El intruso. Blasco Ibáñez Vicente

El intruso - Blasco Ibáñez Vicente


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lo que quiera más en el mundo… He bajado de Labarga para eso. Usted sabe más que todos juntos. La gente dice que usted hace milagros…

      Y apoderándose de una mano del doctor, se la besó repetidas veces sin saber qué decir, como si estas muestras de veneración fuesen todo su lenguaje y con él quisiera convencer al médico.

      –Basta, muchacho—dijo Aresti riendo.—No sigas. Iré á Labarga para que no me beses más con tu cara sucia… Buena se va á poner Kataliñ cuando sepa que subo al monte.

      El muchacho, tranquilizado por la promesa del doctor, habló con menos dificultad contestando á sus preguntas. Eran de tierra de Zamora y habían venido á las minas su padre y él con seis paisanos más. Hacía tres años que realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos tenían allá su poquito de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las mujeres se encargaban de los campos durante el frío y los hombres emprendían la peregrinación á Bilbao en busca de los jornales fabulosos, de once reales ó tres pesetas, de los que se hablaba con asombro en el país. Al venir el verano, regresaban al pueblo para recoger la cosecha y plantar la del año próximo. En las minas se trabajaba mucho, la vida era dura, morían algunos; pero se podía volver á casa con buenos ahorros.

      –Yo, señor dotor, gano siete reales: mi padre once ú doce. Damos un real por la cama y nos comemos cinco cada uno, porque aquí todo va por las nubes. Hay otros gastos de zapatos y calcetines, porque el mineral destroza mucho. Además, casi todas las semanas llueve en esta tierra y no se trabaja… Total, que no bebiendo vino y comiendo poco, volvemos á casa á los diez meses con cuarenta ó cincuenta duros.

      –Pues vais á ser ricos cualquier día—dijo Aresti.

      –¡Quia! ¡no señor!—contestó el muchacho cándidamente.—Ricos nunca lo seremos. ¡Aun si ese dinero fuese para nosotros!…

      –¿Es que lo regalais?…

      –Se lo llevan los mandones. Con él pagamos la contribución.

      Aresti caminó un buen rato en silencio, admirando una vez más la sencillez, la humildad de aquella gente, dura para el trabajo, habituada á las privaciones, sin la más leve vegetación de ideas de protesta en su cerebro estéril. Abandonaban casa y familia para hacer una vida de campamento, encorvados ante la piedra roja, arañándola de sol á sol con un desgaste de fuerzas que no era suplido por la alimentación, acelerando día por día la ruina de su organismo; y este sacrificio obscuro y penoso, era para sostener un derecho de propiedad ridículo sobre cuatro terrones infecundos, para mantener con gotas de sangre y pedazos de vida la pompa exterior de que se rodea el Estado.

      Al entrar en Gallarta, el médico pasó apresuradamente ante su casa, temiendo que les viera Catalina y le apostrofase por su subida al monte.

      –Vivo, muchacho; vamos aprisa. Son las siete y aún he de tomar el tren para Bilbao.

      Pasaron apresuradamente por la calle principal de Gallarta, una cuesta empinada y pedregosa con dos filas de casuchas que ondulaban ajustándose á todas sus tortuosidades. Eran míseros edificios construidos con mineral en la época que éste no era tan buscado; gruesos paredones agujereados por ventanucos, con balcones volados que amenazaban caerse y los pisos superiores de maderas carcomidas. Las techumbres, con grandes aleros de tejas rojizas y sueltas, estaban mantenidas contra los embates del viento por una orla de pedruscos. En los pisos bajos estaban los establecimientos de Gallarta, tabernas en su mayor parte. Algunas ventanas con vidrios empañados servían de escaparates, exhibiendo zapatos ó quincalla oxidada y vieja, restos de saldos de la villa, enviados á las minas donde todo se compra sin protesta malo y caro. A causa del desnivel entre la empinada calle y las casas, unas tiendas tenían varios peldaños ante su puerta, como si fuesen torres; otras eran profundas como cuevas, con una escalera interior para bajar á ellas. Los establecimientos de ropas ondeaban en su fachada trapos multicolores. La calle, con sus tiendas estrechas y lóbregas y sus casas de poca altura, hacía recordar la tortuosa vía de una población árabe. Algunas carretas permanecían detenidas á las puertas de las tabernas, moviendo los bueyes sus colas y bajando las testuces pacientemente, mientras adentro gritaban los conductores ante los vasos de vino.

      Aresti tenía buenas piernas, acostumbrado como estaba á aquel país montuoso, y apoyándose en la cachaba seguía sin dificultad al pinche que casi corría por el camino, con dirección á Labarga, uno de los barrios extremos de Gallarta, situado en plena explotación minera. Así como ascendían por el áspero camino, era más fuerte el viento y se ensanchaba el paisaje. Agrandábanse los montes y se velaban los valles bajo la bruma de la mañana. Por la parte del mar, el Serantes, que guarda la desembocadura de la ría de Bilbao, recortaba sobre el cielo plomizo su mole coronada por un castillete abandonado. A sus pies extendía el mar su ancha faja obscura, cortada á trechos por otros montes más bajos, metiéndose en triángulos, tierra adentro, en forma de ensenadas y rías.

      Hacía algún tiempo que el doctor no había subido á pie la cuesta de Labarga y encontraba cierta novedad al espectáculo. Sin dejar de andar, iba examinando el paisaje. Una aldea que blanqueaba entre los campos al pie de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría, alzábase la montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda España después de la guerra civil. Como una resurrección de aquella lucha recordada por el doctor, sonaron varias cornetas en las alturas inmediatas al camino, tembló la tierra con sorda trepidación y estallaron varias detonaciones entre nubes de polvo rojo y piedras por el aire. Eran los barrenos de las minas, que se disparaban á una hora fija, por la mañana y por la tarde, avisando los vigilantes con sus cornetas para que se alejase la gente. Más allá de las minas inmediatas sonaron nuevas detonaciones, y luego otras más lejanas, estremeciéndose toda la cuenca minera con un incesante cañoneo como si tronasen baterías ocultas en todos los repliegues y cúspides de los montes.

      Aresti, excitado por este estruendo, recordaba la famosa batalla de las Encartaciones, cuando el ejército liberal intentaba levantar el sitio de Bilbao por segunda vez. La ferocidad de los hombres, la triste gloria de la guerra y la destrucción, habían popularizado los nombres de dos humildes aldeas de Vizcaya. Él no había presenciado los combates; pero como si los hubiera visto, después de escuchar su relato tantas veces á los viejos del país y á muchos de los contratistas que eran entonces aldeanos hambrientos y, por inconsciencia juvenil, por no enfadar al cura de su anteiglesia, habían tomado las armas en defensa del Señor y los Fueros. En una casita blanca, que se alzaba entre los robledales del llano, habían matado de un certero cañonazo á los dos mejores generales del carlismo. Después, el médico miraba el monte de Somorrostro con sus ásperas pendientes, aislado, lúgubre como una pirámide. Aún se encontraban osamentas al cavar en las faldas. Allí había sido la gran carnicería: los batallones del gobierno, la infantería de marina, con la bravura del toro que embiste bajando la cabeza sin medir el peligro, pugnaban por subir á lo más alto para vencer al enemigo, y éste los fusilaba impunemente desde sus atrincheramientos preparados con fría anticipación, y pareciéndole poco mortífero el fusil, apelaba á procedimientos de la guerra primitiva y salvaje. Soltaban desde las alturas ejes de hierro con ruedas, arrancados de las vagonetas de las minas, y estos carros de la muerte descendían saltando de peñasco en peñasco, con una velocidad vertiginosa que aumentaba á cada choque, á cada aspereza del terreno. Resucitaba la antigua lucha entre los celtíberos bárbaros y las disciplinadas legiones de Roma. Las ruedas locas rompían las masas de pantalones rojos ó azules que en vano intentaban avanzar; aplastaban los hombres bajo su férreo volteo, hacían crujir los huesos, deshilachaban los músculos, y, manchadas de sangre, seguían rodando hasta encallarse en el llano, ahitas de destrucción.

      –¡Imbéciles! ¡imbéciles—repetía mentalmente el doctor.

      Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en las entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una simple cuestión de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija obediencia desde el otro lado del Ebro.

      Contrastando con estos recuerdos de una época de violencias, rodeaban al doctor, conforme avanzaba en su camino, la actividad del trabajo, el movimiento de la diaria batalla del


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