El intruso. Blasco Ibáñez Vicente
de pedruscos rojos, salvando hondonadas y despeñaderos, descendiendo de meseta en meseta, siempre hacia el llano, buscando los descargaderos de Ortuella, la vía férrea del Triano, que es el respiradero de las minas.
En el fondo de las grandes cortaduras de las canteras, corrían sobre los rieles lijeramente tendidos, las vagonetas de mineral, tiradas unas por caballos, empujadas otras por hombres. Veíanse grandes plataformas de madera, planos inclinados por los cuales resbalaban los vehículos amarrados á una cadena sin fin. La vía automática de una compañía extranjera deslizaba en un espacio de varias leguas sus vagonetas, que parecían seres animados. Los vehículos rodaban en dos filas, en opuestas direcciones, cabeceando lentamente como bueyes sumisos, siguiendo su camino en línea recta, encontrando un puente sobre cada abismo y atravesando las alturas por túneles pendientes que los devoraban.
El paisaje aparecía trastornado por la mano del hombre. El minero violaba á la Naturaleza, volcándola, desordenando sus ropajes. Todo había cambiado de lugar. Las cumbres habían sido echadas abajo por la piqueta y el barreno: las hondonadas, rellenas de escoria roja, estaban convertidas en mesetas. Las faldas de los montes aparecían desgarradas: lo que en otros tiempos era suave declive, asustaba ahora con el pavoroso corte del despeñadero. Habíase cambiado el curso de las aguas; las antiguas fuentes admiradas por los ancianos escapábanse ahora con rezumamiento fangoso por las angostas galerías que perforaban las pendientes. Muchos montes despojados de la envoltura roja, que era su carne, mostraban el armazón calcáreo, la triste osamenta. Los prados de otras épocas, la tierra vegetal con sus maizales y robledales, todo había desaparecido, como si soplara sobre aquellas montañas un viento de fuego. Sólo quedaba el pedrusco férreo, el terrón rojo, la tierra codiciada por el hombre, que parecía haber ardido con interna combustión. A trechos quedaban algunos jirones de suelo verdeante. Crecía la hierba allí donde se amontonaban las vagonetas volcadas, las plataformas carcomidas, delatando una explotación abandonada. En estos rincones pacían algunos rebaños de ovejas panzudas, de largas lanas, dando con sus esquilas una nota de calma pastoril á aquel paisaje desolado que parecía recién surgido de una catástrofe geológica.
El camino bordeaba la profunda zanja de una cantera. Era como uno de esos cráteres apagados, en los que muestra el planeta la intensidad de sus convulsiones. Parecía imposible que aquella profundidad fuese obra del hombre en tan pocos años. Abajo, las cuadrillas de mineros, atacando el muro de mineral con picos y palancas, semejaban bandas de insectos. Los caballos parecían por su tamaño escapados de una caja de juguetes.
Aresti, ante este desgarrón de la corteza terrestre que mostraba al aire sus entrañas, recordaba las formas y colores de las piezas anatómicas reproducidas en sus libros de estudio. Las calizas blanqueaban como huesos; las fajas de mena rojiza tenían el tono sanguinolento de los músculos, y las manchas de tierra vegetal eran del mismo verde musgoso de los intestinos.
A un extremo de la gigantesca excavación la montaña se había venido abajo, formando una cascada inmóvil de ondas de tierra y enormes pedruscos. El médico recordaba la catástrofe ocurrida cuatro años antes. La cantera se había derrumbado, cogiendo en su caída á una cuadrilla de obreros que trabajaba en su base. Unos habían perecido aplastados instantáneamente: otros habían quedado enterrados en vida, en un socavón, aislados del mundo por centenares de toneladas de mineral. La gente acudía para pegar sus oídos con horror á los peñascos desmoronados, creyendo escuchar los gritos implorando auxilio, los gemidos de los infelices que perecían lentamente en la obscuridad de las entrañas de la tierra. Pasaban las horas, pasaban los días. Centenares de obreros trabajaron con un vigor extraordinario, pretendiendo revolver la inmensa avalancha de mineral; pero tras una semana de trabajo, sólo habían avanzado algunos metros y ya no se oía nada: de la tierra no salía ningún lamento. Al remover los pedruscos se encontraron varios cadáveres: hombres desfigurados, con las piernas rotas y el cráneo aplastado; un pinche casi intacto, con la cara sonriente, conservando aún en su mano un tanque de agua. Eran los que se hallaban fuera del socavón en el instante del desprendimiento. Los otros que estaban en la cueva se pudrían tras el gigantesco tapón de mineral que los había aislado del mundo. De muchos de ellos ni los nombres se conocían. Habían llegado á las minas poco antes y los capataces sólo anotaban sus apodos. Tal vez en algún rincón de España los esperarían aún, creyendo que cuanto más larga fuese la ausencia mayores serían los ahorros.
Las mujeres de Gallarta afirmaban que de noche salían gemidos del derrumbamiento. Durante unos meses viéronse en el camino de Labarga formas blancas, con luces en la cabeza, arrastrando cadenas. En las casas temblaban los muchachos y las jóvenes, oyendo hablar de las pobres almas en pena de la mina. Pero cierta mañana apareció tendido en el camino uno de los primeros borrachos de Gallarta, con un brazo fracturado y la cabeza rota, y ya no volvieron á salir fantasmas, ni nadie sintió deseos de adornar la catástrofe con grotescas apariciones.
El recuerdo de los enterrados fué borrándose en la memoria de todos. Las desgracias, en aquella explotación cruel que gastaba las vidas de muchos miles de hombres, superponíanse unas á otras con frecuencia, ocultando y desvaneciendo las anteriores. Un día, las vagonetas, al chocar unas con otras, aplastaban á un obrero: otro día saltaban de los rieles al bajar por el plano inclinado cayendo sobre un grupo encorvado ante el trabajo, que no recelaba la muerte traidora que llegaba á sus espaldas: los barrenos estallaban inesperadamente abatiendo los hombres como si fuesen espigas; llovían pedruscos en mitad de la faena, matando instantáneamente; y por si esto no era bastante, había que contar con los navajazos á la salida de la taberna, con las riñas en la cantera, con las disputas en los días de cobro, con la feroz acometividad de aquella inmensa masa ignorante y enfurecida por la miseria, en la cual vivían confundidos los que al salir de los penales de Santoña, Valladolid ó Burgos no encontraban otro camino abierto que el de las minas de Bilbao, en las que se necesitaban brazos, y á nadie se preguntaba quién era y de dónde venía…
La Muerte rondaba en torno del mísero populacho, como un lobo alrededor del rebaño, siempre vigilante, con las uñas afuera y los dientes agudos. Zarpazo aquí, dentellada allá, la gran enemiga se mostraba infatigable. Siempre había en el hospital más de una docena de camas ocupadas por carne enferma que pedía entre gemidos el auxilio de don Luis. Era un perpetuo estado de guerra ante la muerte; una batalla contra la ciega fatalidad y la barbarie de los hombres, cuyos ecos se apagaban en la misma montaña, llegando apenas á la opulenta Bilbao. El mineral marchaba ría abajo sin que nadie pensase en lo que había costado su arranque del suelo.
Aresti salió de su ensimismamiento al ver que entraba en la calle única de Labarga, dos filas de míseras casuchas puestas sobre los peñascos que bordeaban el camino. Los edificios de Gallarta parecían palacios, comparados con las chozas de este barrio de mineros. Eran barracas, conocidas en el país con el nombre de chabolas, con tabiques de madera delgada y techumbre de planchas corroídas. Las puertas estaban en dos piezas horizontales: la hoja inferior quedaba cerrada como una barrera, y la superior, al abrirse, era la única ventana que daba á la casa luz y aire. Las incesantes lluvias habían podrido aquellas habitaciones, reblandeciendo la madera, deshilachando sus fibras como si toda ella fuese á convertirse en gusanos. Fuera de las casas ondeaban sobre cuerdas los guiñapos de color indefinible puestos á secar. Algunas gallinas flacas y espeluznadas corrían por el camino. Los niños permanecían sentados ante las puertas, graves é inmóviles, como si fuesen de distinta raza que la revoltosa chiquillería de los pueblos del llano.
Al ver al doctor, salían las mujeres á las puertas de sus tugurios, sonriendo como en presencia de un acontecimiento inesperado, sintiendo de pronto el miedo á enfermedades que tenían olvidadas.
–¡Chicas, es don Luis!—se gritaban unas á otras.—¡Señor doctor, aquí! ¡Míreme usted este chico!… ¡Entre á ver á mi madre!
Pero Aresti conocía de larga fecha estos recibimientos; el furor que acometía á todos por estar enfermos apenas le veían, sin ocurrírseles bajar al hospital más que en casos de extrema gravedad. Y seguía adelante sonriendo á unas, contestando á otras alegremente, precedido por el pinche zamorano que volvía la cara como si temiese verle secuestrado por el grupo de comadres.
Un hombre de larga barba ensortijada y canosa, fumaba sentado ante una casucha que era la peor del barrio. Tenía los ojos casi ocultos bajo las cejas y un gesto