Los argonautas. Blasco Ibáñez Vicente
del Catay o en las islas de Cipango. Pisanos, venecianos y genoveses, aprovechadores de la brújula inventada por los árabes, iban en busca de los productos del Asia siguiendo el mar Rojo o cruzando el mar Caspio. Osados aventureros escribían con espíritu romanesco el relato de sus largos años de aventuras, y los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban como un libro de caballerías.
El entusiasmo religioso hablaba de embajadas dirigidas a los papas por el Preste Juan o el Gran Kan de la Tartaria, poderosos señores que desde el fondo de sus palacios querían entrar en relación con la cristiandad y convertirse a la verdadera fe. Pero las embajadas quedábanse siempre en el camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado que iba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los libros santos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla de Trapobana. Las naos del sabio rey, después de tres años, volvían cargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana «hervía de perlas y elefantes, y que en ella el oro era más fino, los elefantes más grandes y las margaritas y perlas más preciosas que en la India». Junto a la Trapobana había dos islas, la de Chrise, que era toda de oro, y la de Argyra, toda de plata. Estas islas de montañas preciosas estaban pobladas de hormigas grandes como perros y venenosas como grifos, que sacaban con sus patas el oro de la tierra y hacían bolas, abandonándolas en la playa. Los marinos de Salomón aguardaban mar afuera a que las bestias se alejasen en busca de comida, y entonces desembarcaban, y con gran prisa iban cargando las bolas de oro, para hacer al día siguiente la misma operación.
Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo xv, para no finalizar hasta haberlo realizado.
La parte de Europa más avanzada en el Océano, la península Ibérica, era el lugar de partida de todas las intentonas para descubrir la ruta misteriosa de la India por Oriente y por Occidente. El contacto con los árabes españoles había acostumbrado a sus navegantes al uso de la brújula, impulsándolos a apartarse de las costas. Los marinos portugueses, gallegos y cántabros comerciaban con las Islas Británicas y las repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes y mallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban cartas de navegar desde mediados del siglo xiii. Las Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando los demás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación en Mallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda, pero asombrosos para aquella época, los cuales servían para determinar el tiempo y la altura del Polo a bordo de las naves. Un marino catalán, Jaime Ferrer, avanzando en el Mar Tenebroso, llegó a Río de Oro, cinco grados más al Sur del cabo Non, que los portugueses, ochenta y seis años después, creyeron ser los primeros en haberlo doblado.
El infante don Enrique de Portugal, gran protector de descubrimientos, fundaba en el Algarbe la Academia de Sagres para los estudios geográficos, y los individuos de ella, viejos navegantes y médicos hebreos aficionados a la cosmografía, elegían como presidente a un piloto catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portugueses, al explorar las costas de África o arriesgarse Océano adentro, se establecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de las Canarias, las islas, de los Azores, Madera y Cabo Verde, convertíanse en lugares de parada y descanso para los nautas atrevidos y al mismo tiempo en lugares de observación para los que soñaban con nuevas expediciones. El misterio del Océano los retenía allí, y se casaban con isleñas hijas de europeos, constituyendo nuevas familias de marinos.
Eran los pobladores de aquellas islas a modo de los ejércitos destacados largos años en una frontera, que acaban por crear ciudades y producir generaciones aparte. El Mar Tenebroso, violado por estos intrusos en su huraña soledad, iba librándoles a regañadientes, poco a poco, el secreto de sus lejanos horizontes inexplorados. En los hogares isleños se hablaba de los hallazgos que hacía todo navegante que por tomar vientos mejores se alejaba de las islas conocidas. Martín Vicente recogía en su navío un «madero labrado por artificio y a lo que juzgaba no con hierro» luego de haber venteado durante muchos días el poniente. Pero Correa casado con una cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo un madero labrado en la misma forma, además de varias cañas tan gruesas, «que en un cañuto de ellas podían caber tres azumbres de agua o de vino».
Los vecinos de la islas de los Azores, siempre que soplaban recios vientos de Poniente o Noroeste encontraban en sus playas grandes pinos arrastrados por las olas. En la isla de las Flores, una de este archipiélago, «había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos que parecían tener las caras muy anchas y de otro gesto que tienen los cristianos». También se hablaba de que en las cercanías de la isla habían aparecido ciertas almadías con casas movedizas, embarcaciones extrañas que no podían hundirse y que al ser arrastradas por una tempestad habían perdido tal vez sus tripulantes.
Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo con su barco un mal tiempo hacia Poniente, juraba haber divisado tres islas; otro vecino de Madera enviaba peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave, con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto todos los años en determinadas épocas. Y en las Canarias, así como en las Azores, también veían los habitantes tierras nuevas que surgían en el horizonte al llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradiciones marítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadas por algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de «Antilla» y «Mano de Satán». Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo a los escritores antiguos, la naturaleza de estas tierras tan pronto visibles como ocultas y que frecuentemente cambiaban de lugar. Plinio había hablado de enormes arboledas del Septentrión que el mar socava, y como son de grandes raíces, flotan sobre las olas y de lejos parecen islas. Séneca había descrito la naturaleza de ciertas tierras de la India, que por ser de piedra liviana y esponjosa van sobrenadando en el Océano.
La Antilla salía al encuentro de los marinos extraviados por la tempestad, dando lugar con su rápida aparición a nuevas expediciones. Diego Detiene, patrón de carabela, que llevaba como piloto a un Pedro de Velasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal cuarenta años antes de los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas mar adentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había de retroceder, temiendo la proximidad del invierno. Vicente Díaz, piloto de Tavira, realizaba otra expedición hacia Poniente, pero había de volverse por la escasez de sus provisiones. Otros navegantes salían a la descubierta de estas islas ocultas, y nadie volvía a saber de ellos.
Se hablaba mucho de un piloto que había conseguido pisar las tierras ignotas. Unos le consideraban vizcaíno, de los que hacían comercio con Francia e Inglaterra; otros portugués, que navega de Lisboa a la Mina; los más le tenían por andaluz y le llamaban Alonso Sánchez de Huelva. Una tempestad había sorprendido barco entre Canarias y Madera, llevándolo hasta una gran isla, que se creyó luego fuese la de Santo Domingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y leña, y volvió hacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieron de hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban su tripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores, que fallecieron al poco tiempo. Esto ocurría en 1484, ocho años antes del descubrimiento de las Indias. Cuando las primeras expediciones españolas desembarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, en frecuente comunicación con los de la isla Española o Santo Domingo, les hablaron de otros hombres blancos y barbudos que algún tiempo antes habían llegado sobre una nave.
–Gente interesante la que se reunía en estas islas avanzadas del Mar Tenebroso—dijo Maltrana—. Navegantes ávidos de novedad, hombres de estudio que a la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos todos ellos por el misterio del Océano. Luego de navegar desde los hielos de la isla de Thule al puerto de San Jorge de la Mina (donde los lusitanos hacían acopio de negros para venderlos