La desheredada. Benito Pérez Galdós

La desheredada - Benito Pérez Galdós


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su desahogo ni por sus claridades. Difícilmente se podría determinar, sin tener costumbre de andar dentro de tal laberinto, lo que allí había; pero el Majito, que conocía el local como un ratón conoce las entradas y salidas de la casa que habita, subió a eminencias que parecían camas; descendió a negros abismos que parecían arcones abiertos; trepó por las gastadas graderías de un estante viejo; se arrastró por suelos polvorientos; metió su brazo por tortuosas grietas formadas de informes bultos arrimados a la pared. Sin duda buscaba algo. Su flexible cuerpecillo se escurría y deslizaba en silencio de hueco en hueco, hasta que al fin, apoyado en un cofre, dio una voltereta agitando las patitas en el aire, y se sumergió como el nadador en persecución de la perla.

      Era un rincón obscuro, polvoroso, lleno de cachivaches, antes apreciables al tacto que a la vista, objetos de cartón, de cuero, de metal, algo como mochilas, bayonetas, cartucheras, trozos de arreos militares, desechados por inútiles en la liquidación de un bazar de juguetes. El Majito miró y se estuvo quieto, atento. Sus ratoniles ojos veían en la obscuridad aquel montón de cosas. Era un cuadro en las profundidades del mar, con ansiedad de buzo y resplandor de mariscos entre el lívido verdor del agua. Las arañas se paseaban sobre los objetos, pero Rafael no les tenía miedo. Las correderas entraban y salían por los intersticios, huyendo azoradas al ruido, pero el Majito tampoco las tenía miedo. Estuvo un rato en acecho, dudoso, mirando y eligiendo. Fuerte cosa era decidir cuál objeto tomaría. Por último, decidido, tiró de una brillante empuñadura y sacó un sable. Después revolvió el conjunto y vio un brillo seductor de galones. Diole un salto el corazón de ratero y tomó lo que brillaba. Era un sombrero que parecía escudilla, un ros de cartón, deforme, cuarteado, pero con tres tiras de papel dorado pegadas en redondo. El Majito, que tan poco sabía del mundo, sabía que los tres entorchados son la insignia del capitán general, y que esta es la jerarquía más alta del ejército. ¡Vaya usted a averiguar dónde esos diablos de chicos aprenden estas cosas!

      Se puso el ros y vio que era bueno. Empuñó el sable. Era un palito pinchante amarrado a una empuñadura de metal, que en su origen parecía haber sido asa de un brasero de cobre. Había en la prenda militar una fabricación tosca, pero ingeniosa, que denotaba tanta habilidad como falta de medios. Autor y dueño de aquellos arreos era, como se habrá comprendido, el famoso Pecado, gran amigo de cosas de guerra, y que desde su tierna infancia se mostraba muy precoz para las artes mecánicas. Él apandaba, no se sabe dónde, aunque es de presumir que fuera de sus viajes por las Américas, restos de juguetes, pedazos de hojalata, de madera, de hierro; y con un clavo viejo, una cuerda, una navaja rota y un enorme guijarro que servía de martillo y de piedra de afilar, hacía maravillas.

      En cuanto al ros, justo es consignar que no vino a sus manos por causa de rapiña, sino que lo cogió en la calle, en el momento de caer de un balcón, arrojado por unos niños. Era pieza lastimosa; pero ¡cómo se trasformó en sus hábiles manos! Púsole visera que no tenía para lo cual le bastó media suela de una zapatilla; lo moldeó y le dio forma, que casi había perdido; adornole con una vistosa placa, que sacó de la chapa circular de un botecillo de betún, y por último, con ciertos tirajos de papel dorado, sutilmente desprendidos de una caja de mazapán, le puso sus tres entorchados. ¡Muy bien! ¡Así se hacen las cosas! El ros tuvo en sus orígenes plata y oro, insignias de comandante. Pecado le hizo ganar de un salto la mayor jerarquía militar con una prontitud que envidiaría la misma Gaceta…, ¡hala!

      Dejemos a Majito con el ros encasquetado, el sable en la derecha mano, en actitud tan belicosa, que si le viera el sultán de Marruecos convocara a toda su gente a la guerra santa. Con la mano siniestra se limpió el polvo y las telarañas que no querían desprenderse de la felpa de su chaqueta, y dando después tres o cuatro brincos, se puso en la calle gritando con todo el vigor de su pecho infantil: «Soy Plin».

      ¡Ser Prim! ¡Ilusión de los hijos del pueblo en los primeros albores de la ambición, cuando los instintos de gloria comienzan a despuntar en el alma, entre el torpe balbucir de la lengua y el retoñar, casi insensible, de las pasiones! Esta ilusión, que era entonces común en las turbas infantiles, a pesar de la reciente trágica muerte del héroe, se va extinguiendo ya conforme se desvanece aquella enérgica figura. Pero aún hoy persiste algo de tan bella ilusión; aún se ven zamacucos de cinco años, con un palo al hombro y una gorra de papel en la cabeza, que quieren ser Prim o ser O'Donnell. ¡Lástima grande que esto se acabe, y que los chicos que juegan al valor no puedan invocar otros nombres que los gárrulos motes de los toreros!

      Ya lo hicimos—dijo Encarnación mirando al Majito—. Apandó los chirimbolos, y cuando el otro venga tendremos la de no te menees».

      El Majito se dejó ir con grave paso por la calle de Moratines abajo. Era el día ventoso, frío y seco, hijo maldito de la malditísima primavera de Madrid. La pluma del ros del Majito (porque una pluma de pavo tenía) se torcía con la fuerza del viento. La cola de las gallinas que andaban por la calle se doblaba también, obligándolas a dar tumbos entre el fango. Todo lo que colgaba de las paredes, ropa, trapos, sogas, se ponía horizontal; balanceábanse las bacías de cobre colgadas en la puerta del barbero; las faldas de las mujeres se arremolinaban; se rompían las vidrieras; los hombres se iban sujetando con la mano sus gorras y sombreros, los curas apenas podían andar; todo lo flotante tendía a tomar la horizontal, y en medio de esta desolación relativa, el Majito avanzaba tieso y altanero, como hombre supinamente convencido de la importancia de sus funciones.

      En la calle de Ercilla tenía ya un séquito de seis muchachos; en la del Labrador, ya se le había incorporado una partida de diez y siete, entre hembras y varones, siendo las primeras, ¡cosa extraña!, las que más bulla metían. Los tres chicos del capataz de la fundición de hierro salieron batiendo marcha sobre una plancha de latón, y pronto se agregaron a ellos, para aumentar tan dulce orquesta, los dos del tendero, tañendo esas delicadas sonatas de Navidad, que consisten en descargar golpes a compás sobre una lata de petróleo. Eran estos enemigos del género humano pequeñuelos y sucios. Calzaban botas indescifrables, pues no se podía decir a ciencia cierta dónde acababa la piel y empezaba el cordobán. Estaban galoneados de lodo desde la cabeza a los pies. Si la basura fuera una condecoración, los nombres de aquellos caballeritos se cogerían toda la Guía de forasteros.

      Al desembocar el ya crecido ejército en la plaza de las Peñuelas, centro del barrio, agregose una chiquillería formidable. Eran los dos nietos de la Tía Gordita, los cuatro hijos de Ponce el buñolero, las del sacamuelas y otros muchos. Mayor variedad de aspecto y de fachas en la unidad de la inocencia picaresca no se ha visto jamás. Había caras lívidas y rostros siniestros entre la muchedumbre de semblantes alegres. El raquitismo heredado marcaba con su sello amarillo multitud de cabezas, inscribiendo la predestinación del crimen. Los cráneos achatados, los pómulos cubiertos de granulaciones y el pelo ralo, ponían una máscara de antipatía sobre las siempre interesantes facciones de la niñez. En un momento se vio a la partida proveerse de palos de escoba, cañas, varas, con esa rapidez puramente española, que no es otra cosa que el instinto de armarse; y sin saber cómo surgieron picudos gorros de papel con flotantes cenefas que arrebataba el viento, y aparecieron distintivos varios, hechos al arbitrio de cada uno. Era una página de la historia contemporánea, puesta en aleluyas en un olvidado rincón de la capital. Fueran los niños hombres y las calles provincias, y la aleluya habría sido una página seria, demasiado seria. Y era digno de verse cómo se coordinaba poco a poco el menudo ejército; cómo sin prodigar órdenes se formaban columnas; cómo se eliminaba a las hembras, aunque alguna hubo tan machorra que defendió a pescozones su puesto y jerarquía.

      Crecía el estrépito, engrosaban las haces. ¿De dónde había salido toda aquella gente? Eran la discordia del porvenir, una parte crecida de la España futura, tal que si no la quitaran el sarampión, las viruelas, las fiebres y el raquitismo, nos daría una estadística considerable dentro de pocos años. Eran la alegría y el estorbo del barrio, estímulo y apuro de sus padres, desertores más bien que alumnos de la escuela, un plante del que saldrían quizás hombres de provecho y sin duda vagos y criminales. De su edad respectiva poco puede decirse. Eran niños, y tenían la fisonomía común a todos los niños, la cual, como la de los pájaros, no determina bien los años de vida. La variedad de estaturas más bien indicaba los grados de robustez o cacoquimia que los años transcurridos desde que vinieron al mundo.


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