El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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está alimentado! ¡Está bien! —y volvió a mirar, excitada—. ¡Es fantástico! Y..., un momento... ¡qué curioso..., qué coincidencia! —Esperó un poco más, dejándolos con la respiración cortada, y exclamó—: ¡se ha reproducido! Excepcional. Esta es la prueba evidente de que el intercambio no le ha afectado lo más mínimo. Mírelo usted mismo —ofreció, sonriente, a Drew.

      El físico miró en el microscopio, ajustó el enfoque, y finalmente vio dos pequeños paramecios que nadaban tranquilamente en la solución nutriente.

      Dejó el microscopio a los demás, ansiosos de admirar la primera forma de vida animal transferida con la máquina.

      Era un resultado histórico.

      Todos sonreían entusiasmados y se felicitaron recíprocamente.

      Aquel día sería un hito en la historia del hombre.

      —¿Qué más hay ahí dentro? —preguntó Drew, señalando la caja.

      Bryce sacó una pequeña caja con un gusano, otra con una rana pequeña y, al final, una jaula en cuyo interior un hámster danzaba de aquí para allá sobre una estera de paja.

      —¡Gusano! —anunció Bryce, dando la caja concernida a Drew, que la cogió y observó durante un momento el anélido rojo que se contorneaba alegremente.

      —¡Buen viaje! —le deseó Drew, confiado, a la lombriz.

      Intercambio.

      Perfecto.

      El gusano llegó a su destino contento como antes, con gran alivio de los científicos.

      Ahora ya confiaban plenamente en la máquina y en la teoría que la gobernaba, así que pasaron inmediatamente al experimento con la rana.

      El animal estaba tranquilo en su caja agujereada, y, llegada felizmente al punto B, saltó un poco para conseguir de nuevo una postura cómoda tras la caída sobre el taburete. Bryce le ofreció una mosca que hizo pasar por un agujero de la caja, y la rana, con un movimiento rápido de la lengua, la atrapó enseguida y la tragó.

      — El animalillo tiene apetito, ¿eh? — observó, contento, Drew.

      —Ahora pasamos a los mamíferos —declaró solemnemente Bryce, levantando a medias la jaula con el hámster—. ¿Lo hacemos? —preguntó por pura formalidad a Drew.

      Él señaló directamente la placa A, y Bryce, con aire pomposo, posó la jaula sobre ella.

      Maoko apretó la tecla de activación.

      La jaula permaneció, mientras el hámster, libre, apareció en el punto B, y cayó sobre la toalla, saltó del taburete y corrió velocísimo hacia la esquina opuesta del laboratorio.

      —¡Aaah!

      Un chillido agudísimo rasgó el aire, mientras una muchacha salía de detrás de un armario y se precipitaba hacia la silla más cercana, subiéndose encima. Se llevó los dedos a la boca y siguió chillando.

      —¡Aigh!

      Todos los presentes se giraron, asustados, para mirarla.

      Después de unos instantes, Drew reaccionó.

      —¿Y tú quién eres? —gritó desaforadamente.

      El hámster se metió debajo de un armario, para esconderse, y la muchacha dejó de gritar.

      —¡Charlene! —gritó Marlon, presa del estupor más absoluto.

      —¿Quién? —preguntó Drew.

      —Ejem... es Charlene. Ejem... mi novia —dijo Marlon, sonrojándose completamente por la vergüenza.

      —¿Qué? —exclamó Drew, entornando los ojos con aire amenazador—. ¿Tu novia? —dijo, dando mucho énfasis a la palabra.

      —Pues... sí. Mi novia. —Se acercó a Charlene, ayudándola a bajar de la silla.

      La muchacha miró insegura hacia el escondite del hámster y se dirigió rápidamente hacia la puerta.

      —¿Dónde cree que va, señorita? —la apostrofó Drew con una voz poderosa.

      —¡Quiero salir de aquí inmediatamente! —respondió ella, con tono desafiante.

      —¡Ahora no! —dijo, bloqueando su salida situándose delante de la puerta.

      Marlon estaba desesperado. Se había puesto una mano en la frente y sacudía la cabeza. Sudaba copiosamente y no sabía si ponerse del lado de Charlene o de Drew. Era un lío, y sentía que él era el responsable.

      —Profesor Drew, se lo ruego. Déjeme hablar con usted.

      Drew lo ignoró.

      —¿Qué está haciendo aquí? —interrogó Drew con aspereza.

      —Yo... —comenzó la muchacha, pero enseguida se desmontó y enrojeció. Sabía que no se había comportado en absoluto correctamente.

      —Solo quería ver qué estaba haciendo mi novio —respondió con sinceridad, y también con cierta amargura—. Hace varios días que veo que tiene la cabeza en otra parte, está nervioso, pero también pensativo, y me he dado cuenta de que me esconde algo, ¡y me miente! —terminó mirándolo a los ojos.

      Marlon alzó los suyos al cielo y alargó los brazos, derrotado.

      —¿Qué podía decirte? —intentó explicarle—. Estamos haciendo experimentos y...

      —¿Qué ha visto, señorita? —Drew lo interrumpió bruscamente, dirigiéndose a Charlene.

      —Yo... —comenzó temerosa—, he visto... He visto lo que había que ver.

      Todos en el laboratorio se habían situado en torno a ella y la miraban con hostilidad, menos Marlon que se quedó aparte, destrozado.

      —Bien —constató Drew—, ya no hay nada que hacer. Desde este momento, forma parte de este grupo de investigación. Supongo que es usted estudiante. ¿Estudiante de...?

      —Psicología —respondió Charlene, con cautela.

      —Bien, señorita Charlene, estudiante de psicología. —Drew miró la puerta detrás de él, para asegurarse de que estaba bien cerrada—. Usted hoy, aquí, ha asistido a la experimentación de un sistema para transferir materia de un lugar a otro de manera instantánea y que es absolutamente revolucionario. Vista su preparación en humanidades supongo que no le interesan las implicaciones científicas de nuestro trabajo, pero dejaré a Marlon el placer de explicárselas, si le parece oportuno. El fenómeno fue descubierto de manera casual por su novio al utilizar de manera totalmente involuntaria una máquina que yo había construido. Las personas que ve aquí —dijo, señalando a los presentes—, han sido elegidas por mí para descubrir el mecanismo de funcionamiento de la máquina y la teoría que la justifica. Y esto es lo que hemos hecho. Hoy hemos experimentado con formas de vida vegetales y animales. —Cuando oyó la palabra «animales» Charlene miró nerviosa hacia el armario bajo el cual se escondía el hámster—, y hemos encontrado una teoría sólida. Se encuentra usted en presencia de los científicos más grandes de hoy en día. Le presento al profesor Schultz, físico de la universidad de Heidelberg.

      Charlene dio la mano al profesor, que se lo devolvió con un apretón fuerte y sincero.

      —El profesor Kamaranda, matemático, de Raipur. El profesor Kobayashi, físico de altas energías, de Osaka. —Con cada apretón de manos Charlene sentía que la emoción iba aumentando dentro de ella, como un río crecido. Le parecía estar en presencia de los dioses—. La profesora Novak, física de la Universidad de Oslo. La señorita Yamazaki, estudiante del profesor Kobayashi.

      Maoko miró a Charlene con una mirada crítica, pero después le dio la mano calurosamente.

      —La profesora Bryce, bióloga de nuestra universidad


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