El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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McKintock. Ahora, me voy a casa. Estoy realmente cansado. Hasta mañana.

      —Adiós, Drew. Hasta mañana —se despidió el rector, y lo vio salir encorvado de su despacho.

      Drew llegó a casa y lo primero que hizo fue darse una ducha.

      La extrema tensión del día fluyó junto con el agua sucia y él se dio cuenta de que tenía muchísima hambre. Su hermana había preparado la cena, como correspondía a una persona perfecta y estricta como era ella, y comieron juntos charlando de todo y de nada.

      —¿Cómo está tu amiga de Leeds? —preguntó Drew dentro de esa dinámica—. Ahora vas a verla todos los fines de semana. ¡Tenéis que tener muchos intereses en común! Por cierto, ¿cómo se llama?

      Timorina levantó la ceja derecha, sorprendida por ese interés inesperado por sus cuestiones personales. Drew le preguntaba raramente sobre asuntos que la concernían personalmente, inmerso como estaba en su trabajo y sus estudios.

      Además de sorprenderse se dio cuenta de que su hermano estaba muy animado.

      —Estás contento esta noche, Lester —le respondió, observándolo—. ¿A qué se debe?

      —Resultados excelentes en una investigación. No sucede a menudo —explicó vagamente, ya que no podía entrar en detalles—. ¿Y tu amiga, entonces?

      Timorina comprendió que Drew solo tenía ganas de conversar y que el entusiasmo que le mostraba se debía a la felicidad que sentía por el éxito de la investigación de la que había hablado.

      —Jenny es una señora estupenda —comenzó, sonriendo—. La conocí en una exposición de pintura hace unos meses. Hemos descubierto que tenemos casi los mismos pintores preferidos, y por eso he decidido frecuentarla. Tiene varios cuadros valiosos y una buena colección de libros sobre pintura. Cuando nos vemos siempre encontramos detalles estimulantes sobre los que hablar. Te aseguro que para los apasionados de pintura un cuadro ofrece muchos matices, detalles que quizá no has notado antes y que ahora saltan a la vista inesperadamente. Empezamos a analizar la obra y nos gusta confrontar nuestras respectivas valoraciones sobre ella: pueden ser la técnica, el objetivo del cuadro, la condición mental del autor. Es un placer discutir con ella. Es culta e inteligente, una persona muy interesante —concluyó con esa voz siempre controlada que la distinguía.

      —¡Vaya! ¡Felicidades! —se alegró Drew—. Es una amistad magnífica. Me alegro por ti. —Cogió la última patata, pero dejó el tenedor en el aire—. ¿Por qué no la invitas para que venga la próxima vez? Nosotros también tenemos algunos cuadros que podríamos enseñarle —y metió la patata en la boca.

      —Nuestros cuadros no son del tipo que estamos estudiando —mintió cándidamente Timorina—. Cuando pasemos al expresionismo podría invitarla. Aunque ella también tiene una colección impresionante de esta corriente. Ya veremos —concluyó, sonriendo.

      Nunca le hablaría de Cliff. Se había enamorado perdidamente de aquel hombre que conoció en el museo, y le parecía que, si se lo revelara, se podría estropear la imagen de castidad y perfección que su hermano tenía de ella. No sabía bien cómo comportarse, porque, aunque era la primera vez en sus cincuenta años de vida que se había enamorado así, también era cierto que podría compartir su felicidad con su hermano. Habían vivido siempre juntos desde que sus padres murieron, y no había habido un día en que Lester no le hubiera agradecido la atención que ella tenía con él. Era un hombre distraído, sí, y pensaba siempre en la física, cierto, pero le demostraba continuamente, con palabras y con su comportamiento, lo perfecta, importante e indispensable que era ella. ¿Cómo podía esconderle esto?

      Pero por ahora era mejor así. Temía que, si hubiese revelado su historia de amor tan pronto, después de tan solo unos meses, y luego le hubiera ido mal, la tragedia habría sido peor. Tanto para ella, como para la imagen que de ella tenían, como para su hermano, al que no quería disgustar.

      No quería reflexionar sobre la rígida educación religiosa, mojigata y represiva a la que había sido sometida. Se le había impuesto no mirar a los chicos ni pensar en ellos, ya que eran fuente de pecado y de perdición. Y es lo que había hecho, o mejor, había tenido que hacer, mientras sus compañeras de clase tonteaban con los muchachos que pululaban por allí, salían con ellos, se dejaban, cambiaban de novio y, adultas, se casaban y formaban una familia. No, ella no había podido. Con dieciséis años su corazón había batido fuertemente por un chico; lloraba de noche, en la cama, apretando fuerte contra sí la almohada, como si le estuviese abrazando a él, inundando la sábana con lágrimas ardientes, pero todo en el silencio más total. No podía dejar que la oyera su madre, que, en la habitación adyacente, tenía el sueño ligero. Unos días más tarde, sin embargo, él había empezado a salir con una rubia insignificante de otra clase, un año más joven. Cuando Timorina lo descubrió fue terrible. No se había atrevido a intentar nada durante mucho tiempo, y otra lo había hecho en su lugar. Ahora ya era demasiado tarde, y la rabia se apoderó de ella. Se rebeló en su mente contra el mundo, contra sus padres, contra sí misma, cobarde. Pasó días reprimiendo su furia interior, desahogándose con los estudios y con la gimnasia, para la que tenía excelentes aptitudes. Cuando acabó la tormenta, decidió que no miraría nunca más a los chicos, porque podría volver a sufrir otra vez, desilusionarse, y desesperarse. No, ya había tenido suficiente con el amor, a pesar de que no lo había experimentado de verdad.

      Se hizo profesora de gimnasia e inició su vida profesional en una escuela pública en la que todavía se practicaba su profesión. Ignoró o rechazó hábilmente proposiciones que le hicieron algunos y se construyó una sólida fama de solterona empedernida. No le pesaba el estar sola. Tenía que ocuparse de su hermano, en todo caso, y él merecía todo su respeto y sus atenciones.

      Aquel día, sin embargo, en el museo de Leeds había sucedido lo que ella nunca pensó que podría suceder. Estaba admirando un cuadro que representaba un paisaje marino cuando un hombre en la cincuentena se puso también a mirar la obra, a su lado, observó la escena dibujada y la comentó con naturalidad, con una voz profunda, y como hablando consigo mismo.

      —Ese azul del agua que se desvanece en el naranja del anochecer es increíble.

      Timorina se volvió hacia él, sorprendida. Estaba pensando exactamente lo mismo.

      —Hay algo en su técnica que no consigo comprender —había dicho sin darse cuenta—. Yo diría que es óleo. Le habrá añadido algún pigmento inusual, quizás hecho por sí mismo —había reflexionado el hombre en voz alta, sujetándose el mentón con la mano derecha y llevando el brazo izquierdo en horizontal sobre el estómago, para sostener el codo derecho.

      —Es posible —le había respondido Timorina—. Pero el efecto no es uniforme. ¿Ve aquí? —y se había acercado al cuadro, señalando un punto. Él también se acercó y siguió sus indicaciones—. Cerca de la barca el gradiente es menor. Si fuera un pigmento en el óleo supongo que lo habría utilizado para toda la parte del mar, mientras que la barca, que está plenamente bañada por la puesta de sol, parece emerger como una entidad separada.

      Él la miró lleno de admiración.

      —Tiene razón. No lo había notado —le había respondido con entusiasmo—. Veo que es usted una especialista. Felicidades. ¿Qué piensa de la playa?

      Y allí empezaron una supuesta conversación sobre el cuadro, diseccionando la técnica, el período artístico, la psicología del pintor, la calidad del lienzo e incluso la iluminación de aquella ala del museo, que juzgaron imperfecta para un disfrute correcto de la obra.

      Tras dos horas el guarda había tenido que invitarlos a dirigirse hacia la salida porque tenía que cerrar.

      Ni siquiera se habían presentado, después de toda esa charla, y él le tendió la mano.

      —Cliff Brandon. Ha sido un placer para mí.

      —Timorina Drew —le había respondido ella, apretándosela calurosamente—. Un placer también para mí.

      —¡Qué


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