Las Inmortalidades. Guido Pagliarino
Usted ya sabe cómo son todos los jóvenes: ¡basta con que les disputes algo para que te esperen con un sublimador y te hagan desaparecer! Para comer, al no tener dinero, me vi obligado a vender mi material usado por cuatro perras. Por otro lado, al no poder pagar más el alquiler del laboratorio, tampoco habrÃa sabido dónde guardarlo. Finalmente, al ser uno de los poquÃsimos expertos en armas artesanales, encontré trabajo junto a un joven armero de Londres que acababa de adquirir su taller a otros y todavÃa no conocÃa el oficio correctamente, reanudando asÃ, aunque como empleado, el trabajo anterior. ¡En resumen, algo muy distinto de mis amadas investigaciones! Toda una vida gastada para nada. Peor aún, además para descender de jefe a dependiente y a las órdenes de un inútil. Me reconocomÃa la rabia cada vez más. Finalmente, hace cuatro dÃas, esta se desató. SabÃa que el dÃa siguiente, aniversario de la conquista, el gobernador iba a desfilar con otros dignatarios por Regent Street, asà que tomé uno de los fusiles de la tienda y me aposté en una ventana del tejado de la Biblioteca CÃvica en la que me habÃa escondido. Cuando pasó con un trineo aéreo, le atravesé con un rayo abrasador, tratando de dejarle una buena marca en el centro de la cabeza. Créame: solo querÃa que sufriera un poco, no matarle. De hecho, a pesar de lo que diga el señor del ministerio público, el rayo abrasante no mata. Para el gobernador habrÃa sido un castigo mÃnimo en comparación con mi sufrimiento espiritual. Y además, señor juez, ¡en realidad fallé! ¡En realidad, ahora que ha desaparecido mi ira, estoy encantado de que haya salido indemne! Mis padres tenÃan razón: ¡la venganza, nunca! Es la enemiga de la justicia. Espero que usted, señor juez, quiera comprender la sinceridad de mi arrepentimiento. Sin embargo hay algo muy cierto y le ruego vivamente que me crea: la rebelión polÃtica no tuvo nada que ver en absoluto con mi acción.
Después de muchas horas, el magistrado habÃa vuelto a la sala con la sentencia.
â¡Que se levante el acusado! âhabÃa ordenado el secretario de la sala.
Como prescribÃa la ley, el juez leyó con voz cortante:
âImputado Roberto Ferrari, le declaramos⦠¡culpable! y le condenamos a treinta años de trabajos forzados en las minas de metano sólido de Titán. Se levanta la sesión.
El condenado se desplomó sobre la silla, con la cabeza entre las manos, abatido.
El magistrado, sin embargo, en lugar de irse le habÃa mirado largo rato. Luego con voz suave le habÃa querido decir, a tÃtulo personal:
âTengo una hija que, como usted, ama la sabidurÃa y está a punto de terminar su tercera licenciatura. Por tanto comprendo sus sentimientos, doctor Ferrari, pero para un atentado contra uno de nosotros no están previstas atenuantes. La ley es la ley y un juez no puede desatenderla. Algún dÃa⦠âaquà se habÃa contenido, pero le habrÃa gustado añadir: «⦠tal vez los magistrado nos dedicaremos a limpiar legalmente a los planetas de esos polÃticos ladrones, pretenciosos y militaristas que hacen leyes en su provecho y para su protección y roban a la gente honrada induciéndola a la anarquÃa. Pero por ahora estamos demasiado desunidos».
El condenado habÃa levantado finalmente la cabeza y habÃa mirado al juez Virih Tril: tal vez se trataba de un efecto óptico y, sin embargo, le habÃa parecido que en uno de los cuatro ojos de ese probo magistrado extraterrestre brillaba una lágrima y que sus dos bocas temblaban un poco.
La Tierra se habÃa convertido en colonia del pueblo imperialista del planeta Larku, situado en la galaxia de Andrómeda, a 2,538 millones de años luz de la Tierra: alienÃgenas con cuatro ojos, de los cuales normalmente dos estaban abiertos solo en la oscuridad, al ser sensibles al infrarrojo, un par de bocas, aunque la superior solo era aparente, con función exclusiva como nariz. En el resto eran similares a los seres humanos.
¡Que toda la culpa y la vergüenza recaigan sobre el profesor Otto Bauer de la Universidad de BerlÃn! Ese inconsciente, tras el descubrimiento de los rayos ultrafotónicos por parte del grupo post-einsteiniano de la Universidad de TurÃn, habÃa lanzado haces de rayos al espacio a velocidad por encima de la de la luz, para contactar con otras posibles especies inteligentes. Y los belicosos larkuanos, al recoger esos mensajes, no podÃan creer haber encontrado, sin esforzarse, un nuevo mundo habitable al que someter: después de un par de años terrestres, habÃan aparecido en el Sistema Solar pertrechados con sus astronaves superfotónicas.
Se contaba que, entretanto, el cientÃfico habÃa esperado en vano respuestas de civilizaciones alienÃgenas y que finalmente se habÃa lamentado continuamente ante su ayudante, lanzando cada vez más a menudo su invectiva habitual: «¡Maldición!» Hasta que un dÃa la habÃa llegado la respuesta, pero en forma de un rayo enemigo que le habÃa desintegrado junto con todo su laboratorio, por lo que no habÃa tenido tiempo de conocer su éxito. Para los derrotados terrestre era una mÃsera compensación que fuera castigado por esas mismas criaturas que él mismo habÃa atraÃdo a la Tierra.
Contra el planeta Larku no podÃa hacerse nada más que rendirse: ese pueblo no solo habÃa atacado por sorpresa, sino disponiendo de una tecnologÃa muy superior. Solo habÃa un punto en el que los larkuanos eran un poco inferiores: los terrestres tenÃan desde hacÃa tiempo cyborgs humanoides, los alienÃgenas solo robots, feos y torpes. Sin embargo también sus autómatas eran eficientes. Se rumoreaba que se habÃan abstenido de construir cyborgs por razones religiosas. Por otro lado, poseÃan la ventaja de un armamento y una informática bastante más sofisticados y, sobre todo, mientras que los larkuanos viajaban por las galaxias, los terrestres apenas se habÃan expandido por el Sistema Solar con naves lentÃsimas a fotones, con una velocidad máxima en torno a tres cuartos de la velocidad de la luz: solo habÃa habido un caso, con un equipo de cyborgs, en dirección al única planeta de la estrella Próxima Centauri, expedición inútil porque ese mundo era una estrella perdida, similar a nuestro Júpiter, pero sin cuerpos celestes en órbita y se habÃa revelado no solo como inhabitable sino, a diferencia de Marte y de algunos satélites del propio Júpiter y de Saturno, completamente intransformable en un planeta habitable: habÃa sido un viaje inútil a velocidad por debajo de la de la luz que habÃa durado una veintena de años entre ida, exploración y retorno.
Tras el descubrimiento de la fuerza ultrafotónica, no habÃa habido tiempo de diseñar medios superlumÃnicos: solo de lanzar las dañinas señales. Por tanto habÃa sido imposible que las astronaves-tortuga terrestres se opusieran a los fulminantes vehÃculos alienÃgenas. Esos bandidos de Larku habÃan atacado por todas partes; sobre la Tierra, sobre Marte y sus satélites, hasta la victoria. El ataque habÃa durado solo unas pocas horas. Los enemigos habÃan combatido en persona, usando los robots solo para funciones secundarias, mientras que las fuerzas armadas terrestres habÃan lanzado en su defensa cyborgs militares sin que el ejército humano se expusiera en la lÃnea de fuego: los robots habÃan sido inmediatamente desintegrados por el enemigo junto con las aeronaves militares que los transportaban y la humanidad se preguntarÃa por siempre: ¿HabrÃamos perdido igual si hubiésemos combatido nosotros mismos, en vez de delegar en esos humanoides electrónicos de escasa flexibilidad mental? Indudablemente sÃ, habÃa sido siempre la conclusión, pero al menos no habrÃamos sufrido ni la vergüenza ni el arrepentimiento.
La rendición habÃa sido incondicional. Los larkuanos habÃan nombrado inmediatamente sus gobernadores tiránicos sobre la Tierra y sobre los demás planetas y satélites del hombre.
Pueblo muy misterioso, no se habÃa conseguido saber casi nada de su historia. Los ocupantes vigilaban todos los medios de comunicación terrestre, vetando la transmisión en directo y controlando y eventualmente censurando las noticias antes de hacerlas pública, asà que se conocÃa solo lo