La Catedral. Blasco Ibáñez Vicente

La Catedral - Blasco Ibáñez Vicente


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después, dejando la vacante a otros advenedizos; y los Luna siempre en su puesto, como si la antigua familia fuese una pilastra más de las muchas que sostienen el templo. Podría ser que el arzobispo que un día se llamaba don Bernardo, se llamase al año siguiente don Gaspar y al otro don Fernando; lo imposible e inverosímil era que la catedral pudiese existir sin tener algún Luna en el jardín, en la sacristía o en el crucero, acostumbrada durante tantos siglos a sus servicios.

      El jardinero hablaba con orgullo de su estirpe: de su noble y desgraciado pariente el condestable don Álvaro enterrado como un rey en su capilla detrás del altar mayor; del papa Benedicto XIII, altivo y tozudo como todos los de la familia; de don Pedro de Luna, V de su nombre en la silla arzobispal de Toledo, y de otros parientes no menos ilustres.

      –Todos somos del mismo tronco—decía con orgullo—. Todos vinimos a la conquista de Toledo con el buen rey Alfonso VI. Sólo que unos Luna le tomaron gusto a matar moros, y fueron señores y conquistaron castillos, y otros, mis abuelos, quedaron al servicio de la catedral, como fervorosos cristianos que eran.

      Con la satisfacción de un duque que cuenta sus ascendientes, el señor Esteban remontaba la cadena de los Luna hasta titubear y perderse en pleno siglo XV. Su padre había conocido a don Francisco III Lorenzana, el príncipe de la Iglesia fastuoso y pródigo, que gastaba las cuantiosas rentas del arzobispado construyendo palacios y editando libros, como un gran señor del Renacimiento. Había conocido también al primer cardenal de Borbón, don Luis II, y contaba la vida novelesca de este infante. Hermano del rey Carlos III, la costumbre que dedicaba a la Iglesia a los ilustres segundones le había hecho cardenal a la edad de nueve años. Pero a aquel buen señor, retratado en la Sala Capitular con peluca blanca, labios pintados y ojos azules, le llamaban más los goces del mundo que las grandezas de la Iglesia, y abandonó el arzobispado para casarse con una dama de modesta estirpe, riñendo para siempre con el monarca, que lo envió al destierro. Y el viejo Luna, saltando de abuelo en abuelo a través de los siglos, recordaba al archiduque Alberto, que renunció la mitra toledana para ir a gobernar los Países Bajos, y al magnífico cardenal Tavera, protector de las artes; todos príncipes excelentes, que habían tratado con cariño a la familia, reconociendo su secular adhesión a la Santa Iglesia Primada.

      Los tiempos de la juventud fueron malos para el señor Esteban. Eran los de la guerra de la Independencia. Los franceses ocupaban Toledo y entraban en la catedral como paganos, arrastrando el sable en plena misa mayor, para curiosear hasta por los últimos rincones. Las alhajas estaban escondidas; los canónigos y los beneficiados, que entonces se llamaban racioneros, vivían desperdigados por la península. Unos se habían refugiado en las plazas todavía españolas; otros estaban ocultos en los pueblos, haciendo votos por que pronto volviese el Deseado. El coro daba lástima con las escasas voces de los tímidos y los comodones que, pegados al asiento y no pudiendo vivir lejos de él, habían reconocido al rey intruso. El segundo cardenal de Borbón, el dulce e insignificante don Luis María, estaba en Cádiz, de regente del reino. Era el único de la familia que quedaba en España, y las Cortes habían echado mano de él para dar cierto tinte dinástico a su autoridad revolucionaria.

      Cuando al terminar la guerra volvió a su sede el pobre cardenal, el señor Esteban se enterneció viendo su rostro de niño triste, rematado por una cabeza de redonda e insignificante pequeñez. Venía desalentado y cariacontecido, después de recibir en Madrid a su sobrino Fernando VII. Sus compañeros de regencia estaban en la cárcel o en el destierro; y sí él no sufrió igual suerte, era por su mitra y su apellido. El infeliz prelado creía haber hecho una gran cosa sosteniendo los intereses de su familia durante la guerra, y se veía acusado de liberal, de enemigo de la religión y del trono, sin que pudiese adivinar en qué había conspirado contra ellos. El pobre cardenal de Borbón languideció de tristeza en su palacio, dedicando sus rentas a hacer obras en la catedral, hasta que murió al iniciarse la reacción de 1832, dejando el sitio a Inguanzo, el tribuno del absolutismo, un prelado con patillas entrecanas, que había hecho su carrera en las Cortes de Cádiz atacando como diputado toda reforma y abogando por el retroceso a los tiempos de los Austrias, medio seguro para salvar al país.

      El buen jardinero saludaba con igual entusiasmo al cárdena borbónico odiado de los reyes, que al prelado con patillas que hacía temblar a toda la diócesis con su genio acre y desabrido y sus arrogancias de revolucionario absolutista. Para él, quien llegaba a la silla de Toledo era un hombre perfecto, cuyos actos no se podían discutir, y hacía oídos sordos a las murmuraciones de canónigos y beneficiados, los cuales, fumando un cigarrillo en el cenador de su jardín, hablaban-de las genialidades de aquel señor de Inguanzo, indignado contra el gobierno de Fernando VII porque no era bastante «neto» y por miedo a los extranjeros no osaba restablecer el saludable Tribunal de la Inquisición.

      Lo único que entristecía al jardinero era contemplar la decadencia de su querida catedral. Las rentas del arzobispado y las del cabildo habían sufrido gran merma con la guerra. Había ocurrido lo que en las inundaciones, que, al retirarse, arrastran árboles y casas, dejando el terreno yermo y desabitado. La Primada perdía muchos de sus derechos; los arrendatarios se hacían dueños valiéndose de los apuros del Estado; los pueblos se negaban a pagar sus servidumbres feudales, como si el hábito de defenderse y hacer la guerra les librase para siempre del vasallaje. Además, las empecatadas Cortes, decretando la abolición de los señoríos, habían cercenado las cuantiosas rentas de la catedral, adquiridas en los siglos en que los arzobispos de Toledo se calaban el casco y andaban con los moros a golpes de mandoble.

      Aun así, le restaba una fortuna considerable a la Iglesia Primada, y mantenía su esplendor como si nada hubiese ocurrido; pero el señor Esteban husmeaba el peligro desde el fondo de su jardín, enterándose por los canónigos de las conspiraciones liberales y de los fusilamientos, horcas y destierros a que tenía que apelar el señor rey don Fernando para contener la audacia de los «negros», enemigos de la monarquía y la Iglesia.

      –Han probado el dulce—decía—, y volverán, ¡vaya si volverán!, así que les dejen. Durante la guerra nos dieron el primer mordisco, quitando a la catedral más de la mitad de lo suyo, y ahora nos robarán el resto, si es que logran coger la sartén del mango.

      El jardinero se indignaba ante la posibilidad de que esto ocurriera. ¡Ay! ¡Y para esto habían peleado con los moros tantos señores arzobispos de Toledo, conquistando villas, asaltando castillos y acotando dehesas, que pasaban a ser propiedad de la catedral, contribuyendo al mayor esplendor del culto a Dios! ¡Y para caer en las manos puercas de los enemigos de todo lo santo habían testado tantos fieles en la hora de la muerte, reinas, magnates y simples particulares, dejando lo más sano de su fortuna a la Santa Iglesia Primada, con el deseo de salvar su alma…! ¿Qué iba a ser de las seiscientas personas, entre grandes y chicos, clérigos y seglares, dignidades y simples empleados, qué comían de las rentas de la catedral…? ¿Y a eso llamaban libertad? ¿A robar lo que no era suyo, dejando en la miseria a un sinnúmero de familias que se mantenían de la «olla grande» del cabildo?

      Cuando los tristes presentimientos del jardinero comenzaron a cumplirse y Mendizábal decretó la desamortización, el señor Esteban creyó morir de rabia. El cardenal Inguanzo procedió mejor que él. Arrinconado en su palacio por los liberales, como su antecesor lo había sido por los absolutistas, tomó el partido de morirse, para no presenciar tantos atentados contra la fortuna sagrada de la iglesia. El señor Luna, que por ser simple jardinero no podía imitar al cardenal, siguió viviendo; pero todos los días tomaba un disgusto al saber que, por cantidades irrisorias, algunos moderados de los que no faltaban a la misa mayor iban adquiriendo hoy una casa, mañana un cigarral, al otro una dehesa, fincas todas pertenecientes a la Primada que habían pasado a figurar en los llamados bienes nacionales. ¡Ladrones! Al señor Esteban le causaba igual indignación esta subasta lenta, que desgarraba en piezas la fortuna de la catedral, que si viera a los alguaciles entrar en su casa de las Claverías para llevarse los muebles de la familia, cada uno de los cuales guardaba el recuerdo de un ascendiente.

      Hubo momentos en que pensó abandonar el jardín, marchando al Maestrazgo o a las provincias del Norte en busca de los leales que defendían los derechos de Carlos V y la vuelta a los antiguos tiempos. Tenía entonces cuarenta años; sentíase ágil y fuerte, y aunque su humor era pacífico y nunca había tocado un fusil, le animaba el ejemplo de algunos estudiantes tímidos y piadosos que se


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