Un Helado Para Henry. Emanuele Cerquiglini
de Robert Brown: âRBâ. Robert no era uno de esos hombres que se extendÃa al escribir, preferÃa hablar las cosas, se le daba mejor. Barbara deshizo el lazo de seda rosa que envolvÃa la elegante caja blanca y en la que estaba escrito âAtelier Livia Risiâ.
Dentro habÃa un espléndido vestido, un único ejemplar llamado âPizzo Jersey BuyByâ, diseñado y creado por una estilista italiana. El vestido estaba cortado al bies y esto hacÃa mucho más complicado el proceso de costura, ya que se necesitaba una gran cantidad de tejidos, pero solamente un vestido con corte al bies puede encajar perfectamente con el caminar de una mujer. Era de color fucsia, con escote en V negro que llegaba hasta el esternón; se podÃa incluso llevar sin sujetador gracias a la goma negra bordada, que iba por la parte del pecho y por debajo. Ese vestido era especial para la estilista italiana; era un vestido que estaba perennemente presente en cada colección primavera-verano. Era de encaje y bordado con diferentes capas: doble capa por delante, donde debÃa cubrir más y una única capa donde se podÃa dejar entrever con elegancia y sensualidad la belleza armónica de un cuerpo femenino como el de Harrison, que sin duda ese vestido resaltarÃa aún más.
«¡Wow!» exclamó Barbara cuando extendió el vestido sobre la cama para admirarlo.
Harrison no estaba acostumbrada a vestir muy femenina, en su interior latÃa el corazón de un macho e intentaba evitar ropa femenina o sugerente. Obviamente, cualquier cosa que se metiese le quedarÃa divinamente, pero ella querÃa ser valorada por los hombres y por las mujeres por otras cualidades, esas que van más allá de la apariencia fÃsica y que al final, de una manera u otra, todos le reconocÃan. En el trabajo no aceptaba las miradas de aquellos que intentaban hacerle una radiografÃa con la mirada.
âSi no quieres tener problemas conmigo, concéntrate y no te pierdas en inútiles imaginaciones. ¿He sido clara?â Era la frase que repetÃa siempre cuando conocÃa a alguien por primera vez y se quedaba mirándola durante el trabajo. Llevaba sus cuarenta y dos años con el esplendor de una magia que habÃa parado el tiempo desde hace ya diez años. Cuando Barbara se miró al espejo con el vestido puesto, su refinada belleza y su innata elegancia resaltaron hasta el punto de sorprenderla. Robert aceptaba el lado masculino y, a veces, descuidado de Barbara, pero la querÃa ver también asÃ: fascinante y femenina; una mujer celestial e inalcanzable y capaz, con la simplicidad de cualquier movimiento de su cuerpo, de hipnotizarle y hacerle enamorarse de nuevo. Ese dÃa Barbara le contentarÃa, después de pintarse la raya de los ojos y de haber encontrado los zapatos perfectos que conjuntasen con ese magnÃfico vestido, salió de casa para ir al restaurante en el que él la esperaba. Harrison estaba feliz por haber aclarado las cosas por teléfono el dÃa anterior y por cómo Robert consiguió sorprenderla. Algunas semanas sin él habÃan alargado esa insoportable sensación de vacÃo que Barbara sentÃa desde que era una niña; perdió a su hermano mayor por un repentino e inexplicable fallo cardiaco mientras dormÃa. A partir de ese dÃa, la dulce y sensible niña cambió su carácter y adoptó las caracterÃsticas que recordaba más evidentes en el hermano: la fuerza y el coraje, convirtiéndose asà en la Barbara Harrison capaz de superar las expectativas que su familia habÃa inicialmente puesto en ambos hijos, con la intención de aliviar aquel tremendo dolor que sus padres llevaban en el corazón desde la muerte de su hermano Richard. Harrison habÃa tenido alguna que otra aventura con diferentes hombres, pero solo con Robert habÃa saboreado esa sensación familiar, una sensación llena de calidez y protección, y que le hacÃa diferente a los otros. Ãl la querÃa con locura, ella lo sabÃa y a su manera, bajo su coraza, le correspondÃa. Ese hombre solamente le pedÃa que estuviese con él, que viviese el presente para no condicionar el futuro y que recorriesen juntos el camino de su existencia, al menos hasta que el amor les uniese, y él no querÃa otra cosa que no fuese jurarle amor eterno
âCAPÃTULO 11
Ronald Howard dejó felizmente el taller de Jim Lewis mientras conducÃa su coche de época, escoltado por esos dos coches blindados que habÃa dejado durante dÃas para proteger su Mercedes. Jim estaba feliz por haberse librado de esa situación tan pronto, Ronald tenÃa prisa y él no deseaba otra cosa. Como adultos, no tienen mucho que decirse un millonario y un mecánico, sino referirse a alguna vieja situación vinculada a recuerdos borrosos y, a menudo, inventados de la época de estudiantes, que eran siempre y solamente recuerdos rememorados por la fantasÃa de Ronald, a veces, tan lejos de la realidad que a Jim le costaba secundar con credibilidad. Ronald tenÃa al menos el detalle de no hablarle de economÃa o polÃtica, quizás para tratar torpemente de ser solidario con los problemas del amigo y de las clases sociales menos favorecidas. Ronald era un idiota, pero no un canalla y esto Jim lo apreciaba, como apreciaba ese cheque de diez mil dólares que tenÃa entre las manos.
âDiez mil dólares por montar un tubo de escape y por dar fluidez a una puerta es un robo a mano armadaâ¦Â¡Qué Dios te lo pague Ronald, a ti y a tus tonterÃas del pasado!â pensó Jim riendo a carcajadas. El calor en el taller era insoportable. Después de haber doblado y guardado el cheque en el monedero, se dirigió al baño para mojarse la cabeza con agua frÃa. HabÃa cerrado los estores de su oficina, irÃa a recoger a su hijo Henry al colegio y después ambos irÃan a casa de su hermana Jasmine, comerÃan juntos y luego irÃa al banco para ingresar ese respetuoso cheque, quizás cambiándose antes de ropa. Todo habrÃa salido asà si no fuese porque cuando salió del baño y volvió al taller se encontró con Shelley Logan montada en su scooter, vestida solamente con unas sandalias, unos pantalones cortÃsimos blancos y una camiseta de tirantes rosa, que sin sujetador dejaba entrever sus pechos con forma de copa de champagne y sus pezones eternamente duros.
«Se atasca, Jim, ¿puedes ayudarme?» dijo Shelley con ese aire sexy y malhumorado, que solo ciertas chicas peligrosas saben asumir.
«A lo mejor hay que desbloquear tu moto, Shelleyâ¦Â»
«SÃ, creo que sÃ, y solo tú puedes ayudarme. Sabes, no me gustarÃa tener que ir a pie con todo este calorâ¦Â» respondió Shelley maliciosamente, alargando las piernas y tirándose hacia atrás para poner el caballete.
âEs increÃble que solo tengas poco más de veinte años, Shelley. Youporn te ha jodido el cerebro a ti y a toda tu generación y yo me pongo en la fila. HabÃa perdido el número, pero ahora creo que es de nuevo mi turnoâ¦â pensó Jim Lewis acercándose a la moto de la chica.
«¿Te molesta si bajo el estor? Sabes, el calor aquà dentro es insoportableâ¦Â»
«Hazlo. ¿Tienes algo de beber por aquÃ?» respondió Shelley mientras se hacÃa una coleta con una goma que tenÃa en la muñeca.
«En la oficina hay una nevera. Coge lo que quieras y tráeme algo también a mû dijo Jim antes de bajar el estor.
Shelley volvió con dos pequeñas botellas de vodka, las mismas que están en el minibar de los hoteles.
«Eh, pequeña, ¿puedes bebértela de un trago o para ti es demasiado?»
«Tengo tanta sed, Jimâ¦Â» respondió Shelley, justo antes de brindar con el hombre y beberse de un trago toda la botella.
âEres una niña mala, Shelleyâ¦â pensó el hombre antes de acercarse a la chica y cogerla por la coleta, obligándola primero a darse la vuelta