Sangre Pirata. Eugenio Pochini

Sangre Pirata - Eugenio Pochini


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De la locura que animaba el cerebro del pirata pareció no quedar ningún rastro. Incluso Henry Morgan quedó sorprendido, con la boca abierta en una expresión idiota.

      «Gobernador» le gritó Wynne, «¿dígame donde ocultó el mapa que le dibujé para llegar al Triangulo del Diablo?»

      Un grito agitado surgió entre la gente. Como muchos otros, Johnny también se volvió para mirar a Morgan: bajo el blanco pálido del truco, era posible notar un rubor debido a la vergüenza y a la ira. Luego miró nuevamente a Avery. Antes de que sus ojos cruzaran los del viejo, se detuvieron sobre la figura de otra persona, no lejos de donde ellos estaban.

      Era el pirata con los dientes de oro.

      El chico se tambaleó, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago. El individuo estaba concentrado escuchando las palabras de Wynne. Durante una fracción de segundo estuvo convencido de verlo sonreír.

      «¿Porque vino aquí?» se preguntó. Ese sujeto le daba miedo y lo ponía increíblemente nervioso.

      «¿Que dijiste?» le preguntó Avery.

      «Allá…» Las palabras murieron en la garganta. El tipo había desaparecido. Lo buscó en todas partes, estudiando con cuidado los muchos rostros que lo rodeaban, pero no lo pudo ver en ningún lugar.

      Mientras tanto Wynne seguía gritando: «Si mi destino es de irme al infierno, ¡es mejor que se den prisa!»

      Morgan pareció recuperarse de su estado de indolencia. Gritó una serie de órdenes, sin que nadie pudiera hacer mucho. Wynne había concluido una segunda y más poderosa carcajada, al punto que la total confusión que había tomado posesión de la fortaleza estaba continuamente aumentando.

      «¡Kane!» gritó. «¡La escotilla! Abre esa maldita escotilla. ¡Estúpido idiota! ¿Qué estás esperando?»

      El verdugo agarró la palanca del mecanismo de apertura y la jaló. Siguieron una serie de ruidos en rápida sucesión. Entonces Wynne cayó en el vacío, flotando y colgando en el aire. A pesar de la violenta colisión, el cuello no se había roto. Y no solamente eso. Aunque se estaba ahogando, no dejaba de reír. Su cara empezó a hacerse de color morado y su lengua salió de su boca. Debido a los espasmos se la mordió hasta arrancársela. Un torrente de sangre ensució sus labios y las mejillas, como los pétalos de una flor rosada.

      «¡Que alguien lo detenga!» gritó Morgan, delirando como aquello que estaban presenciando a esa escena escalofriante.

      Solamente el hombre sentado a su lado eligió actuar.

      Subió al andamio y sacó la espada. Cuando llegó a la plataforma se escapó al agarre de Kane, quien, sorprendido de encontrarlo allí, instintivamente había tratado de detenerlo. Dió un corte muy fuerte a la cuerda, y el francés terminó por derrumbarse sobre el pavimento. El impacto generó un ruido desagradable, de huesos rotos. Rodó un par de veces, emitiendo unos versos agonizantes, y después su cuerpo permaneció inerte.

      Johnny vio todo esto con el corazón en la garganta. La imagen de Wynne estaba impresa en su retina como una marca de fuego.

      Ya no lo podía evitar. Podía distinguir cada detalle; desde la posición falsa del pirata, sus piernas quebradas y el busto doblado, hasta el rostro morado y sucio de la sangre que había vomitado. El desprecio de esa ejecución había sido revelado en todo su horror.

      «Ya vámonos, Johnny.» Bennet Avery le estaba hablando. «Escuché lo que quería escuchar. Aparte no me gusta nada toda esta confusión.»

      El muchacho asintió, aún más asombrado: el anciano rara vez se había dirigido hacia él llamándolo por su nombre. A parte había percibido algo obscuro en su actitud, una sensación que no le daba tranquilidad. La fantasía lo arrastró con la misma violencia que un río lleno, tanto que pudo disipar su indecisión: Avery sabía más de lo que dejaba entender y había llegado el momento de averiguar de qué se trataba.

      CAPÍTULO TRES

      LOS MUERTOS NO HABLAN

      «¡Rayos!»

      Poseído por un ansia incontrolable, Morgan tiró todos los objetos que llenaban su escritorio, incluyendo unas cartas náuticas, un sextante de excelente construcción y la carta de compromiso destinada a Rogers.

      «¡Maldito malcriado!» gritó. «¡Merecía sufrir cien veces más!»

      Frente a él, el corsario estaba sentado sobre un sofá de terciopelo, y parecía no preocuparse mucho del enojo del gobernador.

      «Si me permite…» intentó comentar.

      «¡Usted cállese!» lo interrumpió el gobernador.

      Siguió un largo y profundo silencio, sólo marcado por la respiración jadeante del hombre. Rogers prefirió no discutir. Habría sido mejor esperar a que él solo se tranquilizara, para lograr perseguir sus propios intereses.

      Las revelaciones de Wynne habían contribuido a empeorar la ya baja reputación de Morgan entre los colonos. La carrera política y las amistades de alto nivel no le habían servido de mucho. Y el hecho de observar un respeto compasivo hacia él escondía una etiqueta hecha de hipocresía y falsa educación. Como si eso no fuera suficiente, la noticia sobre el tesoro sin duda ya se conocía en toda Port Royal. No iba a tardar mucho en llegar hasta orejas indiscretas.

      “Cuando el Rey Jorge sepa que financias expediciones piratas por tu mero interés personal, estarás en problemas amigo mío” pensó Rogers. Su continua indiferencia no se debe equivocar con falta de interés. La situación era muy problemática, pero de todo eso seguramente él podía sacar unas ventajas.

      «¿Cómo logra estar tan tranquilo?» le preguntó Morgan cerrando los puños hasta poner blancos los nodillos de las manos.

      Él se puso de pie sin responder. Tenía la intención de considerar muy bien las palabras que iba a pronunciar para evitar que se enfureciera aún más, y al mismo tiempo, hacerle comprender que con personajes de ese tipo se debía tratar con la justa firmeza. Empezó a caminar adelante y hacia atrás por toda la habitación.

      «Si me permite» repitió, «creo que reaccionar de esta manera no le servirá de nada. Wynne ya reveló a todo mundo sus negocios secretos.»

      «¿Y le parece algo de poca importancia?»

      «Claro que no.»

      «¡Se burló abiertamente de todos nosotros!» ladró Morgan.

      «No es verdad» Rogers exhibió una teatral cuanto evidentemente falsa sonrisa. «Sólo se divirtió a burlarse de usted, excelencia. Así que gritar en contra de un hombre muerto no resolverá el problema. ¿Usted pensaba de tener la situación bajo control? ¡Bueno, siento decirle que estaba equivocado!»

      El gobernador se puso rojo, su boca se redujo a una línea muy sutil. El maquillaje derretido lo hacía parecer más grotesco de lo normal. Sus ojos parecían querer brincar fuera de las órbitas.

      Viéndolo en ese estado, Rogers tuvo que aguantar una sonrisa llena de satisfacción.

      «Siempre y cuando usted no esté listo a hacer una elección» sugirió. «Lo que quiero decir…» y deliberadamente cortó la frase. Fingió estar pensando, presionando el índice sobre sus labios. De alguna manera quería que su gesto pareciera como algo que pudiera ayudarlo a reflexionar. Y de hecho se puso a pensar: “Perdiste el control de la situación, Henry. Acéptalo. Ese pirata te jugó una buena broma. A lo mejor estaba loco de verdad. O a lo mejor no. ¿Quién puede decirlo?”

      «¡Entonces!» le preguntó Morgan, desesperado. Empezó a masajearse las sienes.

      «Puedo anticipar mi salida de un par de días» comentó Rogers. «Puede ayudarnos a ganar un poco de tiempo, aunque eso nos obligaría a modificar nuestros acuerdos. Casi seguramente la tripulación no estará nada contenta de esta decisión.»

      «Si el problema


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