La desheredada. Benito Pérez Galdós
la hora, y la manivela, que para él era parte de sus propias manos, se había quedado sola en el taller, quieta y muda.
Sin decir adiós al maestro, porque el maestro no le saludaba a él a ninguna hora, Pecado había salido y bajado a saltos por la Ribera de Curtidores.
Aún le parecía ver los puestos rastreros y las manos recogiendo cachivaches. Era día de toros. Aquellos barrios estaban muy animados. Todo lo recordaba perfectamente; todo lo veía, como si lo tuviera delante, revivido a sus ojos en la obscuridad de su escondite. Se acordaba de que, al llegar a la Ronda, le había detenido el paso un perezoso carromato de cinco mulas, de esos que no acaban de pasar nunca. El muchacho, impaciente y atrevido, atravesó por debajo de la panza de una de las mulas, que por más señas era torda. Después vio un entierro; luego encontró a dos chicas del barrio que le dieron un cacahuet, y él…, él las había administrado un par de nalgadas a cada una, porque eran muy bonitas… Representábase luego la llegada a su casa; recordaba que su tía, antes de darle de comer, le había anunciado el hurto del ros, y que él, sin poderse contener al oír tan atroz noticia, abandonó la comida, y subiendo otra vez a la Ronda, se lanzó por el barranco abajo en busca de la cuadrilla. Lo demás, por ser más reciente y desagradable, se le representaba con matices aún más vivos. El ensangrentado cuerpo de Zarapicos no se quitaba ya de delante de sus ojos… Su orgullo y sus malos instintos rebuscaban todos los sofismas del egoísmo para producir una reacción; pero si estos ganaban algún terreno, al punto lo perdían. Los sofismas hacían grandes esfuerzos por destruir la hermosa flor del arrepentimiento; pero cuantas más hojas le arrancaban, más lozanas las echaba ella.
«¡Date, date, canallita!—gritó el guardia—, o te dejo seco».
Pecado miró al guardia. No, no se entregaría. Antes morir que entregarse. Eso de que le llamaran canallita, le exasperaba… Vislumbró el presidio, como en sus sueños infantiles había vislumbrado otras veces el Cielo… Pero si el hambre y la sed le devoraban, ¿qué podía hacer más que entregarse? Y el guardia aquel era precisamente un hombre a quien Mariano admiraba mucho por su gallardía y su simpático rostro. Se llamaba Mateo González, y servía en el puesto de la calle del Labrador. Pecado le imitaba en el modo de andar. En sus sueños de ambición, no se le ocurría jamás ser general, ni obispo, ni banquero, ni comerciante famoso, sino ser Mateo González.
Este, que era ladino, tuvo una idea feliz. Pecado le vio desaparecer, y por un momento tembló de alegría. Pero no le dio tiempo el guardia a regocijarse, porque otra vez apareció por el arroyo adelante. En vez de fusil, traía dos naranjas en la mano derecha.
«¡Eh, Marianín!—gritó inclinándose para verle mejor y mostrarle lo que llevaba—. Sal; no seas tonto. No te haremos nada… ¿Ves? Si sales, te doy estas dos naranjas».
Pecado dio un salto hacia fuera y se arrojó en brazos del guardia.
«¡Ah tunante…!»—dijo este con alegría, echándole la zarpa al cuello y dejándose arrebatar las naranjas.
—IV—
Consagremos un recuerdo de consideración y lástima, en el último renglón de esta tragedia, al digno señor comisario de Beneficencia, autor de tantos y tan hermosos expedientes. Él solo sería capaz, si le dejaran, de elevar en pocos años a una altura increíble, dentro de los archivos nacionales, esos grandiosos monumentos papiráceos en que se cifra nuestra bienandanza. Sería preciso tener corazón de estuco para no afligirse al verle descalabrado, con la mano en la frente y esta ceñida por un pañuelo, corriendo en coche simón hacia la Casa de Socorro de la calle de Embajadores, donde por la noche se vistió de la luz de los serafines el pobrecito Zarapicos.
La Correspondencia recogió en el Juzgado de guardia una nota del suceso de aquel día, y lo dio a sus lectores en un sueltecillo crudo. Cuando lo leyeron los amigos que acompañaban al señor de Lamagorza en su casa, y cuando este les refirió detalles del hecho, oyéronse las exclamaciones más ardientes sobre el estado moral e intelectual del país; se recordaron otros hechos análogos ocurridos antes en Madrid, Valencia y Málaga, y por último se declaró con unanimidad muy satisfactoria que era preciso hacer algo, ¡algo, sí!, y consagrar muchos ratos y no pocas pesetas a la curación del cuerpo social. Como la prensa alarmada acalorase el asunto en los días sucesivos, se formaron juntas, se nombraron comisiones, las cuales a su vez parieron diversas especies de subcomisiones; y hubo discursos seguidos de aplausos… y se lucieron los oradores; y otros, que ávidos estaban de dar sus nombres al público, adquirieron esa celebridad semanal que a tantos desvanece.
Tanta actividad, tanta charla, tanto proyecto de escuelas, de penitenciarías, de sistemas teóricos, prácticos, mixtos, sencillos y complejos, celulares y panoscópicos, docentes y correccionales, fueron cayendo en el olvido, como los juguetes del niño, abandonados y rotos ante la ilusión del juguete nuevo. El juguete nuevo de aquellos días fue un proyecto urbano más práctico y además esencialmente lucrativo. Ocupáronse de él juntas y comisiones, las cuales trabajaron tan bien y con tanto espíritu de realidad, que al poco tiempo se alzó grandiosa, provocativamente bella y monumental, toda roja y feroz, la nueva Plaza de Toros.
Capítulo VII
Tomando posesión de Madrid
La noticia de la barrabasada de su hermano fue para Isidora un golpe terrible. Precisamente, cuando supo el extraño caso, hallábase en la más lisonjera situación de espíritu que un alma juvenil puede apetecer. Todas sus ideas tenían como un tinte de aurora; detrás de cuanto pensaba, creía notar un resplandor delicioso, el cual, demasiado vivo para contenerse en su alma, salía por los sentidos afuera y matizaba de extrañas claridades todos los objetos. Nada veía que no fuera para ella precioso, seductor, magnífico o por cualquier concepto interesante, y hasta un carro de muertos que encontró al salir de la casa, más que por fúnebre, le chocó por suntuoso.
Había salido temprano a comprar varias cosillas, o si se quiere, había salido por salir, por ver aquel Madrid tan bullicioso, tan movible, espejo de tantas alegrías, con sus calles llenas de luz, sus mil tiendas, su desocupado genio que va y viene como en perpetuo paseo. Los domingos por la mañana, si esta es de abril o mayo, los encantos de Madrid se multiplican; crecen la animación y el regocijo; hay bulla que no aturde y movimiento que no marea. Mucha gente va a misa, y a cada paso halla el transeúnte bandadas de lindas pollas, de cintura bien ceñida y velito en la frente, que salen de la iglesia, devocionario en mano, joviales y coquetuelas.
Las campanas dijeron algo a Isidora, y entró a oír misa en San Luis, en cuya escalerilla se estrujaba la gente. Dentro, las misas sucedían a las misas, y los fieles se dividían en tandas. Unos se marchaban cuando otros caían de rodillas. Allí se persignaba una tanda entera, aquí se ponía en pie otra, y las campanillas, anunciando los diversos actos del sacrificio, sonaban sin interrupción.
«¡Qué bueno es el Señor—pensaba Isidora delante de la Hostia—, que me allana mi camino y me manifiesta su protección, desde el primer paso que doy para lograr mi puesto verdadero…! No podía ser de otra manera, porque lo justo justo es, y Dios no puede querer cosas injustas, y si yo no fuera ante el mundo lo que debo ser, o mejor dicho, lo que soy ante mí, resultaría una injusticia, una barbaridad…».
Y luego, cuando el sacerdote consumía:
«Bendito sea el Señor que me ha deparado la ayuda del marqués de Saldeoro, ese caballero sin igual, fino y atento como no hay otro… ¡Y qué hermosos ojos tiene, qué guapo es y con qué elegancia viste! Aquello es vestirse; lo demás es taparse… ¡Qué bien habla, y cómo se interesa por mí! Tiene razón cuando me dice: «¡Oh!, esté usted tranquila, que si esto no se arregla por bien, como yo espero, entonces… ahí tenemos los tribunales. ¡Es asunto ganado!». ¡Oh! Sí, los tribunales. ¡Qué bonitos son los tribunales!… Todo será cuestión de algunos meses. Después…».
Por la mente de Isidora pasaba una visión tan espléndida, que a solas y en presencia del sacerdote, del monaguillo y de los fieles, la venturosa muchacha sonreía.
«No es caso nuevo ni mucho menos—decía—. Los libros están llenos de casos semejantes. ¡Yo he leído mi propia historia tantas veces…! ¿Y qué cosa hay más