La desheredada. Benito Pérez Galdós

La desheredada - Benito Pérez Galdós


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me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?

      –El león.

      –¡Leoncitos a mí!… Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre el músculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí… No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.

      –Vámonos de aquí—dijo Isidora con fastidio.

      –Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza. Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sus trompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un día alborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, la nueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo más íntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo de aquel arroyo, cómo se acicalan…

      –Cállate… Pues no tendrías precio para catedrático…

      –Para catedrático—poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el día en que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar…

      –¿Qué?

      –Para dar una lección de armonía de la Naturaleza—dijo Miquis, mirándola a los ojos—, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris… Déjame que lo observe de cerca…

      –¡Qué pesado! Quita… enséñame las fieras.

      –Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas—dijo Augusto en tono de paciencia—. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente… Vamos, vamos, y me pondré un tigre en cada dedo… ¿Qué más? Se te antoja una jirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».

      Ambos se detuvieron mirándose entre risas.

      «Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león… Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.

      –Si pareces un loco.

      –El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada… Pero vamos a ver a esos señores mamíferos.

      –¿Qué son mamíferos?—preguntó Isidora, firme en su propósito de instruirse.

      –Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.

      –Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo…, ¿me entiendes?

      –¿Sabes coser?

      –Sí.

      –¿Sabes planchar?

      –Regularmente.

      –¿Sabes zurcir?

      –Tal cual.

      –Y de guisar, ¿cómo andamos?

      –Así, así.

      –Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay más que hablar.

      –Pues a mí no me convienes tú.

      –¡Boa constrictor!

      –¿Qué es eso?

      –Tú.

      –Pero que, ¿es cosa de Medicina?

      –Es una culebra.

      –¿La veremos aquí?… Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?

      –¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.

      –Sí que lo eres»—dijo Isidora riendo con toda su alma.

      Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo, flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguada colección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.

      «Esto es espectáculo para el pueblo—dijo con desdén—. Vámonos de aquí.

      –Aunque enamorado—indicó Miquis al salir—, estoy muerto de hambre. Lo divino no quita lo humano. Amémonos y almorcemos».

      —III—

      También Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si darían por terminado el paseo en aquel punto, yéndose cada cual a su casa; pero al fin Miquis hizo triunfar su propósito de almorzar en uno de los ventorrillos cercanos a los Campos Elíseos. No eran ciertamente modelo de elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasión de advertir al tomar posesión de una mesa coja y trémula, de una silla ruinosa, y al ver los burdos manteles y el burdísimo empaque de la mujer sucia y ahumada que salió a servirles.

      Compareció sobre el mantel una tortilla fláccida que, por el color, más parte tenía de cebolla que de huevo, y Miquis la dividió al punto. El vino que llegó como escudero de la tortilla era picón y negro, cual nefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamado fuerte, que siguió a la tortilla, y que sin duda debía la anterior calificación a la dureza de la carne que lo componía, no gustó a Isidora más que el local, el vino y la dueña del puesto. Con desprecio mezclado de repugnancia observó la pared del ventorrillo, que parecía un mal establo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas que publicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, el ajuar todo, los cajones verdes con matas de evónymus, cuyas hojas tenían una costra de endurecido polvo, el aspecto del público de capa y mantón que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez, la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreando salmuera…

      «¡Qué ordinario es esto!—exclamó, sin poderse contener—. Vaya, que me traes a unos sitios…

      –¡Bah, bah!… ¿No te gusta conocer las costumbres populares? A mí me encanta el contacto del pueblo… Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos restaurants de Madrid… Perdóname por hoy… Tenías carita de hambre atrasada.

      –Esto no es para mí—dijo Isidora con remilgo.

      –¡Impertinencia, tienes nombre de mujer!—exclamó el estudiante, a un tiempo riendo y mascando—¡Descontentadiza, exigente! ¿A qué vienen esos melindres? Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos; manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados, mocosos, descalzos; y por mi parte sé decir que no me avergüenzo de haber dormido la siesta en un surco húmedo, junto a la panza de un cerdo. Usted, señora duquesa, viene sin duda de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La humanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los ríos más orgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso, de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los ríos. De todo lo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las niñas de mis ojos.

      –Vámonos—dijo


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