El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi

El Criterio De Leibniz - Maurizio  Dagradi


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un momento, McKintock —lo paró Drew.

      El rector ya estaba en la puerta y se dio la vuelta con expresión interrogativa.

      —En uno de los experimentos de ayer, trajimos, por casualidad, e insisto en que fue por casualidad, un trozo de botella de salsa de tomate del almacén del comedor, aquí cerca —explicó Drew—. Sería necesario eliminar todos los residuos antes que alguno se dé cuenta y empiece a hacer preguntas.

      —¿Esto es todo? —preguntó, divertido, el rector. Se acercó al teléfono interno y llamó a su secretaria.

      —¿Señorita Watts? Soy yo, buenos días. ¿Podría hacer que me trajeran las llaves del almacén del comedor ahora mismo, si fuera tan amable? Delante de la puerta del almacén, gracias. Sí. Gracias de nuevo.

      Miró al estudiante.

      —¡Marlon! —lo llamó por su nombre, tras un momento de duda.

      Marlon se dio cuenta inmediatamente, orgulloso porque el rector recordaba cómo se llamaba.

      —¡Sígueme! —ordenó McKintock con autoridad.

      Salieron y fueron al almacén del comedor. Después de unos minutos llegó un celador en bicicleta y le dio las llaves que había pedido, y después se fue tan rápido como había llegado.

      —Aquí tienes —McKintock puso las llaves en las manos de Marlon—. Abre, coge lo que tienes que coger, cierra con cuidado y después lleva las llaves inmediatamente a mi secretaria. ¿Está claro?

      —Por supuesto. Gracias, rector McKintock.

      El rector se despidió y se fue hacia su despacho, canturreando.

      Marlon entró y encontró enseguida el palé manchado con salsa de tomate. El bote dañado era fácilmente accesible, por suerte. Lo retiró y constató que el prisma transferido estaba dentro. Limpió todo lo mejor que pudo con unos clínex que llevaba encima, y después cerró y fue a devolver las llaves. Qué lástima toda esa salsa desaprovechada. Estaba buenísima.

      Cuando volvió al laboratorio notó que el ambiente estaba bastante serio.

      —El problema está aquí —estaba diciendo Schultz, señalando la pizarra—. La triada de traslación queda completamente definida por los parámetros K9, K14 y R11, pero la función que la gobierna muestra claramente que la energía necesaria para el intercambio aumenta con el cubo de la distancia.

      —Veo —constató Drew, observando la función—. ¿Habéis calculado algún caso práctico?

      —Kamaranda y yo hemos estado despiertos hasta las dos de la noche para encontrar una escapatoria a este comportamiento del sistema, pero no lo hemos conseguido. Según están las cosas ahora, para intercambiar a 100 kilómetros de distancia hacen falta 64 kilovatios, que no es mucho, pero para intercambiar a 200 kilómetros ya harían falta 512 kilovatios. Eso es la energía que usa una fábrica de producción mediana.

      Y para 1000 kilómetros hacen falta 64 megavatios17 —añadió Kamaranda—. Haría falta una central eléctrica pequeña.

      —Por eso el sistema intercambia sin problemas a distancias pequeñas. Para los 300 metros que hay de aquí al despacho de la profesora Bryce hemos usado, por lo tanto... solo 2 milivatios —calculó Drew rápidamente, escribiendo en la pizarra—. Menos de lo que sirve para encender un LED.

      —Esta característica es fantástica para las aplicaciones a corta distancia, que podrían ser las de diagnóstico o las terapéuticas —intervino Bryce.

      —Ya —asintió Drew—. Pero las largas distancias son impensables. Imagínate explorar el universo.

      Suspiró, dejando caer los brazos a los lados. McKintock estaría contento, de todas formas, porque solo el poder curar a gente significaría grandes entradas de dinero, pero él era un físico, y sus compañeros le habían propuesto, inicialmente, abrir las puertas del universo. Él había proyectado ya exploraciones inimaginables, y ahora volvía a estar encadenado al suelo.

      No podía digerirlo. Tenía que haber otra solución.

      —Esto es solo el principio —declaró—. Si trabajamos a fondo, a lo mejor encontramos algún factor que elimine esta limitación.

      —Ya lo estamos haciendo —comentó secamente Novak.

      Bryce notó que ese día la noruega llevaba una camisa con mangas largas, y con los puños abotonados.

      «Extraño», había pensado. «Ayer llevaba mangas cortas. Acostumbrada como tiene que estar a los climas fríos Inglaterra en marzo debería parecerle cálida. Quién sabe por qué ha cambiado». Una mujer no podía pasar por encima de estos detalles.

      Maoko, mientras tanto, observaba la pizarra con los brazos cruzados.

      Kobayashi estudiaba por enésima vez los datos iniciales, y de vez en cuando comprobaba algún cálculo desarrollándolo en una hoja a parte.

      —¿Y si, mientras mejoramos la teoría, experimentáramos con las formas biológicas? —propuso Marlon.

      Drew miró a la profesora Bryce.

      —Empecemos con vegetales —aceptó ella—. Voy a buscar muestras.

      —Mientras tanto voy a conseguir un instrumento más preciso que nuestro micrómetro. Tenemos que calibrar la segunda máquina —dijo Drew, dirigiéndose al laboratorio de metrología.

      Marlon comenzó a preparar la primera máquina, mientras los dos japoneses se ocuparon de la segunda. Discutían en su idioma sobre algunos detalles técnicos mientras esperaban el instrumento de medida.

      Media hora más tarde Bryce colocaba sobre la placa A de la primera máquina una hoja de lechuga.

      Activaron el mecanismo y la hoja apareció donde antes estaba la botella de agua. La bióloga la cogió y la examinó con un microscopio portátil que había traído también. Después de unos minutos separó los ojos de los oculares.

      —Parece perfecta. Las venas, los estomas, las células. Por lo que puedo ver, todo está bien.

      Drew asintió satisfecho.

      Probaron con flores, tubérculos, una seta e incluso un bonsái en su tiesto.

      Todas las muestras aparecían absolutamente inalteradas tras la transferencia.

      Mientras tanto Maoko había vuelto a calibrar la distancia entre las placas de la segunda máquina usando un instrumento más preciso.

      Pusieron una judía en la placa de la máquina dos y activaron el proceso. La judía reapareció a unos tres metros a la izquierda de la botella de agua, el punto exactamente equidistante entre las dos máquinas.

      Bryce examinó rápidamente la semilla y la consideró perfecta.

      —Pasamos a la carne —anunció.

      Formaba parte de la colección de muestras que había llevado.

      Extrajo una caja llena de filetes de una bolsa térmica.

      Marlon la miró con gula; ya tenía hambre, y solo eran las once de la mañana.

      La profesora Bryce lo miró con una sonrisa irónica y le dio la bolsa vacía, para que la pusiera en otro sitio. Marlon le guiñó un ojo, apreciando la broma, y fingió que estaba decepcionado.

      Bryce cogió un cuchillo del rincón con la cafetería del laboratorio y cortó un trozo de filete de forma cuadrada y de unos cuatro centímetros de lado. El espesor de la muestra era de unos ocho milímetros.

      La transferencia con la máquina dos y el examen al microscopio demostraron que todo funcionaba bien.

      Marlon lo probó.

      —El sabor es el que


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