La desheredada. Benito Pérez Galdós
se sentó, haciendo silla de una tinaja rota. Puesto el codo en la mesilla y el hueso de la barba en la palma de la mano flaca, aguardó las explicaciones de su sobrina.
«Tía…—murmuró esta sintiendo mucha dificultad para iniciar la cosa grave que iba a decir—. Usted sabe que yo y Mariano… ¿Pero usted no lo sabe?
–No sé sino que sois un par de perchas que ya, ya. Nada habría perdido el mundo con que os hubierais quedado por allá…, en el Limbo. Venís de Tomás Rufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen sarmiento.
–A eso voy, tía, a eso voy. Precisamente… Usted lo debe saber, como yo… Precisamente, ni yo ni mi hermano venimos de Tomás Rufete.
–Justo, justo; mi Francisca, mi ángel os parió por obra del Espíritu Santo, o del demonio.
–¿Para qué andar con farsas? No somos hijos de D. Tomás Rufete ni de D.ª Francisca Guillén. Esos dos señores, a quienes yo quiero mucho, muchísimo, no fueron nuestros padres verdaderos. Nos criaron fingiendo ser nuestros papás y llamándonos hijos, porque el mundo…, ¡qué mundo este!».
La Sanguijuelera cambió bruscamente de disposición y de tono. No palideció, por ser esto cosa impropia de la inanimada sustancia de los pergaminos; pero abrió los ojos, y empuñando el brazo de su sobrina, le golpeó el codo contra la mesa, y le dijo con ira:
«¿De dónde has sacado esas andróminas? ¿Quién te ha metido esa estopa en la cabeza?
–Mi tío el Canónigo.
–Me parece a mí que tu tío el Canónigo…
–Él me ha contado todo—afirmó Isidora con acento de profundísima convicción—. Usted se hace de nuevas, tía; usted me oculta lo que sabe… No se haga usted la tonta. ¿Es la primera vez que una señora principal tiene un hijo, dos, tres, y viéndose en la precisión de ocultarlos por motivos de familia, les da a criar a cualquier pobre, y ellos se crían y crecen y viven inocentes de su buen nacimiento, hasta que de repente un día, el día que menos se piensa, se acaban las farsas, se presentan los verdaderos padres?… Eso, ¿no se está viendo todos los días?
–En sesenta y ocho años no lo he visto nunca… Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra… ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas… Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció…
–¡Usted lo sabe, usted lo sabe!—exclamó la joven rebosando alegría.
–No sé más sino que te caes de boba. Eres más sosa que la capilla protestante.
–Mi madre—declaró Isidora poniéndose la mano en el corazón, para comprimir, sin duda, un movimiento afectuoso demasiado vivo—, mi madre… fue hija de una marquesa».
Como un petardo que estalla, así reventó en estrepitosa risa la Sanguijuelera, apretándose la cintura y mostrando sus dos filas de dientes semisanos. Se desbarataba riendo, y después le acometió una tos de hilaridad que le hizo suspender el diálogo por más de un cuarto de hora. Algo confusa, Isidora esperó a que su tía volviese en sí de aquel síncope burlesco para seguir hablando. Por último, dijo con malísimo humor:
«¡Qué bien finge usted!
–Perdone vuecencia—replicó Encarnación en el tono más cómico del mundo—. Perdone vuecencia que no la hubiera conocido… Pero vuecencia tendrá que hacer diligencias y buscar papeles.
–Tengo papeles…, ¡y qué papeles!
–¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?…, porque tendrá que untar escribanos.
–No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.
–Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?
–Mi madre no vive. Mi abuela sí.
–¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?
–No se burle usted, tía. Esto es muy serio—declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo—. Es usted lo más atroz… Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer…
–Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma—repuso la Sanguijuelera levantándose—. Pues tú has querido que yo te dé pormenores…, pobre almita mía…».
En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.
«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».
Y tomó la caña.
«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!… ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!… Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete… Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde… ¡Re-puñales!».
Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnación la Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!…». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:
«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!… Cabeza llena de viento… Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas… Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados… ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».
Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».
En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.
«¡Cómo se conoce—dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio—que no es usted persona decente!
–¡Más que tú, marquesa del pan pringao!—gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.
–Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.
–Ni falta… A mucha honra… De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?
–¿Qué?—preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.
–Pues si vuelves aquí, cojo la escoba… y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».
Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla