndolo girar sobre sí mismo, y empezó a incordiarlo.

      —¡Despierta, perezoso! ¿Qué has estado haciendo esta noche? ¿Has tenido que satisfacer un harem entero de fogosas concubinas? ¡Ja, ja, ja! —Empezó a reír cuando McKintock se irguió sobresaltado mirando a derecha e izquierda para despejar su cerebro.

      »¿Qué haces en calzoncillos y camiseta? ¿Dónde está tu pijama? ¡Ja, ja, ja! —Se burló de él.

      —Uf, ¡en tu armario! —exclamó él saltando de la cama y cogiéndola por los hombros. Ella le dejó hacer, y él le dio un beso fuerte en la frente.

      —¿Qué tal estás? —le preguntó, mirándola, perdidamente enamorado—. ¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?

      —Sí, estoy muy bien, y tengo un hambre feroz. Por eso... —dijo, resistiendo a su tentativo para llevarla hasta la cama—, por eso ahora ¡vamos a comer! —Se soltó y escapó hasta la cocina, riendo.

      McKintock la vio irse corriendo, ligera como una mariposa, con aquel cuerpo lleno e irreprimible que le impresionaba cada vez que la veía. Tenía un deseo enorme de hacer el amor con ella, pero comprendía que Cynthia llevaba sin comer


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