Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente

Los cuatro jinetes del apocalipsis - Blasco Ibáñez Vicente


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Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de cigarro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras… Más adelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fué recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?… Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rue de la Pompe, pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-Honorée d'Eylau.

      El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses, pasó semanas enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía… Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rue de la Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á mediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?…

      Había intentado al principio conquistar un renombre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de sus amigos, muchachos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la existencia, derramando el dinero ruidosamente para que todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena audacia, se lanzó á pintar cuadros. Amaba la pintura bonita, «distinguida», elegante; una pintura dulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer. Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus espaldas dispuesto á ayudarle: ¿por qué no había de hacer lo que tantos otros que carecían de sus medios?… Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el título de La danza de las horas: un pretexto para copiar buenas mozas y escoger modelos. Dibujaba con frenética rapidez, rellenando el interior de los contornos de masas de color. Hasta aquí todo iba bien. Pero después vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, para arrinconarlo finalmente en espera de tiempos mejores. Lo mismo le ocurrió al intentar varios estudios de cabezas femeniles. No podía terminar nada, y esto le produjo cierta desesperación. Luego se resignó, como el que se tiende fatigado ante el obstáculo y espera una intervención providencial que le ayude á salvarlo. Lo importante era ser pintor… aunque no pintase. Esto le permitía dar tarjetas con excusas de alta estética á las mujeres alegres, invitándolas á su estudio. Vivía de noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los trabajos del artista, no podía contener su indignación. Los dos veían todas las mañanas las primeras horas de luz: el padre al saltar del lecho; el hijo camino de su estudio, para meterse entre sábanas y no despertar hasta media tarde.

      La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas explicaciones para defender á su hijo. ¡Quién sabe! Tal vez pintaba de noche, valiéndose de procedimientos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas diabluras!…

      Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escándalos en los restoranes de Montmartre, y peleas, muchas peleas. El y los de su banda, que á las siete de la tarde creían indispensable el frac ó el smoking, eran á modo de una partida de indios implantando en París las costumbres violentas del desierto. El champañ resultaba en ellos un vino de pelea. Rompían y pagaban, pero sus generosidades iban seguidas casi siempre de una batalla. Nadie tenía como Julio la bofetada rápida y la tarjeta pronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballerescos en los que su primogénito rasgaba siempre la piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte. Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía los golpes favoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía latir en el fondo de su pensamiento una irresistible satisfacción, un orgullo animal, al considerar que este aturdido temible era obra suya.

      Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín visitaron á los Desnoyers en su castillo de Villeblanche. Karl von Hartrott apreció con bondadosa superioridad las colecciones ricas y un tanto disparatadas de su cuñado. No estaban mal: reconocía cierto cachet á la casa de París y al castillo. Podían servir para completar y dar pátina á un título nobiliario. ¡Pero Alemania!… ¡Las comodidades de su patria!… Quería que el cuñado admirase á su vez cómo vivía él y las nobles amistades que embellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus cartas, que los Desnoyers hicieron el viaje. Este cambio de ambiente podía modificar á Julio. Tal vez despertase su emulación viendo de cerca la laboriosidad de sus primos, todos con una carrera. Además, el francés creía en la influencia corruptora de París y en la pureza de costumbres de la patriarcal Alemania.

      Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al poco tiempo un deseo de huir. Cada cual con los suyos; no podría entenderse nunca con aquellas gentes. Muy amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseos de agradar, pero dando tropezones continuamente por una falta irremediable de tacto, por una voluntad de hacer sentir su grandeza. Los personajes amigos de los Hartrott hacían manifestaciones de amor á Francia: el amor piadoso que inspira un niño travieso y débil necesitado de protección. Y esto lo acompañaban con toda clase de recuerdos inoportunos sobre las guerras en que los franceses habían sido vencidos. Todo lo de Alemania, un monumento, una estación de ferrocarril, un simple objeto de comedor, daba lugar á comparaciones gloriosas: «En Francia no tienen ustedes eso.» «Indudablemente, en América no habrán ustedes visto nada semejante.» Don Marcelo se marchó, fatigado de tanta protección. Su esposa y su hija se habían resistido á aceptar que la elegancia de Berlín fuese superior á la de París. Chichí, en plena audacia sacrílega, escandalizó á sus primas declarando que no podía sufrir á los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovible, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo á sus galanterías una mueca de superioridad.

      Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuoso de Berlín. Con el mayor, «el sabio», no había que contar. Era un infeliz, dedicado á sus libros, y que consideraba á toda la familia con gesto protector. Los otros, subtenientes ó alumnos portaespada, le mostraron con orgullo los progresos de la alegría germánica. Conoció restoranes nocturnos que eran una imitación de los de París, pero mucho más grandes. Las mujeres, que allá se contaban á docenas, eran aquí centenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un incidente, sino algo buscado con plena voluntad, como indispensable para la alegría. Todo grandioso, brillante, colosal. Los vividores se divertían por pelotones, el público se emborrachaba por compañías, las mercenarias formaban regimientos. Experimentó una sensación de disgusto ante las hembras serviles y tímidas, acostumbradas al golpe, y que buscaban resarcirse con avidez de las grandes quiebras y desengaños sufridos en su comercio. Lo era imposible celebrar, como sus primos, con grandes carcajadas el desencanto de estas mujeres cuando veían perdidas sus horas, sin conseguir otra cosa que bebida abundante. Además, le molestaba el libertinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como un alarde de riqueza. «Esto no lo hay en París—decían sus acompañantes admirando los salones enormes, con centenares de parejas y miles de bebedores—; no, no lo hay en París.» Se fatigaba de tanta grandeza sin medida. Creyó asistir á una fiesta de marineros hambrientos, ansiosos de resarcirse de un golpe de todas las privaciones anteriores. Y sentía los mismos deseos de huir que su padre.

      De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una melancólica resignación. Aquellas gentes habían progresado mucho. El no era un patriota ciego, y reconocía lo evidente. En pocos años habían transformado su país; su industria era poderosa… pero resultaban de un trato irresistible. Cada uno en su casa, y ¡ojalá que nunca se les ocurriese envidiar la del vecino!… Pero esta última sospecha la repelía inmediatamente con su optimismo de hombre de negocios.

      «Van á ser muy ricos—pensaba—. Sus asuntos marchan, y el que es rico no siente deseos de reñir. La guerra con que sueñan cuatro locos resulta imposible.»

      El joven Desnoyers reanudó su existencia parisién, viviendo siempre en el estudio y presentándose de tarde en tarde en la casa paterna. Doña Luisa empezó á hablar de un tal Argensola,


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