Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente

Los cuatro jinetes del apocalipsis - Blasco Ibáñez Vicente


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un reuma que amargaba sus mejores días.

      Pero la familia acabó por comunicarle su entusiasmo. «¡A París!…» Creía tener veinte años. Y olvidando la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen lo mismo que una familia reinante, en camarotes de gran lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas de la señora y su hija les siguieron en el viaje, sin que sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores novedades.

      Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado. Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas á edificios desaparecidos mucho antes. Todas sus iniciativas para alardear de buen conocedor iban acompañadas de fracasos. Sus hijos, guiándose por recientes lecturas, conocían París mejor que él. Se consideraba un extranjero en su patria. Al principio, hasta experimentó cierta extrañeza al hacer uso del idioma natal. Había permanecido en la estancia años enteros sin pronunciar una palabra en su lengua. Pensaba en español, y al trasladar las ideas al idioma de sus ascendientes, salpicaba el francés con toda clase de locuciones criollas.

      –Donde un hombre hace su fortuna y constituye su familia, allí está su verdadera patria—decía sentenciosamente, recordando á Madariaga.

      La imagen del lejano país resurgió en él con obsesión dominadora tan pronto como se amortiguaron las primeras impresiones del viaje. No tenía amigos franceses, y al salir á la calle, sus pasos le encaminaban instintivamente hacia los lugares de reunión de los argentinos. A éstos les ocurría lo mismo. Se habían alejado de su patria, para sentir con más intensidad el deseo de hablar de ella á todas horas. Leía los periódicos de allá, comentaba el alza de los campos, la importancia de la próxima cosecha, la venta de novillos. Al volver hacia su casa le acompañaba igualmente el recuerdo de la tierra americana, pensando con delectación en que las dos chinas habrían atropellado la dignidad profesional de la cocinera francesa, preparando una mazamorra, una carbonada ó un puchero á estilo criollo.

      Se había instalado la familia en una casa ostentosa de la avenida Víctor Hugo: veintiocho mil francos de alquiler. Doña Luisa tuvo que entrar y salir muchas veces para habituarse al imponente aspecto de los porteros: él condecorado, vestido de negro y con patillas blancas, como un notario de comedia; ella majestuosa, con cadena de oro sobre el pecho exuberante, y recibiendo á los inquilinos en un salón rojo y dorado. Arriba, en las habitaciones, un lujo ultramoderno, frío y glacial á la vista, con paredes blancas y vidrieras de pequeños rectángulos, exasperaba á Desnoyers, que sentía entusiasmo por las tallas complicadas y los muebles ricos de su juventud. El mismo dirigió el arreglo de las numerosas piezas, que parecían siempre vacías.

      Chichí protestaba de la avaricia de papá al verle comprar lentamente, con tanteos y vacilaciones.

      –Avaro, no—respondía él—. Es que conozco el precio de las cosas.

      Los objetos sólo le gustaban, cuando los había adquirido por la tercera parte de su valor. El engaño del que se desprendía de ellos representaba un testimonio de superioridad para el que los compraba. París le ofreció un lugar de placeres como no podía encontrarlo en el resto del mundo: el Hotel Drouot. Iba á él todas las tardes, cuando no encontraba en los periódicos el anuncio de otras subastas de importancia. Durante varios años no hubo naufragio célebre en la vida parisién, con la consiguiente liquidación de restos, del que no se llevase una parte. La utilidad y necesidad de las adquisiciones resultaban de interés secundario; lo importante era adquirir á precios irrisorios. Y las subastas inundaron aquellas habitaciones que al principio se amueblaban con lentitud desesperante.

      Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba demasiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos, pero tantos… ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inmediatas á la cocina. Desaparecían las molduras de las paredes bajo un chapeado de cuadros estrechamente unidos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía tachar á Desnoyers de avaro?… Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su proveedor.

      La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en las subastas miles de botellas procedentes de quiebras. Y él, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomendando á la familia que emplease el champañ como vino ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir catorce mil francos de pieles que representaban un valor de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir de pronta un frío glacial, como si los témpanos polares invadiesen la avenida Víctor Hugo. El padre se limitó á obsequiarse con un gabán de pieles; pero encargó tres para su hijo. Chichí y doña Luisa se presentaron en todas partes cubiertas de sedosas y variadas pelambreras: un día chinchillas, otros zorro azul, marta cibelina ó lobo marino.

      El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera, para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer á los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inactividad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocurriéndosele toda especie de combinaciones. Era una reminiscencia de su buena época, cuando manejaba en la estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta indecisión ante sus dos criados, personajes correctos, solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extrañeza al ver á un hombre con más de un millón de renta entregado á tales funciones. Al fin, eran las dos doncellas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose á él con una familiaridad de compañeras de destierro.

      Cuatro automóviles completaban el lujo de la familia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más, pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas ocasiones, y, uno tras otro, había adquirido los cuatro, tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos como las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía volver la cabeza á los transeúntes. El chauffeur necesitaba dos ayudantes para atender á este rebaño de mastodontes. Pero el dueño sólo hacía memoria de la habilidad con que creía haber engañado á los vendedores, ansiosos de perder de vista tales monumentos.

      A los hijos les recomendaba modestia y economía.

      –Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos muchos bienes, pero producen renta escasa.

      Y después de negarse á un gasto doméstico de doscientos francos, empleaba cinco mil en una compra innecesaria, sólo porque representaba, según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protestaban ante doña Luisa. Chichí llegó á afirmar que jamás se casaría con un hombre como su padre.

      –¡Cállate!—decía escandalizada la criolla—. Tiene su genio, pero es muy bueno. Jamás me ha dado un motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.

      Las riñas del marido, su carácter irritable, su voluntad avasalladora, perdían toda importancia para ella al pensar en su fidelidad. En tantos años de matrimonio… ¡nada! Había sido de una virtud inconmovible, hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y enriqueciéndose con su procreación, parecen contaminarse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acordaba tanto de su padre!… Su misma hermana debía vivir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los poderosos.

      Desnoyers marchaba unido á su mujer por una rutina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituía al compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad, haciéndola responsable de todas las contrariedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir sin ella á parte alguna. Las tardes del Hotel Drouot le resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á esta confidente de sus proyectos y sus cóleras.

      –Hoy hay venta de alhajas: ¿vamos?

      Su proposición la hacía


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