La desheredada. Benito Pérez Galdós

La desheredada - Benito Pérez Galdós


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te cogí!—exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándose de ella—. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.

      –Formalidad, formalidad, señor doctorcillo—dijo Isidora, poniéndose muy seria.

      –¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.

      –Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.

      –El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.

      –¡Huy, qué prisa!…

      –Está dicho.

      –¡Mira éste!

      –Un Miquis no vuelve atrás; un re non mente; la palabra de un Miquis es sagrada.

      –¡Bah, bah!

      –Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.

      –Pero puede ser tinaja.

      –No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de la cosa más trascendental».

      Y era verdad que estaba serio.

      «No nos detengamos aquí—dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse—. Hace fresco.

      –Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.

      –¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.

      –Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.

      –Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sin igual la Castellana.

      –Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.

      –¿Para qué?

      –Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa… Cuando digo que me caso… Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya… desprendida de la corona del Omnipotente…».

      Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.

      —IV—

      «¿Hay aquí algún torrente?—preguntó a Miquis.

      –Sí, torrente hay… de vanidad.

      –¡Ah! ¡Coches!…

      –Sí, coches… Mucho lujo, mucho tren… Esto es una gloria arrastrada».

      Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el quiero y no puedo en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quien aquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particulares seducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realización súbita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes de morirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.

      ¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.

      «Debían prohibir—dijo Isidora con toda su alma—que vinieran aquí esos horribles coches de peseta.

      –Déjalos… En ellos van quizás algunos prestamistas que vienen a gozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. El simón de hoy es el landau de mañana… Esto es una noria; cuando un cangilón se vacía otro se llena».

      Apareció un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.

      «El Rey Amadeo—dijo Miquis—El Rey. Mira, mira, Isidora… No me quitaré yo el sombrero como esos tontos.

      –Si apenas le saludan…—observó Isidora con lástima—. Pues cuando vuelva a pasar, le hago yo la gran cortesía. Mí tío el Canónigo dice que está excomulgado este buen señor; pero el Rey es Rey».

      Pasado su primer arrobamiento, Isidora empezó a ver con ojos de mujer, fijándose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos.

      «¡Qué variedad de sombreros! ¡Mira este, mira aquel, Miquis!… ¡Vaya un vestidito! Y tú, ¿por qué no montas a caballo, para parecerte a aquel joven?…

      –Es un cursi.

      –Y tú un veterinario… ¡Qué hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora… Creo que es cosa de política. Mi tío el Canónigo decía…

      –Hazme el favor de no nombrarme más a tu tío el Canónigo, quiero decir, a mi querido tío… Esto de las mantillas blancas es una manifestación, una protesta contra el Rey extranjero.

      –¡Qué salado! Si yo tuviera una mantilla blanca también me la pondría.

      –Y yo te ahorcaría con ella.

      –¡Ordinario!

      –Tonta.

      –Esta gente—afirmó Isidora con mucho tesón—sabe lo que hace. Es la gente principal del país, la gente fina, decente, rica; la que tiene, la que puede, la que sabe.

      –Trampas, fanatismo, ignorancia, presunción.

      –¿Pues y tú?…, grosero, salvaje, pedante…

      –Isidora, mira que eres mi mujer.

      –¿Yo mujer de un albéitar?…

      –Isidora, mira que te cojo… y ni tu tío el Canónigo te saca de mis manos.

      –Basta de bromas. ¡Vaya, que te tomas unas libertades!… Nuestros gustos son diferentes.

      –Su gusto de usted, señora, se amoldará al gusto mío. Eso se lo enseñará a usted mi secretario, que es una vara de fresno.

      –¡A mí tú!—exclamó ella con brío, deteniéndose y mirándole.

      –No hagas caso… Te quiero como a la Medicina… Haz de mí lo que gustes…

      –Eso ya es otra cosa…

      –Cuando nos casemos, como yo he de ganar tanto dinero, tendrás tres coches, catorce sombreros y la mar de vestidos…

      –¡Si yo no me caso contigo!…»—declaró la joven en un momento de espontaneidad.

      Había en su expresión un tonillo de lástima impertinente, que poco más o menos quería decir: «¡Si yo soy mucho para ti, tan pequeño!».

      «Falta


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