Sangre Pirata. Eugenio Pochini
lo que usted quiera!» Morgan golpeó con ambas manos el escritorio. «Tenemos que llegar antes de los demás. Actuar rápidamente nos pudiera salvar de la humillación y evitar problemas con Su Majestad.»
«No lo sabrá. Aunque la noticia llegue hasta él, no hay pruebas concretas. Aparte el Triángulo del Diablo siempre ha sido considerado como una leyenda.»
«Si tiene toda la razón.»
«E incluso si se esparciera el rumor de que usted pagó una tripulación de piratas, ¿qué culpa tendría usted para tal participación? El último miembro de la tripulación de Bellamy murió hace unas horas.»
«¿Entonces?»
«El precio que acordamos es justo.» La declaración de Rogers quería tener la doble función de calmar a su interlocutor y centrar su atención sobre lo que iba a decir. «Pero si quiere garantizada mi fidelidad y la de mis hombres pretendo ocho partes de cien.»
«¡Usted está loco!» gritó Morgan, que parecía estar muy cerca de desmallarse.
«Nunca me sentí mejor en mi vida.»
«¡Este es un robo!»
«Puede aceptar o no, usted elige.»
«Cuatro partes de cien» contestó el gobernador.
«Usted es un hombre muy avaro, su excelencia.» El corsario se encogió de hombros. «Usted hiere mi orgullo si cree que solamente valgo cuatro partes de cien. Recuerde: si la expedición será exitosa, ni siquiera se verá obligado a dividir el botín con el Rey.»
«Cinco partes, capitán. Ya no quiero hablar de ese tema.»
«Con sólo cinco partes no puedo garantizar que alguien no vaya contando esta historia por donde sea.»
«Como ve seis, entonces.»
«¡Siete!»
Morgan permaneció inexpresivo, con los codos apoyados en la mesa y los dedos entretejidos delante de él.
«Está bien» aceptó finalmente. «Siete.»
«Usted es una persona muy sabía.» Rogers extendió el brazo y esperó a que el otro, aunque evasivo, respondiera al saludo. Cuando lo hizo, agarró su mano juntándola con la suya. «Con su permiso quisiera pedir algo más.»
«¿Más?»
«Después de todos los años dedicados a servir a la Corona, creo merecer algo más que una simple carta de compromiso. Así que quisiera ser recompensado con la asignación de algunas posesiones y de un título nobiliario reconocido por la soberanía del Rey.»
«¿Un ascenso político, entonces?»
«¡Exactamente!»
«¿Independientemente si su expedición tendrá éxito?»
Rogers asintió.
«Como usted desea» aceptó Morgan, visiblemente cansado. «Veremos de interceder por usted en la Corte.»
«Se lo agradezco.» El corsario dejó las manos del gobernador y se alejó de la mesa rápidamente. Antes de salir se detuvo un momento cerca de la puerta. «Cada promesa es como una deuda. Que nunca se le olvide, excelencia.»
Después de haber dicho eso, se salió.
***
Anne estaba sentada en la cama, la espalda apoyada contra la pared, mirando hacia la ventana. En sus manos tenía un plato de sopa. Sus cabellos ondulaban en la brisa que precedía a la puesta del sol, despeinados alrededor de su cabeza. Ya no parecía un calamar en putrefacción. Parecía más bien una gavilla de trigo arrastrada por el viento. Su rostro, aunque pálido, estaba recuperando un ligero enrojecimiento. Al menos por ahora la sombra de la enfermedad había desaparecido.
«¿Cómo te sientes?» le preguntó Johnny que acababa de regresar. Todo el día había estado ansioso, excepto durante el ahorcamiento de Wynne. Asistir a su muerte lo había inundado de un horror que había alejado temporalmente sus preocupaciones sobre la salud de su madre.
«Cansada» contestó ella, con un hilo de voz. «Durante tu ausencia Bartolomeu me ha cuidado. Se portó muy bien conmigo. Mira hasta me ha preparado la cena.» Queriendo demostrar quién sabe qué, movió el cucharón hasta sus labios con dificultad.
«Déjame ayudarte.» El muchacho se sentó a su lado y empezó a embocarla. El olor de la sopa hizo que su estómago se quejara.
«¿Comiste?» preguntó Anne.
«Claro que si» mintió él. No tocaba comida desde la noche anterior. Peor aún: lo poco que había tragado había terminado en el callejón tras el ron ofrecido por el portugués.
De vez en cuando limpiaba las esquinas de la boca de su mamá con una servilleta. Anne sonreía, tratando de tragar la sopa. Una vez terminado, le ayudó a acostarse.
«No tengo ganas de dormir» protestó la mujer.
«Tienes que descansar.» Johnny la miró de una forma que no admitía replicas.
Ella apoyó tranquilamente la cabeza sobre la almohada. «¿No te parece algo raro? Hasta hoy fui siempre yo a ocuparme de ti.»
«No hables ahora.»
«Es desde hoy en la mañana que ya no tengo tos, ¿sabes?» Anne parecía no escucharlo.
«Te vas a sentir mucho mejor, confía en mis palabras.»
«Ojalá tengas razón.»
Hubo un breve silencio entre ellos, durante el cual Johnny sintió un fuerte sentimiento de culpa. Como si estuviera prisionero en un cuerpo que no le pertenecía, se veía obligado a asistir impotente a la enfermedad de su madre. La observaba a través de un caleidoscopio multicolor, cuyas facetas reflejaban dolor y resignación. Entendió en ese momento que quería huir, correr lo más lejos posible para no verla reducida en ese estado.
«Será mejor que descanses» dijo. Agarró el plato y la cuchara. «Bartolomeu seguramente me va a necesitar. ¿Puedo dejarte sola?» En su corazón tenía miedo que le rogara de quedarse.
Anne lo sorprendió, contestándole con tranquilidad: «Ve y no te preocupes. Nos volveremos a ver cuándo habrás terminado.»
«De acuerdo.»
«Te quiero mucho, John.»
«Yo también» contestó él. Luego se agachó para darle un beso en la frente.
***
Durante la noche Johnny notó que Bartolomeu andaba muy preocupado. Había pronunciado solamente unas pocas palabras, y él se había dado cuenta de eso, sobre todo cuando entendió de que estaba esperando a alguien: seguía lanzando miradas discretas a la puerta y cada vez que esta se abría contenía la respiración, como agotado por la interminable espera. Sin embargo, prefirió no investigar, ocupado como estaba sirviendo a los clientes.
Pudo escuchar algunas de sus conversaciones que inevitablemente atraían su atención. Y volvieron a prender su fantasía. Había quien comentaba de la horrible muerte de Wynne y quien afirmaba que un cierto capitán Rogers se estaba preparando para una misteriosa expedición.
Una vez que el último cliente salió de la posada, Bartolomeu ordenó al muchacho de cerrarse en la cocina y limpiar los platos. Luego empezó a recorrer en el local, apagando una a una las velas. La habitación cayó en un crepúsculo sombreado, aún más obscura a causa de las pocas llamas que habían quedado.
Johnny pasó una hora enjuagando un sin fin de platos y jarras. Debido al inconfundible olor a especias, tenía los ojos hinchados y la nariz tapada. Le daba miedo de desmallarse. Pero una vez acostumbrado, procedió más rápidamente. Estaba limpiando una jarra de barro, cuando la puerta del otro lado de la habitación se abrió con un ruido sordo.
«Llegaste, por fin» oyó decir a Bartolomeu.
«Estuve