Rebaños. Stephen Goldin

Rebaños - Stephen  Goldin


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tener mucha más masa que el otro; Garnna empezó a pensar que aquel era el principal y el otro su satélite.

      Intentó centrar su atención a lo máximo en aquel sistema mientras mantenía la red que había desplegado. El satélite era otra gran bola gris sin aire, más pequeño incluso que el primero, y no parecía poseer vida alguna, pero el otro prometía. Desde el espacio tenía un aspecto azulado y blanco. Lo blanco eran nubes y lo azul, aparentemente, agua líquida. Grandes cantidades de agua líquida. Eso daba rienda a pensar que poseía vida protoplasmática. Comprobó la atmósfera y quedó todavía más sorprendido. Existían grandes cantidades de oxigeno para poder respirar. Anotó mentalmente el ir a investigar sobre el terreno para conocer mejor el lugar, y siguió buscando planetas.

      El siguiente que descubrió fue uno pequeño y rojo. Con una pequeña atmósfera la cual parecía estar compuesta principalmente de dióxido de carbono con una cantidad casi indetectable de oxigeno. La temperatura de la superficie era adecuada para la vida protoplasmática, pero de haberla, debía ser escasa, si existente, ya que había poca agua; una señal inequívoca de su presencia. Aunque aquel lugar tenía posibilidades, el planeta principal del sistema doble tenía muchos más. Garnna continuó con su expansión.

      La red se había alargado, y ahora el Zartic llegaba con su mano más y más lejos. Empezó a ver borroso y su mente parecía perder toda su identidad. Encontró algunas diminutas rocas flotando por el espacio, pero no les dedicó tiempo alguno. El siguiente mundo era un gigante de gas. Era muy difícil acceder a él porqué su mente estaba ya cansada, pero al final resultó no ser necesario. Había finalizado la búsqueda de planetas más allá de la órbita de este último, por lo que nadie diría nada si lo dejara ahí. Los Offasii nunca estarían interesados en ellos, ni lo estaba Garnna.

      Regresó al sistema doble de planetas. Sintió gran alivio cuando dio vueltas por las partes más extensas de su mente expandida por el espacio. Siempre era una buena sensación el terminar con el primer planeta, una sensación como de haber podido ajuntar pedazos que habían estado juntos anteriormente. Una sensación similar a crear un Rebaño de individuos, pero mucho más pequeño y una escala personal.

      Era lo suficientemente malo ser un solitario Zartic en el espacio, separado del Rebaño sin la seguridad de su propio grupo. Aquel trabajo era necesario por el bien del rebaño, por supuesto, pero no tenía que hacerlo todo más placentero. Y cuando un único Zartic tenía que esforzarse hasta el final, todo era más insoportable. Por eso Garnna odiaba aquella parte de la misión como la que más. Pero ya había terminado, y ahora podía concentrarse en lo realmente importante de la Exploración.

       * * *

      Wesley Stoneham era un hombre grande, de más de metro ochenta, con unos hombros anchos y bien musculados y un rostro parecido al de un héroe de mediana edad. Todavía tenía todo su cabello, una densa melena negra, cortada de tal manera que nunca llegaba a estar enredada. Su frente comparándola con su cabellera era estrecha y larga, y sus cejas pobladas. Los ojos de color gris metálico y con aspecto decidido, su nariz prominente y recta. En su mano, llevaba una maleta de tamaño mediano.

      —Tengo tu nota —es lo que único que dijo cuando sacó un trozo de papel de su bolsillo dejándola junto a los pies de su esposa.

      Stella espiró con fuerza. Conocía aquel tono de voz a la perfección, y sabía que aquella iba a ser una noche larga y amarga.

      —¿Por qué llevas maleta? —preguntó ella.

      —Mientras conducía hasta aquí, pensé que terminaría pasando la noche— su voz era uniforme y suave, pero se volvió seria una vez dejó la maleta en el suelo.

      —¿Nunca has pensado pedir permiso a la otra persona antes de venir?

      —¿Por qué debería hacerlo? Esta es mi cabaña, construida con mi dinero.

      El énfasis en el “mi” en ambos casos fue ligero pero inconfundible.

      Ella se dio la vuelta. Incluso de espaldas a él, pudo notar su mirada clavándose en su alma.

      —¿Por qué no terminas con ello, Wes? “Mi cabaña, mi dinero, mi esposa”, ¿no se trata de eso?

      —Tu eres mi esposa, lo sabes.

      —Ya no.

      Ahora podía notar como sus ojos iban poniéndose cada vez más rojos, por lo que intentó calmar sus emociones. Llorar no llevaría a ninguna parte, y con ello no lograría su propósito. Había aprendido a base de malas experiencias que a Wesley Stoneham no le afectaban las lágrimas.

      —Lo eres hasta que la ley diga lo contrario —dio dos pasos hacia ella, la agarró por los hombros y le dio la vuelta—y tu vas a mirarme cada vez que te hable.

      Stella intentó deshacerse de él, pero sus dedos la apretaban demasiado la piel, uno de ellos (¿lo hizo a puesta?) pinchó un nervio creándole un calambrazo de dolor que hizo separarlo de él.

      —Mucho mejor —dijo él— por lo menos un hombre puede esperar un poco de buenos modales de su propia mujer.

      —Lo siento —dijo suavemente. Había cierto resquemor en su voz cuando intentaba ponerle cierta alegría en ello— debería ir al horno y preparar mi gran pastel hecho en casa de tu querida-esposa.

      —Guárdate el sarcasmo para alguien que le guste es mierda, Stella —gritó Stoneham— quiero saber porque pides el divorcio.

      —Bueno, la razón principal es que —empezó diciendo con el mismo tono que antes, pero Stoneham la abofeteó en una mejilla— te dije que podría pasar —dijo él.

      —Creo que mis razones deberían ser más evidentes —dijo Stella con rencor. Ahora su mejilla estaba sonrojada en el mismo lugar donde había sido golpeada. Colocó su mano allí, más como cohibición que por dolor.

      A Stoneham se le inflaron las narices, y su mirada se convirtió en algo muy frío. Stella la evitó, pero obstinadamente se mantuvo en pie. Había algo maligno en las palabras de su marido.

      —¿Has tenido algún amorío con aquel hippie mayor?

      Necesitó un instante para darse cuenta de lo que quería decir. A una milla de la cabaña, en el Cañón Totido, un grupo de jóvenes habían llegado a un campamento de verano abandonado para crear lo que terminaron llamando “Comuna Totido”. Por culpa de su extraño comportamiento y vestimenta, fueron considerados por los residentes del lugar como hippies y tratados como tales. Su líder era un hombre mayor, de casi cuarenta, el cual parecía mantener aquel grupo en orden según sus leyes.

      —¿Estás hablando de Carl Polaski? —preguntó Stella incrédula.

      —No me refiero a Papá Noel.

      A pesar de su nerviosismo, Stella rió —Eso es ridículo. Y además, él no es ningún hippie. Es un profesor de psicología investigando el fenómeno del abandono.

      —La gente me dice que suele venir a esta cabina a menudo, Stell. No me gusta.

      —No hay nada malo en ello. Viene para algunos recados y de paso me hace alguna chapuza. Le pago dejándole la cabaña para escribir. Escribe aquí porqué no tiene otro lugar con suficiente intimidad para decir lo que realmente piensa en la comunidad.

      A veces hablamos. Es un hombre muy interesante, Wes. Pero no, no hemos tenido nada junto, y no lo tendremos.

      —¿Y que es lo que te corroe por dentro? ¿Por qué quieres el divorcio? —fue hacia el sofá y se sentó sin apartar la mirada de ella un instante.

      Stella caminó de un lado a otro delante de él unas pocas veces. Juntó y separó sus manos, para al final dejarlas a los lados.

      —Me gustaría ser capaz de tener cierto respeto hacia mi mismo— dijo.

      —Ya lo eres. Puedes llevar la cabeza bien alta ante cualquiera en este país.

      —No es lo que quería decir. Me gustaría, aunque fuera una vez, ser capaz de firmar como “Stella


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