La desheredada. Benito Pérez Galdós

La desheredada - Benito Pérez Galdós


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la superioridad de Pecado en la fuerza, de donde venía la justicia, es decir, que solía dirimir contiendas de chicos, unas veces a trompada limpia y otras con atinadas y comedidas razones, aunque todo hace creer que el primer argumento era el que con más frecuencia usaba.

      «¿Por qué vos zurráis?»—preguntó ceñudo, tremendo.

      El Majito había salido a su encuentro. Pecado era para él más que un amigo, un protector, un maestro amado. Al verle, todo aquel valor homérico de que dio pruebas en la altura, se trocó en llanto de desconsuelo, cosa natural en chicos, cuya rabia se deshiela en lágrimas, y haciendo pucheros que desfiguraban su hermosura, exclamó:

      «Picos…, mi sombrero… Yo soy Plim.».

      En vez de llorar, el desvergonzado Zarapicos se echó a reír como un sátiro. Con inflamados ojos miró Pecado su querido ros en la cabeza de aquel monstruo de la rapacidad, y poniéndose los brazos en jarra, habló así:

      «¿Sabes lo que te digo?…, que si no sueltas el ros te reviento a patás.

      –¡Ladrón!»—chilló el Majito, sintiéndose otra vez más valiente por la presencia de Mariano.

      Al oírse llamar con nombre tan infamante, Zarapicos, que era un rapaz honrado, aunque pobre, no pudo contener el ímpetu de su ira, y echando la mano al cuello del insolente Majito, le derribó en tierra, diciendo:

      «¡Figuerero!…, ¡coles!, ¡te deslomo!».

      Pero el Majito supo reponerse, sacudirse, levantarse, y, una vez en pie, sus manos alzaron un canto tan grande como medio adoquín.

      «Suéltalo»—le dijo prontamente Pecado con voz y gesto de prudencia.

      El Majito soltó la piedra refunfuñando feroces amenazas de asesinato. Volviéndose a los desvergonzados comerciantes, Pecado les dijo con imperioso ademán, en que había tanta energía como orgullo:

      «Dirvos.

      –No nos da la gana.

      –Dirvos, digo.... y venga mi sombrero.

      –Miale, miale… ¿Te quieres callar? El sombrero es mío».

      Al oír Pecado una afirmación tan contraria a los sagrados derechos de propiedad, no se pudo contener más. Huyó de su corazón la generosidad, de su espíritu la prudencia, y arremetió a Zarapicos con tal empuje que este dio algunos pasos atrás, y habría caído en tierra si no fuera también un muchachote robusto. Lucharon, ¡ay!, con varonil fiereza. Las bofetadas se sucedían a las bofetadas, los porrazos a los porrazos. De cada golpe se inflaba un carrillo. Trabados al fin de manos y brazos, cayeron rodando. Zarapicos debajo, Pecado encima. Pecado vencía, y machacó sobre su víctima con ferocidad. El niño rabioso supera en barbarie al hombre. ¿Habéis visto reñir a dos pájaros? El tigre es un animal blando al lado de ellos.

      Bien molido estaba Zarapicos, cuando acercó a coger entre sus dientes un dedo de Pecado. ¡Oh! ¡Con qué inefable delicia apretó las quijadas! Mariano dio agudísimo grito, y saltó como gallo herido. El otro se levantó. Su rostro era un conjunto de dolor, de vergüenza, totalmente embadurnado de fango y lágrimas. Al mismo tiempo reía y lloraba. Pecado se cegó; no veía nada; llevó la mano a la cuerda que sujetaba sus calzones a la cintura. La última injuria que cambiaron fue referente a sus respectivas madres. Cuando nada inmundo les queda por decir, arrojan aquel postrer salivazo de ignominia sobre la cuna que poco antes les ha mecido.

      «Tu madre es una acá y una allá.

      –Tu madre es esto o lo otro».

      Pecado no dijo ni oyó más; sacó de la cintura una navajilla, cortaplumas o cosa parecida, un pedazo de acero que hasta entonces había sido juguete, y con él atacó a Zarapicos. Del golpe, el infeliz chiquillo cayó seco.

      ¡Hombres ya!

      Silencio terrorífico. Los muchachos todos se quedaron yertos de miedo. Al principio no comprendían la realidad abominable del hecho. Cuando la comprendieron, los unos echaron a correr llevados de un compasivo horror; los otros rompieron a llorar con ese clamor intenso, sonoro, dolorido, que indica en ellos la intuición de las grandes desdichas.

      Aquello no era una travesura; era algo más. Aquello de que estaba manchado Zarapicos no era el almagre de que se pintaban alguna vez para jugar; era sangre, ¡sangre! Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente… Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó.

      Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas. Salieron todas las mujeres a la calle, gritando, algunas con el cabello a medio peinar. Los hombres corrían también. La Guardia Civil, que tiene su puesto en la calle del Labrador, se puso en movimiento; y hasta un señor concejal y un comisario de Beneficencia, que a la sazón paseaban por el barrio eligiendo sitio para el emplazamiento de una escuela, corrieron al lugar del atentado. ¡Horror y escándalo!

      Las mujeres clamoreaban alzando al cielo sus manos; los hombres gruñían; la Sanguijuelera misma salió de su tienda a buen paso, medio muerta de terror y vergüenza, y por todas partes no se oía sino: «Pecado, Pecado».

      La Arganzuela se llenó de gente. Unos corrían en busca del juez; otros decían que el juez no le encontraría vivo; los más hablaban de llevarle a la Casa de Socorro, y todos decían: «¡Pecado!».

      Vino corriendo el boticario con árnica y vendajes, diciendo también: «¡Pecado!». El concejal, seguido del comisario de Beneficencia (que por ser hombre muy grueso no podía seguirle aprisa), hacía, siguiendo a la multitud, las consideraciones más sustanciosas sobre un hecho que, si bien algo extraordinario, no era nuevo en los anales de la criminalidad de Madrid.

      «Van siete casos de esta naturaleza en diez años—decía el comisario de Beneficencia, harto sofocado, por ser poco compatibles su gordura y la celeridad del paso.

      –Terrible es el matador hombre; pero el matador niño, ¿qué nombre merece?… Dicen que este tiene trece años.

      –¡Qué país!

      –¡Pero qué país!

      –En Málaga son frecuentes estos casos.

      –Y en Madrid lo van siendo también.

      –¡Y nos ocupamos de escuelas! ¡Presidios es lo que hace falta!

      –Escuelas penitenciarias, o cárceles escolares… Es mi tema».

      Cuando llegaron al sitio de la catástrofe, los dos señores, dignísimos representantes de lo más meritorio y venerable que hay en los pueblos modernos, se echaron recíprocamente el uno sobre el otro estas dramáticas exclamaciones:

      «¡Esto es espantoso!

      –Esto parte el corazón

      –Escuelas, Sr. de Lamagorza.

      –Presidios, Sr. D. Jacinto.

      –Yo digo que jardines Froebel.

      –Yo digo que maestros de hierro que no usen palmeta, sino fusil Remington.

      –Pero qué, ¿se lo llevan ya?

      –No está muerto; pero parece grave.

      –¡Golpe más bien dado!—murmuró un chulo—. Ese chico es de buten.

      –¡Vaya, que la madre que parió tal patíbulo!—apuntó una de estas que llaman del partido.

      –El asesino, el asesino, ¿dónde está?—gritó el concejal dándose gran importancia, y brujuleando en la muchedumbre con fieros ojos—. Guardias, busquen ustedes al criminal… ¡Qué País!… Pero guardias…, los del Orden Público, ¿dónde están?».

      Pero ya la Guardia Civil había comenzado sus pesquisas. Los chicos, que en estas cosas suelen ser más diligentes


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