Tristán o el pesimismo. Armando Palacio Valdés

Tristán o el pesimismo - Armando Palacio Valdés


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juzga con justicia y sabe lo necesario para conducirse en la esfera en que Dios le ha colocado. Desgraciadamente los que como él y yo hemos pasado nuestra vida dedicados al comercio no pudimos disponer de mucho tiempo para ilustrarnos…

      –¡Oh, no se compare usted con él!

      –¿Por qué no? Que yo he conservado alguna mayor relación con el mundo espiritual gracias a la música eso significa poco. Ambos, como vosotros decís, somos mercachifles.

      –Usted ha leído mucho.

      –Algunos libros que llegaban a mis manos allá en las soledades del campo. Lectura dispersa, heterogénea que entretiene el hambre intelectual sin nutrir el cerebro… Por lo demás, si tu tío carece de las cualidades de hombre de estudio, las de hombre de acción las posee largamente. Yo le he visto no hace mucho tiempo en circunstancias bien críticas dar pruebas relevantes de ello. Acababa de estallar la guerra con los Estados Unidos. El pánico se había apoderado de los hombres de negocios: por la Bolsa, por todos los círculos financieros soplaba un viento helado de muerte; los más audaces huían; los más valientes se apresuraban a poner en salvo su dinero; a las puertas del Banco de España se acumulaba la muchedumbre para cambiar por plata los billetes. En aquel día memorable he visto a tu tío en la Bolsa hecho un héroe, la actitud tranquila, los ojos brillantes, la voz sonora, lanzando con arrojo todo su capital a la especulación. «¡Compro! ¡compro! ¡compro!» gritaba. Y su voz sonaba alegre, confiada, en medio del terror y la desesperación. No sabes el aliento que infundió y cuánto levantó el ánimo de todos en aquellos instantes aciagos. No contento con esto hizo poner en los balcones de su casa un cartel que decía: Se cambian los billetes del Banco de España con prima. Y esto lo llevó a cabo sin ser consejero del Banco ni tener sino una parte pequeña de su capital en acciones.

      –Sí, ya sé que hizo esa locura.

      –¡Locura sublime! Locura de un mercachifle que acaso no realizara un poeta… Si tú lo eres, Tristán, si tú puedes tranquilamente entregarte a la contemplación de la belleza y verter en las cuartillas tus ideas y tus sueños, lo debes a que tu padre hizo el sacrificio de sus ideas y de sus sueños para labrarte un capital… Él también era un poeta, él también tenía talento… Pero naciste tú y comprendiendo que su lira no podía darte de comer la arrojó lejos de sí y se puso a trabajar… Agradece al diario, al mayor, al copiador, a esos prosaicos libros en blanco que tú desprecias el que puedas recrearte ahora con otros más amenos. ¡Feliz el que en su juventud no necesita luchar por la existencia y puede gozar libremente de su propio corazón y de los tesoros de poesía que la Providencia ha depositado en él!

      –Vamos, no me sermonee usted más, don Germán. Lo que he dicho de mi tío es una broma. Ya sabe usted demasiado que le estimo.

      –Serías un ingrato si otra cosa hicieras. Tu padre no dejó mucho más de cincuenta mil duros y tu tío acaba de entregarte ochenta mil.

      Tristán Aldama era hijo de un periodista que abandonó muy joven su profesión para dedicarse a asuntos comerciales. Cuando sólo contaba cinco años falleció su madre y aún no tenía doce cuando quedó también huérfano de padre. Este tenía una hermana casada con don Ramón Escudero y a este encomendó por testamento la tutela de su hijo. Escudero había sido cuando joven, primero criado, luego cobrador y más tarde dependiente y hombre de confianza del padre de Reynoso. Cuando éste hizo quiebra, gracias a la reputación de honrado, activo e inteligente que había adquirido entre los hombres de negocios se abrió pronto camino en la Bolsa, montó una casa de banca y logró adquirir un capital considerable. Claro está que así que don Germán regresó a España, la primera persona que visitó en Madrid fue al antiguo y fiel dependiente que tantas veces le había llevado de niño al colegio. En su casa fue donde Tristán y Clara se conocieron y entablaron las relaciones amorosas que estaban a punto de consolidarse tan felizmente con la bendición nupcial.

      –¿Cómo van las obras del cuarto?—preguntó Reynoso.

      –Así, así… Madrid no es una capital; es un lugarón. En cuanto tratamos de introducir en la vida algo elegante o cómodo, algo parecido a lo que en otras naciones es ya de uso corriente, tropezamos con nuestros operarios desmañados, rutinarios, zafios…

      Los futuros esposos habían elegido para vivir un piso en la calle del Arenal y lo estaban arreglando. Tanto Escudero como Reynoso poseían magníficas casas en Madrid y ambos les habían ofrecido habitación en cualquiera de ellas; pero Tristán había rehusado la oferta de su tío y Clara la de su hermano. Este, resarciéndola de la parte que la correspondía en el Sotillo, la había dotado generosamente con medio millón de pesetas.

      Hablaron del piso alquilado y de los preparativos matrimoniales. Tristán se mostraba sobrio de palabras y ensimismado.

      –¿Qué es eso…? Parece que estás de mal humor.

      –Nada tengo distinto de otros días. En general no encuentro en la vida grandes motivos para estar muy contento.

      –Así hablan solamente los que son demasiado felices en este mundo.

      –¿Lo cree usted?—preguntó distraidamente el joven.

      –Sin duda; y tu ejemplo me lo confirma. Eres un hombre mimado por la fortuna. Naciste rico, inteligente, dotado de buena figura, y aunque perdiste temprano a tus padres hallaste en tus tíos un afecto parecido y una vigilancia igual. Los éxitos universitarios comenzaron a halagar desde niño tu amor propio, siguieron después los del Ateneo, escribiste un libro y lograste llamar sobre ti la atención pública; presentas un drama en el teatro y te lo aceptan.

      –Me lo aceptan… pero no lo representan… Mire usted, don Germán, como todo el mundo, usted juzga por las apariencias. Se adivina que ha habido un esfuerzo cuando se ve un resultado; pero aquellos otros que no han logrado cuajarse en el espacio, tomar cuerpo y gozar de la luz, aquellos que viven y mueren en la sombra miserables y desgraciados, aquellos el mundo los ignora y no se le echan en cuenta al hombre feliz.

      –Porque no deben echársele. Las aspiraciones del hombre son infinitas y quisiera beber la eternidad de un trago. ¿Pero son todas ellas legítimas? ¿Todas deben realizarse? Mete la mano en tu seno y verás que muchos de tus deseos no podrían satisfacerse sino a expensas de la satisfacción de tus semejantes… ¡Y todos tenemos que vivir, qué diablo!

      –Es que si tenemos que partir la felicidad con todos tocamos a muy poco.

      –Sería mucho si la felicidad de los demás fuera la nuestra; si supiésemos salir de nosotros mismos.

      Tristán soltó una carcajada. Don Germán se puso un poco colorado.

      –Comprendo bien que en estos asuntos no estoy en disposición de medirme con los que como tú los estudian y los discuten a diario…

      –No es eso, don Germán… Me río porque toda la vida estoy oyendo esa misma frase sin haber logrado saber lo que significa. No sé por qué puerta o balcón podemos salir fuera de nosotros mismos… Es decir, he averiguado que haciendo un agujero en la sien con la bala de un revólver se sale inmediatamente fuera de sí…, pero es para no volver a entrar.

      –Repito que carezco de conocimientos y de medios de expresión para explicarte esa frase ni ninguna otra por ese estilo. Pero si no puedo explicarla siento su verdad en el fondo del alma y me basta… Pero volvamos a ti. Por un don gracioso de Dios tú eres de los pocos que aun encerrados en sí mismos encuentran la dicha. Después de todos los elementos de felicidad de que hemos hablado te enamoras; la mujer que es objeto de tu amor te corresponde; vas a casarte y al satisfacer los ardientes deseos de tu corazón, te encuentras con que el ángel de tus sueños no viene a ti con las manos vacías…

      Esta frase causó una mordedura en el amor propio de Tristán. Disimuló, sin embargo, lo echó a risa y siguió la plática en tono jocoso.

      Pocos minutos después saltaban ladrando en la glorieta dos perros de caza y detrás de ellos una gallarda joven de tez morena, cabellos negros ensortijados que apretaba una gorrilla rusa de piel, pecho exuberante, amplias caderas ceñidas por una falda corta de color gris, calzada con botas altas y llevando colgada del hombro una primorosa carabina. Recordaba por su arrogancia la estatua de Diana cazadora que se admira


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