Riverita. Armando Palacio Valdés

Riverita - Armando Palacio Valdés


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y catedrático de latinidad y retórica y poética. Es persona tan notable desde varios puntos de vista, que de ella nos ocuparemos con alguna detención más adelante. Sólo diremos ahora que era hombre de cuarenta años de edad, rubio, pálido, de pocas carnes y no muy apretadas, de mediana estatura y grandes extremidades. Después del director, la persona más influyente en el colegio: dormía dentro de él, y aun se decía que tenía alguna participación en las ganancias.

      Además de estos personajes principales, había algunos otros secundarios: un maestro de primeras letras, un pasante, un inspector, dos criados, una cocinera, una doncella de labor y una planchadora.

      El régimen interno del colegio no era un modelo de orden y disciplina. El director se cuidaba poco de él: decíase que tiraba de la oreja a Jorge en el casino, y tal vez fuese cierto: lo indudable era que las cosas casi nunca andaban bien, que más de cuatro veces faltó dinero en la caja para pagar al almacenista, y que a los profesores se les adeudaban casi siempre tres o cuatro meses de sueldo. A pesar de esto, D. Jaime tenía suerte; no se le marchaba un chico: el colegio siempre lleno. Tal vez contribuyese a ello su mismo desorden, que tenía algo de patriarcal; aquella amable indisciplina era muy del gusto de los niños. Aunque la comida era de inferior calidad, no estaba tasada ni había gran rigor en las horas: si un chico tenía hambre, bajaba a la cocina, pedía pan y queso, y sin inconveniente alguno, se lo daban, y si la cocinera, de natural francota y bonachona, estaba de humor, hasta le freía un huevo o una magra. Cuando D. Jaime «estaba en fondos,» los gaudeamus se sucedían en el colegio; variedad de postres, vino de Jerez y hasta se improvisaba una que otra merendeta en el campo: D. Jaime era muy aficionado a pintar paisajes, muy malos, eso sí, pero que no por eso dejaban de ser celebrados por discípulos y profesores. En cambio, si se daban bizcas y el bolsillo se desmayaba, adiós confites y la mantequilla del chocolate y las copitas a las once; nadie comía más que lo estrictamente indispensable para no fenecer de hambre. Además, aquellos días no había quien dirigiese la palabra a D. Jaime, ni aun le mirase a la cara: los castigos eran más frecuentes: el palo andaba listo y la sopa perezosa. Hay que confesarlo, porque es la pura verdad, los únicos progresos literarios y científicos del colegio de la Merced se hacían en estos días de crisis monetaria.

      La llegada de Miguel no causó efecto alguno, ni en profesores, ni en discípulos: un niño más, y bien atrasadito por cierto. Sin embargo, no tardó en llamar la atención de unos y de otros por su condición inquieta y ruidosa: en cuanto tomó confianza, y le bastaron pocos días, mostrose tan travieso, tan turbulento, que los maestros comenzaron a murmurar y a tenerle sobre ojo, y los alumnos a contar con él para todas las jugarretas. Don Jaime dijo que aquel chico «era de la piel del diablo y había que apretarle un poco los tornillos.» El cura, aficionado a los motes, le puso por sobrenombre Bullita, y por él se le conoció mucho tiempo en el colegio. Apesar de esto, no despertó rencores, ni antipatías; había en su rostro expresivo cierta nobleza que atraía generalmente, y en sus travesuras nunca dejaba de hallarse alguna gracia: así que, los profesores, aunque le castigasen con dureza, no dejaban muchas veces de reírse y de celebrar al hallarse reunidos «la buena sombra de aquel muchacho.» El único que le odió cordialmente desde su entrada, fue el famoso Pppsicología, el eterno y asendereado opositor. Por supuesto que el odio fue recíproco al instante, y que Miguel no perdonó medio humano de vejarle y tenerle en continuo sobresalto: cuando iba a pronunciar la palabra Psicología, nunca dejó en su vida de prepararse con cierta tosecilla, que hacía inmediatamente sonreír a los compañeros. Los castigos que por esta broma hubo de padecer, no son para contados: pasaba casi todas las horas de recreo encerrado en unas jaulas de madera con rejas de hierro que D. Jaime había hecho construir en el patio para los delincuentes: sobre estas jaulas, y debido a la inventiva de Pppsicología, se habían puesto grandes cartelones con nombres de animales; en uno decía Hipopótamo, en otro Rinoceronte, en otro Bucéfalo, en otro Mastodonte, etcétera, etc. Miguel recorrió innumerables veces la fauna moderna y la antediluviana, pero ya no le daba bendita la vergüenza; se distraía el tiempo de prisión tocando la trompeta con los puños hasta que venía el inspector a hacerle callar: los chicos, de quienes era querido, solían traerle los postres que les sobraban, o bien cigarrillos, o cualquiera otro entretenimiento para que no lo pasase tan mal.

      No por virtud de los castigos y reprensiones, sino por otra causa muy distinta, la conducta de Miguel reformose algún tanto durante una temporada de varios meses, a los dos años próximamente de hallarse en el colegio. Fue el amor quien operó este cambio, si merece tal nombre la afición prematura que le prendió por la planchadora del colegio. Había establecido ésta en su cuarto de trabajo, situado en la guardilla, una tertulia donde acudían algunos niños en las horas de recreo: contábales historias maravillosas mientras repasaba la ropa blanca o la aplanchaba. Desde un día que subió casualmente aficionose tanto a ellas, que comenzó a acudir asiduamente para escucharlas. Sentado a los pies de la narradora, con la cabeza apoyada en sus rodillas, pasaba admirablemente las horas embebecido y suspenso. Por delante de sus ojos desfilaron las aventuras estupendas de Los doce pares de Francia, la historia de Aladino o la lámpara maravillosa, la de Flores y Blanca-Flor «su descendencia, amores y peligros que pasaron por ser Flores moro y Blanca-Flor cristiana,» la de Pierres de Provenza y la hermosa Magalona, la de El esforzado Clamades y la hermosa Clermonda, o sea El caballo de madera, y otras muchas interesantísimas donde la virtud sale triunfante y el vicio corrido. Sabida de todos es la particular inclinación que tienen las planchadoras a ver a los buenos ricos y felices y a los malos abatidos y miserables. Miguel participó muy pronto de estas ideas: y aunque la bella narradora agotó prontamente el repertorio de sus fábulas, cada día las escuchaba con más atención y deleite. Fuerza es confesar, como ya indicamos, que algo, bastante y aun mucho influía en su atención el placer que empezaba a sentir contemplando la vigorosa y agraciada figura de Petra (así se llamaba). Llegó a admirarla como un bruto: el ideal de la belleza se encarnó para él en sus carnes frescas, sonrosadas y un tanto crasas.

      El cuarto de la planchadora era una verdadera estufa en las tardes de verano. La proximidad del tejado, lo bajo del techo y la hornilla encendida se conjuraban para hacerlo intolerable. No obstante, Miguel encontrábase allí como el pez en el agua: la mayor parte de las tardes, cuando llegó esta época, se las pasaba nuestro héroe mano a mano con el ideal, sin que nadie viniese a turbarlo. Los tertulianos de la guardilla desertaban hostigados por el calor. El ideal se mostraba en su posible desnudez, los brazos remangados hasta el sobaco, el liviano pañuelo de percal arriado hasta donde el pudor empezaba a gritar con fuerza. El mórbido cuello relucía con el sudor, las mejillas se inflamaban y los negros y mal peinados cabellos caían en crenchas sobre la espalda y en rizos sobre la frente salpicada también de menudas y brillantes gotas de agua. Ahumaba la planchadora, o por mejor decir, despedía un vaho sutil y punzante que Miguel aspiraba embriagándose sin darse cuenta de ello.

      Cuando no venían otros chicos, Petra no se decidía a malgastar sus talentos de novelista, y se dedicaba con alma y vida a la tarea que se le había encomendado; el hijo del brigadier seguía con atención profunda, como un aprendiz que desea imponerse pronto en el arte, las manos de la bella. Algunas veces le daba a ésta por hacerle un sin número de preguntas, enterándose de todos los pormenores de su vida; los disgustos de Miguel con su madrastra la enternecieron sobremanera, y se desató en injurias contra ella, diciendo que no tenía corazón y que era peor que las fieras de los montes; después alargó su diatriba a todas las señoras.—«Mira Miguelito, que te lo digo yo; ninguna señora sabe lo que es conciencia; tienen el corazón más duro que una piedra; si es caso, vale más una pobre de la calle que todas esas señoras con su colorete y su ringo rango… No llevan nada que no sea postizo: el pelo, el color, los dientes… y otras cosas que no quiero decirte porqué eres todavía pequeño… Pocas gracias que sean bonitas de ese modo… ¡anda, anda!… ¡pues si las pobres nos pusiéramos todos esos perendengues!… Pero más vale lo natural, ¿no es verdad, Miguelito? ¿Llevo yo polvos de arroz? ¿llevo colorete? ¿eh?… Toca, toca lo que quieras… frota bien (Miguel frotaba con mano temblorosa). Y apesar de eso, no cambio mis colores por los de ninguna de esas señoritas tísicas que van al Prado en carretela…»

      El hijo del brigadier asentía incondicionalmente a estas atrevidas proposiciones; quizá las llevase en su pensamiento más allá que la misma interesada. La verdad es que la admiración de Petrarca a


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