El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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la boca, y no puedo contener un «¡Oooh!» sofocado.

      —¡Silencio! —le ordenó Maoko en un susurro.

      Novak se paralizó en ese estado, con los ojos muy abiertos y respirando por la boca abierta; seguía sudando.

      La japonesa separó lentamente los dedos, liberando los pezones, que ahora aparecían aplastados en su base, cerca de la aureola donde estaban apoyados los dedos. Volvieron a su diámetro original, elásticamente, en pocos segundos.

      Maoko esperó unos segundos más, después repitió el proceso. Esta vez apretó más fuerte, casi eliminando el espacio entre los dedos. Novak cerró la boca de golpe y apretó los dientes, aguantando la respiración, y consiguió no emitir ningún sonido. Maoko liberó los pezones de nuevo y estos tardaron un poco más en recuperarse. Esperó un poco y volvió a apretar los dedos, apretándolos fuertemente uno contra el otro. Aguantó así unos segundos, durante los cuales Novak permaneció rígida con los ojos tensos y los labios tan tensos que se estaban volviendo blancos.

      Al final Maoko abrió los dedos gradualmente, de milímetro en milímetro, y esta vez los pezones permanecieron aplastados durante muchos segundos. Volvieron poco a poco, mientras la noruega sudaba profusamente a medida que las delicadas nervaduras señalaban la reactivación progresiva y dolorosa de la circulación.

      Maoko dejó los senos deslizando las manos sobre la caja torácica y hacia los costados, pasando sobre la sutil cintura y parando en la cadera, por donde había comenzado.

      Las dejó allí un momento.

      La respiración de Novak volvió a ser regular y el sudor comenzó a secarse.

      La temperatura de la habitación en esa noche de marzo era agradable para aquel cuerpo desnudo.

      La luz de la lámpara en la mesilla era de color blanco frío, apropiado para la lectura gracias al contraste elevado que producía en las páginas impresas, mientras que la lámpara en el centro de la habitación emitía una suave luz ligeramente amarilla. El cuerpo pálido de Novak estaba teñido uniformemente de ese amarillo, y había asumido una tonalidad cálida y agradable, mientras el blanco de la lámpara de la mesilla, proyectado en tres cuartos por detrás, creaba sombras bien definidas en los bordes de los omoplatos y la oquedad entre los glúteos. Inmóvil como estaba, la noruega parecía una escultura expuesta en un museo e iluminada por faros convenientemente dispuestos. Era bellísima.

      «Ahora veremos», se dijo Maoko con una sonrisa maliciosa.

      Lentamente, deslizó las manos hacia el abdomen, con los dedos juntos. No ejercía ninguna presión, pero podía sentir bajo los dedos cómo se tensaban los haces musculares. Inexorable, se fue acercando a las ingles, mientras Novak había vuelto a sudar y a respirar agitadamente, a pesar de seguir manteniéndose rígida y en posición. Colocó los dedos medio, anular y meñique en la cavidad inguinal, cruzó los pulgares justo sobre la vulva y dejó los índices levantados. Permaneció así medio minuto, durante el cual la mujer noruega casi no se atrevió a respirar; su corazón batía velozmente y con potencia, hasta tal punto que Maoko podía sentirlo tronar, imperioso, en la caja torácica. Bajó los índices hacia la vulva y los usó delicadamente para separar los labios grandes. Bajo la sutil barrera de látex podía percibir el calor de la piel, húmeda por la excitación. Separó los labios con determinación hasta que la entrada de la vagina estuvo completamente abierta. Novak estaba tensa a punto del espasmo, con el corazón que batía violentamente, incontrolable. Se sentía completamente expuesta e indefensa y, consternada, sentía cómo el aire frío entraba en su vagina y circulaba en su interior, amplificando la sensación de vulnerabilidad que sentía. No sabía qué iba a pasar, a pesar de lo cual no movió ni un músculo.

      Maoko la dejó así durante algo más de un minuto, atada e inmóvil, completamente sudada y con el rostro rígido como una máscara, con su esencia más íntima descubierta y puesta a merced del mundo.

      Improvisamente Maoko separó los índices, deslizándolos sobre el interior de los labios grandes y luego los liberó de golpe: hicieron un ruido nítido pero húmedo, como el de una mano que golpea una superficie mojada. Quitó las manos de las ingles de Novak y se quitó los guantes dejándolos del revés. Bajó de la cama de rodillas y fue a tirarlos.

      Novak no se movió.

      Maoko volvió rápidamente a la cama y le desató las muñecas, dejando el pañuelo en la mesilla. No había marcas profundas, ya que había estado atada durante poco tiempo, y había apretado poco. Además, Novak había permanecido inmóvil todo el tiempo y no había forzado la atadura, con lo que no se había dañado la piel.

      —Arrodíllate —ordenó Maoko, apoyando un dedo en cada costado para guiarla.

      La noruega dejó la posición recta que mantenía y apoyó los muslos sobre las pantorrillas. Los brazos estaban relajados a los lados.

      Maoko quitó un cojín que estaba sobre la cama y lo dejó sobre el sofá.

      —Túmbate —añadió. La sujetó por los hombros y la ayudó a tumbarse boca arriba.

      Sujetándola por las muñecas colocó los brazos sobre su cabeza, apoyados en la cama y flexionados de modo que las manos estuvieran a unos veinte centímetros de distancia, con las palmas giradas hacia arriba.

      Le puso el pañuelo en las manos.

      —Mantenlo tenso. Mira al techo —le dijo.

      Ella obedeció y tensó el pañuelo con las manos apoyadas en la cama, después fijó la mirada en el techo, pintado de blanco.

      —Separa —indicó con una voz neutra, apoyando las manos en el interior de sus muslos. Le hizo separarlos hasta que las rodillas estuvieron a una distancia de sesenta centímetros, mientras los pies estaban girados relajadamente hacia el centro de la cama.

      La japonesa volvió al armario y cogió otro par de guantes, después fue a la cocina y cogió unos palillos japoneses de un cajón 24.

      Novak siguió por el rabillo del ojo los movimientos de Maoko, pero cuando esta se dio la vuelta para volver a la cama volvió a mirar el techo rápidamente.

      La japonesa se acostó a la derecha de Novak y la miró con expresión crítica, empezando por los pies y siguiendo por las piernas, el abdomen, el tórax y la cara, hasta las manos, que tensaban el pañuelo diligentemente. El sudor se había secado casi completamente. Verificó de nuevo que estaba mirando el techo y se inclinó sobre su vulva.

      Con el pulgar y el índice de la mano izquierda separó los labios cerca de la unión superior, a la altura del clítoris. El órgano asomó la cabeza por el prepucio clitoriano. Era pequeño, pero bien definido, rosa fuerte, y terso por la excitación. Maoko articuló los palillos en la mano derecha y tocó las puntas una contra la otra dos veces, con un tic tic seco de madera, de la que estaban hechos, y después los acercó a la vulva y, con gran precisión cogió el clítoris por las puntas como si fuera una tierna gamba.

      Apretó un poco, lo mínimo que bastaba para sujetar bien la presa, e inmovilizó su mano. El clítoris era prisionero de los palillos, ligeramente presionado por las puntas que lo sujetaban por los lados. Miró la cara de Novak. Seguía mirando fijamente el techo, pero había abierto los ojos de par en par y tenía la frente perlada de sudor. La boca estaba medio abierta y parecía emitir un «oooh» silencioso.

      Satisfecha por el autocontrol que demostraba la noruega, Maoko movió con atención extrema las puntas de los palillos, describiendo un círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj, deformando el clítoris en consecuencia. El movimiento era de pocos milímetros, pero las seis mil terminaciones nerviosas que llegaban al órgano transmitían unas impactantes oleadas de placer al cerebro de la mujer noruega.

      Novak emitió un gemido y contrajo visiblemente los abdominales.

      —¡Contrólate! —siseó Maoko.

      Novak se paralizó, y después relajó el abdomen lentamente, y tendió


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