La Catedral. Blasco Ibáñez Vicente

La Catedral - Blasco Ibáñez Vicente


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poder poco si no te saco a flote, quitándote ese aspecto de muerto resucitado.

      Gabriel sonrió tristemente.

      –Es inútil que te esfuerces. Mi estómago acabó. Le basta con un poco de leche, y gracias que lo admita.

      Esteban dio órdenes a la vieja para que bajase a la ciudad en busca de leche, y cuando iba a sentarse al lado de su hermano, se abrió la puerta que daba al claustro, asomando por ella una cabeza de hombre joven.

      –¡Buenos días, tío!—exclamó.

      Tenía un perfil achatado y perruno; los ojos eran de malicia, y peinaba lustrosos tufos pegados arriba de las orejas.

      –Pasa perdido, pasa—dijo el Vara de palo.

      Y añadió, dirigiéndose a su hermano:

      –¿Sabes quién es éste…? ¿No? Pues el hijo de nuestro pobre hermano, que Dios tenga en su gloria. Vive en las habitaciones altas del claustro con su madre, que lava la ropa de coro de los señores canónigos y riza unas sobrepellices que da gozo verlas.... Tomás, muchacho, saluda al señor. Es tu tío Gabriel, que acaba de llegar de América, y de París, ¡y qué sé yo de dónde! De tierras que están muy lejos, muy lejos.

      El muchacho saludó a Gabriel, algo intimidado por la cara triste y enferma de aquel pariente, del que había oído hablar a su madre como de un ser misterioso y novelesco.

      –Aquí donde lo ves—prosiguió Esteban dirigiéndose a su hermano y mostrándole al muchacho—, es la peor cabeza de la catedral. El señor canónigo Obrero más de una vez le hubiese puesto de patitas en la calle si no fuese por consideración a la memoria de su padre y de su abuelo y al apellido que lleva, pues todos saben que los Luna son antiguos en la catedral como las piedras de sus muros.... No se le ocurre calaverada que no la realice: en plena sacristía jura como un impío a espaldas de los señores beneficiados. ¡No digas que no, granuja!

      Y le amenazaba con una mano, entre severo y risueño, como si en el fondo de su pensamiento le hiciesen cierta gracia las faltas del sobrino. Éste acogía la reprimenda con muecas que agitaban su cara de movilidad simiesca y sin bajar los ojos, que tenían una fijeza insolente.

      –Es una mala vergüenza—continuó el tío—que te peines así, como la chulería de la corte que viene a Toledo en las grandes fiestas. En la buena época de la catedral ya te hubiesen pelado al rape. Pero como en estos tiempos de desamortización, libertad y desgracias, nuestra santa iglesia es pobre como una rata, la miseria no deja humor a los señores del cabildo para fijarse en detalles, y todo anda abajo que da lástima. ¡Qué abandono, Gabriel! ¡Si lo vieras! Esto parece una oficina como esas de Madrid adonde va la gente a cobrar y echa a correr en seguida. La catedral es hermosa como siempre, pero no se encuentra por parte alguna la majestad del culto del Señor. Lo mismo dice el maestro de capilla, indignándose al ver que en las grandes fiestas sólo toman asiento en medio del coro hasta media docena de músicos. La gente joven que vive en las Claverías no tiene amor a nuestra Primada y se queja de lo cortos que son los sueldos, sin tener en cuenta el temporal que aguanta la religión. Si esto continúa, no me extrañará ver a este pájaro y a otros tan tunantes como él jugando a la rayuela en el crucero… ¡Dios me perdone!

      Y el simple Vara de palo hizo un gesto escandalizándose de sus palabras. Después continuó:

      –Este señorito, aquí donde lo ves, no está contento con su estado, y eso que, siendo casi un mocoso, ocupa el cargo que su pobre padre no pudo conseguir hasta los treinta años. Quiere ser torero, y hasta un domingo se atrevió a salir en una novillada en la plaza de Toledo. Su madre bajó desmelenada como una Magdalena a contármelo todo, y yo, pensando que su padre había muerto y me correspondía hacer sus veces, aguardé al señor cuando volvía de la plaza echándolas de guapo, y lo arreé desde la escalera de la torre hasta su habitación con la misma vara de palo que me sirve en la catedral. Él te dirá si tengo la mano dura cuando me enfado.... ¡Virgen del Sagrario! ¡Un Luna de la Santa Iglesia Primada metido a torero! ¡Poco rieron los canónigos y hasta el señor cardenal, según me han dicho, al conocer el caso! Un beneficiado de buen humor le apodó desde entonces el Tato, y así le llaman todos en la casa. ¿Has visto, hermano, qué honra proporciona a la familia este tuno…?

      El silenciario pretendía anonadar con su mirada al Tato, pero éste sonreía, sin impresionarse gran cosa con las palabras de su tío.

      –Y no creas, Gabriel—continuó—, que a este individuo le falta un pedazo de pan y por eso hace tales disparates. A pesar de su mala cabeza, tiene desde los veinte años el cargo de perrero de la santa catedral: ha llegado adonde sólo se llegaba en tiempos mejores después de muchos años y buenas agarraderas. Cobra sus seis realitos diarios, y como anda suelto por la iglesia, puede enseñar las curiosidades a los forasteros. Con las propinas que le caen está mejor que yo. Los extranjeros que visitan la catedral, gentes descomulgadas que nos miran como monos raros y encuentran todo lo nuestro curioso y digno de risa, se fijan en él. Las inglesas le preguntan si ha sido toreador, y él ¡para qué necesita más…! Al ver que le dan por el gusto, suelta el saco de las mentiras (porque a embustero nadie le echa la pata encima) y cuenta las grandes corridas que lleva dadas en Toledo y fuera de él, los toros que ha muerto… y esos bobalicones de Inglaterra toman nota en sus álbumes, y hasta alguna rubia patuda dibuja de un trazo la cabeza de este trapalón. A él lo que le interesa es que le crean las mentiras y al final le larguen la peseta; le importa poco que esos herejes se vayan a su tierra propalando que en la catedral de Toledo, en la Iglesia Primada de las Españas, los empleados son toreros y ayudan a las ceremonias del culto entre corrida y corrida. Total, que gana más dinero que yo, y a pesar de esto, se cree postergado en su cargo… ¡Un empleo tan hermoso! ¡Marchar en las grandes procesiones al frente de todos, junto a la gran manga de la Primada, con una horquilla forrada de terciopelo rojo para sostenerla si es que cae, y vestido con un ropón de brocado escarlata, como un cardenal! Hasta se parece en ese traje, según dice el maestro de capilla, que sabe mucho de tales cosas, a un tal Diente o no sé cómo, que hace siglos vivía en Italia y bajó al infierno, escribiendo su viaje en verso.

      Sonaron pasos en una angosta escalerilla de caracol que, perforando el muro, comunicaba el recibimiento con el piso superior.

      –Es don Luis—dijo el Vara de palo—. Va a decir su misa en la capilla del Sagrario, y después al coro.

      Gabriel se levantó del sofá para saludar al sacerdote. Era pequeño y de constitución débil, resaltando en él desde el primer golpe de vista la desproporción entre el cuerpo enfermizo y la cabeza enorme. La frente, abombada y saliente, parecía aplastar con su peso las facciones morenas e irregulares, alteradas por la huella de las viruelas. Era feo, y sin embargo, la expresión de sus ojos azules, el brillo de la dentadura sana, blanca e igual, que parecía iluminar la boca, y la sonrisa ingenua, casi infantil, que plegaba los labios, daban a su rostro esa expresión simpática que revela a los seres sencillos ensimismados en sus aficiones artísticas.

      –¿Conque el señor es ese hermano de quien tanto me ha hablado usted?—dijo al oír la presentación que hacía Esteban.

      Tendió su mano a Gabriel amistosamente. Los dos eran de aspecto enfermizo: el desequilibrio orgánico parecía atraerles fraternalmente.

      –Ya que el señor ha estudiado en el Seminario—dijo el maestro de capilla—, conocerá algo de música.

      –Es lo único que recuerdo de aquellas enseñanzas.

      –¡Y al viajar tanto por el mundo, habrá oído cosas buenas…!

      –Algo hay de eso. La música es para mí la más grata de las artes. Entiendo poco de ella, pero «la siento».

      –Muy bien, muy bien. Seremos amigos. Ya me contará usted cosas. ¡Cuánto le envidio por haber corrido el mundo…!

      Hablaba como un niño inquieto, sin querer sentarse por más que el silenciario, en cada una de sus evoluciones por la sala, le ofrecía una silla. Iba de un lado a otro con el manteo terciado y la teja en la mano, un pobre sombrero sin rastro de pelo, abollado, con una capa de grasa en las alas, mísero y viejo como la sotana y los zapatos. A pesar de esta pobreza, el maestro de capilla tenía cierta elegancia. Su cabello,


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