Capricho De Un Fantasma. Arlene Sabaris
de veces, aún no sabÃa por qué. Ahora, tantos años después, seguÃa pasando lo mismoâ¦
Esa tarde de junio, mientras veÃa una pelÃcula de James Bond para equilibrar las cursilerÃas inevitables de los dÃas por venir y tomaba una copa de coñac sentado en la sala de la villa, el sonido de las ametralladoras fue interrumpido por el de un auto acercándose a la propiedad. La vio a través de la ventana de la sala bajar del automóvil gris platinado y empezar a descargar infinidad de vestidos, una maleta y quién sabe cuántos ajuares más. Lourdes le avisó de su huésped anticipada unos dÃas antes, pero se refirió a ella como «Betina», y él pensó que serÃa una amiga del novio. Su cabello ahora largo recorrÃa su espalda, los pantalones cortos de mezclilla dejaban ver sus piernas bien formadas y, a pesar de que ensayó más de una forma de saludar mientras esperaba detrás de la puerta a que tocaran el timbre, no consiguió disipar su sorpresa cuando finalmente salió a su encuentro.
Trató de hablar pausadamente para no evidenciar sus nervios, pero no pudo disimular su sorpresa, que era tan genuina como su inquietud. Levantó su maleta y la llevó directamente a su habitación, pensó que quizá debÃa invitarle un trago y justo entonces ella le pidió un café. Su padre estarÃa avergonzado de él, ¡ella habÃa tenido que pedirle algo de beber! Tantos años ejerciendo la diplomacia en Quebec no habÃan servido para nada. Andrés era hijo de un funcionario del servicio exterior asignado por muchos años a Canadá y una dama de alta sociedad dominicana, habÃa estudiado Negocios Internacionales y hablaba con fluidez el inglés y el francés. Llegó a Quebec siendo un niño, pero guardaba recuerdos agradables de las estancias de verano con su abuela materna en Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más importante de su paÃs natal. Ya retirado su padre, la familia regresó al paÃs y él hizo lo mismo al terminar sus estudios en Quebec; sus dos hermanas menores, Anne y Sophie, sin embargo, habÃan nacido en Canadá y habÃan hecho allà su vida, solo regresaban en épocas festivas; su hermano mayor, Dante, era violinista profesional y viajaba con la filarmónica de Quebec todo el año. Todos los hijos de aquella pareja, don David y doña Sonia, habÃan sido educados en el más fino de los protocolos, conocÃan cada palabra apropiada para cualquier situación inapropiada y definitivamente todos sabÃan las reglas de etiqueta para recibir una visita: ¡él las habÃa quebrantado todas!
Regla n.º 1: No hacer esperar a la gente en la puerta si ya sabemos que están allÃ. Espiar qué trae puesto y con quién viene no es correcto. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 2: No se detenga a charlar en la puerta, hágales pasar y cierre la puerta. (¡Quebrantada! ¡Por poco tiempo, por suerte!)
Regla n.º 3: Preguntar si la persona desea tomar algo. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 4: Mostrar la casa si la visita es de confianza. (¡Quebrantada!)
HabÃa reaccionado tarde, pero al menos todavÃa podrÃa mostrarle la casa y eso hizo una vez le brindó café. « ¡Estoy embriagado!», pensó⦠¿cómo podÃa haber olvidado cosas tan elementales? Pero apenas habÃa tomado el primer sorbo de su coñac cuando escuchó el auto llegar.
Comenzó a enmendar su error mostrándole el primer piso, siguió con el segundo y se detuvieron en el entrepiso, su lugar favorito de la casa, aquel que doña Sonia habÃa diseñado con ilusión evocando el jardÃn de lo que habÃa sido su casa por casi veinte años en Quebec. Pensó dejar los jardines exteriores como última parada del tour, considerando que la piscina climatizada era un atractivo que merecÃa las fanfarrias finales, pero ella interrumpió bruscamente su elaborado mapa mental cuando prefirió irse a su cuarto. Mientras bajaban las escaleras pensó en fingir indiferencia, pero una vez en la sala le comentó algo sobre salir a cenar, ella asintió y asà quedaron en verse más tarde.
Pulsó el botón de reanudar en su pelÃcula de James Bond y unos minutos después pensó en la época en la que él también habÃa tenido que hacer informes, se apiadó de ella y la perdonó de inmediato.
Su primer trabajo en la capital dominicana fue en aquella agencia de viajes, como encargado de los programas educativos internacionales. Pronto se hizo popular entre las chicas por su incomparable gentileza y caballerosidad, tan distinta a la actitud de los demás jóvenes. Su inteligencia era evidente y sus temas de conversación, infinitos, pero sin duda su mejor atributo era su amabilidad. Allà hacÃa los informes, no solo de su gestión, sino que ayudaba con los suyos a los compañeros que no manejaban otros idiomas con fluidez.
Ahora corregÃa informes. Era profesor titular en el Instituto de Formación Diplomática y Consular. También tenÃa una empresa que daba servicios de traducción de documentos y de eventos. Su porte juvenil, a pesar de acercarse peligrosamente a los cuarenta, se debÃa a las muchas horas que pasaba nadando y jugando tenis, sus actividades deportivas preferidas. También jugaba ajedrez y disfrutaba del vino tinto si era en buena compañÃa. Esa tarde, mientras llegaba la hora de cenar, recordó una que otra aventura que involucraba una botella de vino y a Virginia⦠Se acercó un par de veces a la habitación hasta que finalmente tocó. Pasaban de las siete.
Se sentó en la sala a esperar con visible ansiedad, hasta que unos minutos más tarde vio las flores lilas y azules de su vestido asomarse al pasillo. Salieron en el carrito de golf hablando sobre el clima y entonces ella preguntó qué le parecÃa el novio de Iveth. Evidentemente ella no sabÃa que él los habÃa presentado, asà que sin abundar en detalles le dijo que lo conocÃa y era un buen muchacho.
La Marina estaba a cinco minutos de la villa, asà que no tuvieron mucho tiempo para conversar. El recuperó algo de su cortesÃa caracterÃstica y la ayudó a salir del carrito, pues su largo vestido se quedó atrapado en el asiento. En ese momento sus rostros estuvieron tan cerca que era difÃcil distinguir de lejos que no eran pareja. Caminaron juntos hacia el restaurante y la luna en cuarto menguante miraba desde lejos con curiosidad cómo una pareja y tres sombras dibujaban el suelo aquella noche de solsticio.
CapÃtulo 5
La algarabÃa de los comensales de la mesa situada al final de la terraza era insostenible. «Hoy dÃa todos los jóvenes son escandalosos y fuman incesantemente», pensó ella; no le dijo nada a su acompañante para no parecer antipática, pero la verdad es que estaban haciendo mucho ruido y con el paso de los minutos se integraban más chicos a la mesa bulliciosa. La vista, sin embargo, era preciosa; los lujosos yates delineaban el puerto en todo su esplendor, algunos con las luces encendidas reflejando en el agua sus mástiles majestuosos. En alguno de ellos celebraban fiestas y en algún otro la desolada cubierta aguardaba ansiosa a que llegaran invitados.
Andrés interrumpió sus pensamientos cuando le preguntó si querÃa tomar algo.
âUna copa de vino⦠¡Por los viejos tiempos! âexclamó con energÃa, a pesar de que segundos después ya se estaba arrepintiendo de su atrevimiento.
âLos viejos tiempos⦠¿Y tú piensas alguna vez en esos viejos tiempos? âle preguntó él con su caracterÃstico tono jocoso, pero evidentemente ávido de una respuesta.
âMe parece que han pasado mil años desde que abandonamos el tren de la juventud. Es inevitable recordar con nostalgia esas noches en la avenida hablando tonterÃas. ¡He intentado recordar de qué hablábamos, pero no consigo hacerlo!, ¿tú lo recuerdas? âinquirió Virginia, mientras colocaba ambas manos en su barbilla y se inclinaba hacia Andrés con la curiosidad de una niña.
â ¿Puedo traerles algo de beber? âinterrumpió el mesero enérgicamente mientras les observaba expectante.
âUna botella de vino tinto, reserva. Y, por favor, traiga