Un Giro En El Tiempo. Guido Pagliarino

Un Giro En El Tiempo - Guido Pagliarino


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importaría muchísimo saberlo, aunque lo considere imposible en esta vida: en el más allá, si acaso; y por cierto, ¿te das cuenta, Jan?, se plantea un problema teológico esencial...”.

      â€œ... no, la teología, no ¡apiádate de mí!”, le había interrumpido sonriente y simulando alarmarse el antropólogo, que a pesar de encontrarse, como todos, en una situación de alta tensión, parecía tener ganas de bromear, igual que Anna tenía el deseo, a pesar de todo, de discutir sobre teología, tal vez ambos queriendo aliviar la tensión existente.

      â€œHm... pero”, había dicho Anna, que no había entendido el intento de broma: “pensaba que sería interesante, Jan”.

      â€œPerdóname”, le había contestado Kubrich, “solo bromeaba: si solo dependiera de mí, de verdad que te escucharía encantado”.

      Pensando que las divagaciones tal vez fueran buenas para aliviar la ansiedad de todos, la comandante había tolerado “... pero sí, Anna, te escuchamos”.

      â€œBueno, estaba a punto de decir antes que, tomando como verdadera la conjetura, que para mí es terrible, de los múltiples universos reales, la misma persona tiene al tiempo méritos y deméritos morales diferentes, de acuerdo con el universo en el que esté, será más o menos bueno o malo, de lo que se deduce que cada una de sus decisiones será más o menos altruista o más o menos egoísta; así que, en su caso más extremo, el mismo sujeto, pongamos un Francisco de Asís, en una dimensión temporal ha sido honrado hasta la santidad (objetivo trascendente: la salvación eterna) pero ha sido completamente malvado en un universo en el otro extremo, por tanto destinado a la muerte eterna sin resurrección en Dios, en otras palabras, a la condena eterna”.31

      â€œSí, Anna”, Valerio había recuperado el turno de palabra, “pero aparte del discurso sobre el paraíso y el infierno que solo nos interesa a los creyentes, la idea de múltiples universos es de por sí terrible: en el caso de múltiples universos reales, el yo, parafraseando a Pirandello, aunque sea subjetivamente y no en juicios subjetivos de otros, uno y cien mil o miles de millones, podríamos decir que no es en el fondo nada,32 porque si existe todo lo que es posible, si la persona es millares y millones de individuos en otros tantos universos y no una sola, no es un yo y por tanto resulta absurdo y también contrario a la humanidad: el hombre resulta ser un cero. Para mí es inaceptable y creo, como Einstein, que Dios no juega a los dados y por tanto pongo mi fe en un único universo”.

      â€œTambién yo, evidentemente”, había corroborado Anna.

      La comandante: “Por tanto, ahora se trata de actuar en el pasado para cambiar este, esperemos, único universo y devolverlo a la condición anterior al giro en el tiempo”.

      Se había preguntado a las memorias de las calculadoras de a bordo de la cápsula.

      La computadoras habían respondido que en el momento del salto cronoespacial hacia el sistema Alfa Centauri sobre el cual, como sabíamos, se habían registrado datos de todo tipo tomados de calculadoras públicas de la Tierra, la única cronoastronave que resultaba no haber vuelto todavía del pasado era la número 9, que había llevado a la Italia del año 1933 una expedición dirigida por el filósofo e historiador profesor Arturo Monti de la Universidad de La Sapienza de Roma. Al haberse interrumpido las comunicaciones de la 22 con la Tierra tras el salto, no podían tener noticias posteriores.

      Luego se había tratado de conocer la historia de la Tierra alternativa a partir de 1933 hasta la actualidad, el giro temporal que se suponía que se había producido en aquel lejano año del siglo XX, advirtiendo que la cápsula 9 se había dirigido al mes de junio del mismo 1933. Por otra parte se habían cuidado de informarse rápidamente de los acontecimientos históricos de la Tierra alternativa anteriores a ese periodo; si la historia precedente había sido idéntica a la de la Tierra que Valerio y los demás conocían bien, resultaría factible que hubiera un solo mundo y que, simplemente, la historia hubiera cambiado con el giro temporal convirtiéndose luego en historia alternativa. En realidad, no podía tenerse ninguna certeza, ya que no era del todo excluible la posibilidad de dos universos cercanísimos en los que la historia, hasta un cierto momento fuera tan idéntica que no podría distinguirse entre historia e historia alternativa; pero si no fuera así, eso primaba la otra hipótesis: incluso en el interior de Jan Kubrich, después de todo.

      En nuestra Tierra, Valerio Faro estaba acreditado en el Archivo Histórico Central y tenía acceso directo; esperaba que fuera también así en la Tierra alternativa, es más, había apostado por sí mismo, aunque no había podido evitar preguntarse, mientras se preparaba para intentar el acceso: ¿y si en este mundo nazi yo ni siquiera he nacido? ¿Y si aquí no fuera un historiador sino... un marinero, o un abogado, o... quién sabe qué? Por otro lado, pensaba, lo que le disgustaba siendo un hombre libre y un demócrata convencido, que en el caso esperable de que pudiera acceder a los datos reservados del archivo electrónico, en la Tierra alternativa habría sido un siervo del nazismo, ya que en caso contrario no habría podido acceder; se había preguntado además: ¿Yo o un alter ego? A partir de este pensamiento, había introducido con inquietud su contraseña: había podido entrar sin problemas. Había tragado saliva instintivamente con alivio, fuera cual fuera la verdad, pero preguntándose ahora: “¿Nazi o Valerio alternativo?”.

      Había hablado sin intermediarios, como tenía derecho, con la máquina central. Como esperaba, también los programas del archivo estaban en alemán y no en inglés universal que, cuando habían partido, hablaban y escribían en todas partes desde la empresas comerciales a las etiquetas de fábrica cosidas en la ropa interior; ahora solo la cronoastronave 22 y sus discos volantes mantenían sus manuales en inglés, pertinente en el mundo de origen, igual que el propio Valerio y los demás pasajeros de la cápsula.

      La primera pregunta del profesor se había referido a la geografía política de la Tierra alternativa. La respuesta había sido que todo el planeta era nazi, no solo Europa, y estaba organizado en el Imperio de la Gran Alemania, que comprendía tanto protectorados dirigidos por un gobernador alemán, como Estados Unidos de América, Rusia, Suiza y la mayoría de los estados afroasiáticos, comenzando por aquellos exislámicos, como reinos fantoches, como el de Italia regido por un rey de nombre Paolo Adolf II: los monarcas locales debía añadir Adolf al nombre propio. En cuanto al Imperio Mundial, el estatuto nazi preveía que para ascender a la corona imperial, tras la muerte o el derrocamiento violento del emperador precedente (esto solo había pasado una vez en 2069), el sucesor tenía que ser elegido por las SS, recordando lo que hacían los césares en cierto periodo de la Roma imperial, ascendidos al trono por las legiones; además establecía que el recién elegido abandonara completamente su nombre y apellido y se convirtiera en Adolf Hitler. Había un Adolf Hitler V en el trono, nada menos que el Káiser del Universo; sin embargo, el imperio, de hecho, comprendía solo unos pocos mundos aparte de la Tierra: la Luna, donde había una base científica, los planetas del sistema solar, de los cuales tan solo Marte, en el que se había cambiado artificialmente el clima, estaba habitado por unos pocos colonos, y finalmente algunos mundos en otras estrellas sobre los cuales, por ahora, solo había misiones de estudio, entre las cuales estaba la expedición de la cápsula 22, con el hecho de que la cronoastronave acababa de entrar en la órbita terrestre. Los alemanes habían llegado a un poder tan grande gracias, inicialmente, a un robo de tecnología de parte del disco estrellado y recuperado por los italianos en la SIAI Marchetti de Vergiate: evidentemente, el archivo hablaba en términos muy lisonjeros de una brillante operación militar realizada por los gloriosos idealistas alemanes. Sin embargo, resultaba que había una tal Claretta, a la que Mussolini, siempre despreocupado por la moral familiar, tenía como amante fija, una mujer treinta años más joven


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