Un Reino de Sombras . Морган Райс
Estos no eran soldados; eran esclavos, criminales, muchachos, ancianos, los indeseables de la sociedad, todos enlistados para cuidar un muro de llamas que no había cambiado en mil años. No era más que una celda glorificada, y él merecía algo mejor. Merecía estar en cualquier parte menos aquí, quizá custodiando las puertas reales de Andros.
El capitán miró hacia abajo de manera desinteresada mientras se desataba otra pelea, la tercera del día. Esta parecía desarrollarse entre dos muchachos crecidos que peleaban por un pedazo de carne. Un grupo de muchachos gritando y animándolos rápidamente se puso alrededor de ellos. Esta era su única fuente de diversión en este lugar. Estaban totalmente aburridos de pie mirando Las Flamas día tras día y con sed de sangre; y él les permitía divertirse. Si se mataban entre ellos, mucho mejor; esos serían dos muchachos menos que vigilar.
Se escuchó un grito mientras uno de los muchachos vencía al otro, encajándole una daga en el corazón. El muchacho se desplomó mientras los otros vitoreaban su muerte y se lanzaban sobre su cuerpo para ver qué podían encontrar. Esta al menos era una muerte rápida y misericordiosa, mucho mejor que las muertes lentas que les esperaban a los otros. El victorioso se acercó, empujó a los demás, se agachó y tomó el pedazo de pan del bolsillo del muerto y lo puso en el suyo de nuevo.
Tan solo era un día más en Las Flamas, y el capitán ardía con indignidad. Él no se merecía esto. Había cometido un error desobedeciendo en una ocasión una orden directa, y como castigo lo habían mandado a este lugar. Era injusto. Lo daría todo por poder regresar y cambiar ese momento de su pasado. La vida, pensó, podía ser demasiado exigente, demasiado absoluta, demasiado cruel.
El capitán, aceptando su suerte, se dio la vuelta y observó de nuevo Las Flamas. Había algo en su constante crujir, incluso después de todos estos años, que le parecía atrayente y hasta hipnótico. Era como ver el rostro de Dios mismo. Mientras se perdía en el resplandor, pensó en la naturaleza de la vida. Todo parecía tan insignificante. Su puesto aquí—los puestos de todos estos muchachos—parecía tan insignificante. Las Flamas habían existido por miles de años y nunca morirían, y mientras siguieran ardiendo, la nación de troles nunca podría invadir.
Era como si Marda estuviera al otro lado del océano. Si dependiera de él, tomaría a los mejores de estos muchachos y los pondría en otra parte de Escalon, en las costas, en donde realmente se les necesitaba, y les daría muerte a todos los criminales entre ellos.
El capitán perdió la noción del tiempo como le pasaba a menudo, perdiéndose en el resplandor de Las Flamas, y no fue sino hasta muy tarde en el día cuando se sobresaltó poniéndose en alerta. Había visto algo, algo que no podía procesar, y se frotaba los ojos pensando que era una alucinación. Pero mientras miraba, lentamente se dio cuenta de que esto no era una ilusión. El mundo estaba cambiando delante de sus ojos.
Lentamente, el constante crujir por el que había vivido cada momento desde que llegó aquí, se detuvo. El calor que emanaba desde Las Flamas desapareció de repente haciéndole sentir un escalofrío, su primer escalofrío real desde que había llegado a este lugar. Y entonces, al mirar, la columna de flamas brillantes rojas y naranjas, las que le habían hecho arder los ojos iluminando día y noche sin cesar, habían desaparecido por primera vez.
Desaparecieron.
El capitán se frotó los ojos de nuevo en confusión. ¿Estaba soñando? Delante de él Las Flamas estaban bajando hacia el suelo como una cortina que caía. Y un segundo después, no quedó nada en absoluto.
Nada.
El capitán dejó de respirar y el pánico y la incredulidad empezaron a crecer dentro de él. Por primera vez se encontró mirando hacia lo que había del otro lado: Marda. Era una visión clara y sin obstrucciones. Era una tierra llena de negro; montañas negras y desiertas, escarpadas rocas negras, tierra negra, y árboles negros y muertos. Era una tierra que nunca debió ver; una tierra que nunca nadie en Escalon debió ver.
Hubo un silencio aterrante mientras los muchachos debajo por primera vez dejaron de pelear entre ellos. Todos ellos, impactados, se voltearon boquiabiertos. El muro de flamas se había extinguido y, del otro lado de pie y mirándolos con avaricia, estaba un ejército de troles que llenaba la tierra hasta el horizonte.
Una nación.
El corazón del capitán se desplomó. Ahí, a unos pies de distancia, estaba una nación de las bestias más desagradables, gigantescas, grotescas y deformes que había visto, todas blandiendo enormes alabardas y todas esperando pacientemente este momento. Millones de ellos los miraban pareciendo igual de impactados al darse cuenta de que nada los separaba de Escalon.
Las dos naciones se encararon mirándose entre ellos, los troles con una mirada de victoria y los humanos en pánico. Después de todo, eran unos cientos de humanos contra un millón de troles.
Se escuchó un grito que rompió el silencio. Este vino del lado de los troles, un grito de triunfo, y este fue seguido por un gran estruendo mientras los troles avanzaban. Se abalanzaron como una manada de búfalos, levantando sus alabardas y cortando las cabezas de muchachos congelados en pánico que ni siquiera pudieron correr. Fue una oleada de muerte, una oleada de destrucción.
El capitán mismo se quedó inmóvil en su torre, muy aterrado como para sacar su espada mientras los troles ya iban hacia él. Un momento después sintió cómo caía mientras la furiosa multitud derribaba su torre. Cayó sobre los brazos de los torres y gritó al sentir que lo tomaban con sus garras y lo hacían pedazos.
Y al encontrarse ahí muriendo y sabiendo lo que se avecinaba sobre Escalon, un pensamiento final cruzó por su mente: el muchacho que había sido apuñalado, que había muerto por un pedazo de pan, era el más afortunado de todos.
CAPÍTULO DOS
Dierdre sentía que sus pulmones eran aplastados mientras daba vueltas en la profundidad y desesperada por aire. Trató de estabilizarse pero sin poder lograrlo debido a las masivas olas de agua que la hacían girar una y otra vez. Deseaba respirar más que cualquier otra cosa en el mundo y su cuerpo gritaba por oxígeno, pero sabía que tratar de respirar ahora significaría su muerte.
Cerró los ojos y lloró, mezclando sus lágrimas con el agua y preguntándose cuándo terminaría este infierno. Su único consuelo fue el pensar en Marco. Lo había visto caer al agua junto con ella, lo había sentido tomarla de la mano y ahora lo buscaba por todas partes. Pero no encontró nada más que negrura y olas de espuma en la aplastante agua. Pensó que Marco ya debería estar muerto.
Dierdre deseaba llorar, pero el dolor derribó cualquier pensamiento de autocompasión de su mente y la hizo pensar solo en sobrevivir. Pero justo cuando pensó que la ola no podría cobrar más fuerza, esta la empujó contra el suelo una y otra vez atrapándola con tal fuerza que sintió que el peso del mundo entero estaba sobre ella. Sabía que no sobreviviría.
Pensó que el morir aquí en su ciudad natal y aplastada por una ola gigante creada por los cañones de los Pandesianos era irónico. Hubiera elegido morir de cualquier otra forma. Pensó que podría arreglárselas con cualquier clase de muerte; excepto ahogarse. No podía soportar el dolor extremo, la agitación, el no poder abrir la boca y tomar una bocanada de aire que cada parte de su cuerpo deseaba con desesperación.
Sintió que se volvía más débil y que sucumbía ante el dolor. Pero entonces y justo cuando sentía sus ojos cerrarse, justo cuando sabía que no podría soportar un segundo más, sintió que daba la vuelta y giraba rápidamente hacia arriba arrojada por la ola con la misma fuerza con la que la había aplastado. Se dirigió rápidamente hacia la superficie con el impulso de una catapulta, alcanzando a ver la luz solar y con la presión lastimándole los oídos.
Para su sorpresa, un momento después salió a la superficie. Jadeó tomando grandes bocanadas de aire y más agradecida de lo que nunca había estado en su vida. Abrió la boca tratando de respirar y, un momento después y para su terror, fue succionada debajo del agua de nuevo. Pero esta vez tuvo suficiente oxígeno para resistir un poco más y el agua no la empujó tan profundo.
Pronto salió a la superficie de nuevo tomando otra bocanada de agua y antes de ser sumergida de nuevo. Era diferente en cada ocasión, la ola