Los argonautas. Blasco Ibáñez Vicente

Los argonautas - Blasco Ibáñez Vicente


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sus compras, y eran ahora las camareras del buque y los stewards los que aprovechaban los últimos momentos para hacer sus adquisiciones con mayor baratura. En el viaje de regreso el Goethe no tocaba en Tenerife para hacer carbón, y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá.

      Maltrana se detuvo junto a un indostánico que regateaba con una joven. Estaba ella en el quicio de una puerta, temerosa de dejarse ver a la luz del sol y mostrando al mismo tiempo su casi desnudez, cubierta con un simple kimono rosa que transparentaba el contorno de su cuerpo. Los brazos y parte del pecho delataban la frescura de un baño reciente. Se había levantado tarde y acababa de subir a toda prisa a la cubierta para hacer sus compras antes de que se marchasen los vendedores. El hombre cobrizo ensalzaba la riqueza de una túnica azul con ramajes y pájaros blancos que ella tenía entre sus manos.

      –Me pide dos libras, ¿qué le parece?—dijo la joven sonriendo a Maltrana, mientras éste daba con el codo a su compañero.

      Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba a todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fernando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un aspecto vulgar y atrevido que le fue antipático. Sólo sus ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un reflejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros. Tal vez no eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer en una identidad completa.

      –Me quedo con esto—dijo Nélida mirando amorosamente la asiática vestidura—. Pero no tengo dinero: habrá que pedir las dos libras a mamá… ¿No han visto ustedes a mamá?

      Y sin aguardar respuesta, desapareció escalera abajo entre el revoloteo de la tela rosa, semejante a tenue nube, que transparentaba la firme silueta de su cuerpo desnudo.

      Aparecieron en el paseo los excursionistas llegados de tierra. Pegábanse a los flancos del trasatlántico las lanchas de vapor para devolverle su cargamento humano. Las mujeres, llevando grandes ramos de flores, corrían hacia sus camarotes o charlaban con las amigas que se habían quedado en el buque, lo mismo que si regresasen de una larga expedición. ¡Venían de España!, ¡ya conocían España! Un país más que añadir a sus relatos de viajes.

      Los hombres, con sus anchos sombreros empolvados, los gemelos pendientes de un hombro y empuñando todavía el bastón de paseo, hablaban solemnemente de su viaje. Para muchos, era el primer suelo que habían pisado después de su salida de Hamburgo o de París. El buque se había detenido muy poco en Vigo y en Lisboa. Comentaban a coro el atraso y la pereza de aquella tierra. Todas las lecturas antiguas sobre España, todos los prejuicios y errores tradicionales reaparecían de golpe con sólo un paseo de dos horas por una isla de África. El «doktor» alemán que pedía una corrida de toros a las siete de la mañana, alardeaba de sus conocimientos hispánicos llamando «cuadrilleros» a todos los que había encontrado en tierra vistiendo uniforme militar. También hablaba de familiares de la Inquisición, recordando a los curas gordos y morenos que salían de la iglesia, en busca del casero chocolate, luego de decir su misa.

      Se lamentaba un joven belga, al que muchos llamaban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni un solo automóvil!… Las mujeres, asomadas a las ventanas como odaliscas.

      –Y pensar—dijo Ojeda a su amigo—que tal vez alguno de éstos escribirá un artículo titulado «Mi viaje a España».

      Un hombre subido de color, con vistosa corbata y pantalones recogidos a la inglesa, esforzaba su acento lento y meloso para expresar indignación.

      –¡No me diga!… ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cuatro veces he ido a Europa, y nunca he querido conoser la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A mí déme usted la Inglaterra… Ojalá nos hubiesen descubierto los ingleses. Yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?… Mucha sivilisasión.

      Maltrana sonrió, al mismo tiempo que lo mostraba a su amigo.

      Ese que habla es Pérez… Pérez de no sé qué republiquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho que en su país para ser algo hay que probar que se desciende de ocho abuelos indios y media docena de negros. El blanco queda abajo. Desde la bendita independencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos los años corren a un presidente, y de vez en cuando fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?…» Vámonos allá para no oírle.

      Se sentaron en el extremo del paseo que daba sobre la proa, entre las ventanas del salón y una gran vidriera desde la cual se abarcaba toda la parte anterior del navío. En el castillo de proa algunos marineros empezaban los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contramaestres recorrían la cubierta empujando a los vendedores haciéndoles cerrar a toda prisa sus fardos, cortando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos. Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde las bordas a los botes que cabeceaban en torno de la escala. Los nadadores lanzaron sus últimos gritos: «Caballero, un marco. Eche un marco, caballero, que va el vapor».

      –Confieso, amigo Ojeda—dijo Maltrana—, que siento la emoción del que ve ante la boca negra de una caverna y se pregunta: «¿Qué habrá dentro?…». Aquí, la caverna es azul y luminosa, pero la inquietud no por esto resulta menor… ¿Qué voy a encontrar más allá de esta isla? ¿Cuándo volveremos por aquí? Afortunadamente, contamos con el apoyo de la esperanza… la esperanza buena y equitativa para todos, pues a todos los que vamos en este cascarón nos asiste por igual… Yo hago este viaje por ganar dinero, por el ansia de saber qué es eso de la riqueza; y no lo hago sólo por mí. Tengo un hijo, y aunque uno se ría de ciertos burgueses que justifican sus malas acciones y sus latrocinios con la cualidad de padres de familia, crea usted que esto de la paternidad nos impulsa a grandes cosas y nos hace valerosos como héroes… Usted también va allá por el ansia de dinero. Un hombre de su clase, que tiene lo que usted tenía en Madrid (¡yo lo sé todo!), no cambia de vida sin un motivo poderoso.

      –Yo…—dijo Fernando con perplejidad—sí… por el dinero, como usted… Y ¡quién sabe! Tal vez por algo que no es la riqueza; por otros deseos menos explicables.

      Había reflexionado mucho durante la noche anterior, y ahondando en sus decisiones, encontraba en ellas motivos inconscientes, no sospechados hasta entonces, que le hacían avanzar con un empujón tan rudo como el deseo de riqueza. Parecía cantar en sus oídos la poética romanza de Heine, en la que describe cómo el caballero Tannhauser se arrancó de los brazos de Venus por sólo el gusto de conocer de nuevo del dolor humano. «¡Oh Venus, mi bella dama! Los vinos exquisitos y los tiernos besos tienen ahíto mi corazón. Siento sed de sufrimientos. Hemos bromeado mucho, hemos reído demasiado: las lágrimas me dan ahora envidia, y es de espinas y no de rosas que quiero ver coronada mi cabeza…» El hombre vive en eterno descontento. Tal vez huya él también, como el poeta amante de la diosa, por hartura de felicidad y sed de dolores.

      De pronto, junto a ellos, rompió a tocar la banda de música una marcha triunfal. El techo del paseo y los gruesos cristales del mirador temblaron con el rugido armonioso de los cobres.

      –Ya zarpa el buque—dijo Maltrana levantándose de un salto—. Mire usted cómo se va moviendo la isla. ¡Nos vamos!, ¡nos vamos!… Eso que toca la música es magnífico; jamás he oído nada tan solemne; es el saludo a la esperanza, la gran marcha triunfal de la ilusión.

      Y como poseído de un irresistible deseo de movilidad, huyó de su amigo.

      ¡La esperanza!… Ojeda, sin abandonar su asiento tornó a verse lejos, muy lejos, como en la tarde anterior. Estaba en París, y María Teresa volvía de una excursión a las tiendas de modas. Esta vez era un libro su única compra. Lo había adquirido en los almacenes del Louvre, entusiasmada por su baratura y hermosa encuadernación. ¡Adorable Teri! ¡Siempre mujer! Ella, a la que concedía Fernando más talento que a muchas hembras literarias, compraba sus libros en las tiendas de modas entre una pieza de encajes y una docena de guantes.

      Era una traducción francesa de las tragedias de Esquilo. En días sucesivos leyeron con las cabezas juntas, como los amantes adúlteros del poema dantesco. «¡Qué hermoso!—exclamaba


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