Un Giro En El Tiempo. Guido Pagliarino

Un Giro En El Tiempo - Guido Pagliarino


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la intención del Duce era solo provisional todavía, pero dadas las ausencias sucesivas del premio Nobel en muchas otras investigaciones, Cecchini quedaría definitivamente al cargo del RS/33. Los otros científicos pertenecían a las ramas de la medicina, las ciencias naturales, la física y las matemáticas de la Real Academia de Italia, además del presidente del Consejo Superior de Obras Públicas, el conde y senador Luigi Cozza, que había sido asignado al Gabinete como referente organizativo y miembro de enlace con el Gobierno.

      En primer lugar, se trataba de entender el funcionamiento de la aeronave extranjera, para poder construir no solo otras similares, sino posiblemente mejores, manteniendo así a Italia “de una manera formidable” según las palabras del Duce, a la cabeza de la tecnología aeronáutica que, en esos años, era reconocida en el mundo y, con ella, la supremacía militar concreta en el aire y el sometimiento psicológico a Italia de sus potenciales enemigos. El programa comportaba la concentración de las investigaciones cuanto antes en un centro dotado de las instalaciones más modernas, que fue denominado de inmediato Instituto Central Aeronáutico y que se pretendía crear en las afuera de Roma, pero no lejos de la sede universitaria del RS/33; se había identificado enseguida el lugar, que era el campo de aviación Barbieri en Montecelio, donde se levantarían las instalaciones entre 1933 y 1935 y en torno al cual se edificaría la nueva ciudad de Guidonia.

      Capítulo 4

      Tal y como aparecían en el segundo fragmento de película, los nudistas alienígenas eran personas similares a los seres humanos, aparte de algunas características importantes:

      Tenían una cara similar al rostro del koala terrestre, pero sin pelambrera y con cuatro dedos en cada mano, igual que eran cuatro los esqueletos humanoides recuperados, y por eso la aritmética de esa especie inteligente, como se deducía de las hojas con cuentas y se había podido verificar tras descifrar los símbolos, gracias los cálculos de la doctora de 29 años Raimonda Traversi, genio matemático y estadístico del equipo, era de base ocho25: los ancestros de esos koalas antropomorfos debían haber empezado a contar en un pasado lejano con sus ocho dedos, mientras que los seres humanos habían usado para ese mismo fin sus diez dedos creando, por el contrario, una aritmética decimal; otra diferencia relevante era un marsupio en el vientre de las mujeres: “Especie mamífera marsupial placentada”, había decretado con absoluta obviedad el doctor mayor Aldo Gorgo, de 50 años, desliñado y desgarbado, cirujano militar de a bordo y biólogo coordinador del grupo científico astrobiológico.

      Todo lo recuperado indicaba que, en el momento de su desaparición, la civilización del planeta 2A Centauri26 se encontraba en la misma situación científico-tecnológica que la Tierra en la primera mitad del siglo XX; sin embargo, una primera datación aproximativa de los diversos objetos y los esqueletos había indicado que estos eran de una edad equivalente a los años terrestres entre 1650 y 1750, por lo que la civilización alienígena, en el momento de su extinción, había precedido en más de dos siglos a la de nuestro planeta: al volver a casa, se repetiría la datación con instrumentos más sofisticados que los portátiles de la cronoastronave 22, pero muy probablemente no se habrían equivocado por mucho.

      Entre los científicos había un gran deseo de descubrir la causa de la desaparición de aquella raza inteligente. En primer lugar, habrían podido obtener respuestas de la grabación del disco fónico recuperado, después de la limpieza sonora y un trabajo de interpretación, lo que no era fácil a pesar de la ayuda de los robots traductores, y también podrían haber ayudado dos documentos en papel recuperados en la misma habitación; pero este estudio y otros solo podrían llevarse a cabo tras volver a la Tierra en la Universidad de La Sapienza de Roma, en nombre la cual había llegado la misión científica a ese planeta; y ahora era el momento de regresar a casa, al haber pasado el periodo, correspondiente a un máximo de tres meses terrestres después de la partida, tras el cual era obligatorio volver, debido a una ley del Parlamento de los Estados Confederados de Europa, la Ley del Cronocosmos.

      Tras la cena, la mayor ingeniera Margherita Ferraris había comunicado sin preámbulos a los oficiales fuera de servicio y los científicos, todos sentado con ella en torno a la gran mesa de la sala de comidas y reuniones: “Señores, pronto volvemos a casa”: Margherita era una soltera de 37 años estilizada y de casi un metro ochenta y cinco, de cabello negro y rostro redondo y gracioso: una persona decidida y una oficial absolutamente brillante; se había licenciado con la máxima nota hacía una docena de años en ingeniería espacial en el Politécnico de Turín y, habiendo sido admitida por concurso durante el último bienio también en la Academia Cronoastronáutica Europea, asociada con ese y otros politécnicos del continente, había obtenido el grado de teniente del cuerpo al mismo tiempo que la licenciatura; tras entrar en servicio, fue asignada al principio como segundo oficial en una nave cronoastronáutica que llevaba el número 9, lo que equivalía a decir que era la novena en orden de construcción y al año siguiente había ascendido a subcomandante de la misma cápsula con el grado de capitán: tenía una completa experiencia, ya que la nave 9 estaba dedicada principalmente a misiones especiales y, en los últimos años, a los viajes al pasado de la Tierra; Margherita había sido ascendida recientemente a mayor y había conseguido el mando de la novísima nave 22.

      â€œEstamos impacientes por escuchar el disco sonoro en cuanto lleguemos a nuestro laboratorio de Roma”, había dicho a los comensales el profesor Valerio Faro, director en La Sapienza del Instituto de Historia de las Culturas y de las Doctrinas Económicas y Sociales, un soltero cuarentón de pelo rubio de casi dos metros de alto y físico robusto.

      â€œSí, yo también estoy impaciente”, había dicho también la doctora Anna Mancuso, investigadora de historia y colaboradora del Faro, una treintañera siciliana delgada y de grandes ojos verdes, rubia por ser descendiente lejana de los ocupantes normandos de la isla, guapa a pesar de no ser muy alta, apenas un metro setenta y cuatro, frente a la media femenina europea de uno ochenta.

      â€œYo también tengo una gran curiosidad al respecto”, había intervenido el profesor antropólogo Jan Kubrich, un profesor asociado de la Universidad de La Sapienza de 45 años, rubicundo y grueso, de un metro ochenta y cinco, estatura media para los patrones masculinos de ese tiempo, hombre científicamente riguroso, pero por desgracia apasionado por el vodka lima hasta el punto de poner en peligro su salud.

      Le había seguido Elio Pratt, profesor asociado de astrobiología en La Sapienza, de 40 años, especializado en fauna y flora acuáticas, así como excelente submarinista, premiado en competiciones de inmersión en los mares terrestres: “Ya he podido conseguir muchos resultados sobre las especies que he reunido en los tanques, pero sin duda en Roma podré profundizar mucho más”.

      â€œSeguiré con mucho interés vuestro trabajo y creo que podría seros útil con las traducciones”, había dicho por su parte la matemática y estadística Raimonda Traversi.

      El coordinador del grupo astrobiológico, el doctor Aldo Gorgo, sin embargo no había hablado: siendo el médico militar a bordo y no profesor ni investigador universitario, sencillamente había continuado con su servicio en la nave, dejando la continuación de las investigaciones a los demás estudiosos.

      Menos de una hora después, hora terrestre, la nave 22 había abandonado la órbita del planeta dirigiéndose al espacio profundo para llevar a cabo, a la distancia reglamentaria de seguridad, el salto cronoespacial hacia la Tierra: igual que a la llegada, antes de entrar en órbita 2A Centauri se presentaba a los cronoastronautas en su totalidad, cubierta de hielo en las zonas ártica y antártica, sin tierras entre ambas y con los dos continentes, ambos en áreas boreales, de tamaños poco menores que Australia, separados por un estrecho brazo de mar, mientras que la otra cara del planeta estaba completamente cuberita


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