La dama joven. Emilia Pardo Bazan
Dolores, haciéndose la distraída, lo oyó todo.
Al salir Concha de la escena, contrastaba el semblante de las dos hermanas, vertiendo satisfacción el de la menor, ceñudo el de la mayor. Concha, sin repararlo, se echó casi en brazos de Dolores, con alegría de chiquilla.
—¿Has visto cómo me aplaudieron? has visto?
—Anda, anda, ven á desnudarte—murmuró la hermana extendiéndole por los hombros una toquilla y empujándola al tocador.
Apenas estuvieron en él, al desabrocharle el cuerpo, le dijo en voz baja:
—¿Y Ramón? ¿Es verdad que no está en el teatro?
—Jesús, mujer... ¿qué sé yo? Aguarda... Sí, me parece que salió...
—¿Que salió? ¿Á dónde? ¿Cómo es eso?
—Siendo!! También es fuerte cosa que yo te lo he de decir!
—Concha, Concha! No te andes con guasas... Los hombres tienen poco aguante, y se cansan pronto de ciertas cosas... Hoy has llamado la atención de todo el mundo. ¡Dicen de ti primores!... ¿Qué tienes aquí?
—Un alfiler... Uy! Me has pinchado... No, lo que es hoy, entre el otro y tú...
Pronunció esto la niña medio llorando, impresionada, con esa facilidad con que las personas nerviosas pasan de la expansión del placer á la del dolor. Y casi en voz alta, á pesar de que Rosalía Cañales se desnudaba allí á dos pasos con el oído en acecho, afirmó que ya la incomodaban tales majaderías, que ella no había hecho nada de malo, y si Ramón no lo quería así, que lo dejase. También era tontería de Dolores disgustarse por eso: probablemente Ramón ya estaría de vuelta para cantar... Y sino, buen viaje... Así que se hubo desnudado, salió aprisa, y al amparo de un bastidor miró hacia la escena.
El Orfeón se alineaba ya en semicírculo al rededor del foso, ostentando en el centro su charro estandarte azul bordado de plata, sobre el cual se agrupaban coronas y premios ganados en certámenes, una lira de oro, una flor del mismo metal: el director, grave y solícito, recorría las filas, colocando bien á cada orfeonista: el aspecto era muy satisfactorio: casi todos vestían, con la desmaña peculiar del obrero, levitas negras y calzaban guantes blancos; no sabiendo cómo colocar los brazos, dejábanlos caer á lo largo del cuerpo, buscando por instinto un punto de apoyo en la decoración. El telón subió, y á la clara luz de las candilejas y del gas, vió Concha que su novio no estaba allí. ¡Valiente caprichoso! ¿Dónde se habría metido? Mientras ella cavilaba sobre el asunto, el Orfeón preludiaba la Barcarola con un suave mosconeo hecho sin abrir la boca, que remedaba el silbo del viento y el murmullo del oleaje. ¡Ya se lo diría de misas mañana! ¡Largarse así, dejándola en una vergüenza delante de todo el mundo, para que aquellas mal intencionadas se riesen de ella! No echarle siquiera la corona!
Entre tanto el Orfeón, sin interrumpir el acompañamiento imitativo, rompía en una melodiosa estrofa, que hablaba de la luna, las bateleras, de bogar, del barquichuelo; Concha oía maquinalmente; sus nervios se templaban y á la rabieta sucedía una tristeza vaga, un deseo de amor. ¡Pasarle hoy tales cosas! ¡Hoy precisamente, cuando debía su novio estarle tan agradecido! Columpiada por la música, el recuerdo del jardín acudía, dulce, embellecido por la memoria y poetizado por el acompañamiento de la barcarola soñolienta... La sacaron de su distracción dos ó tres socios que venían á felicitarla por su brillante triunfo, y el director de un periódico local, que le decía con aire de suficiencia:
—Ya sabemos, ya sabemos que tenemos aquí una insigne artista, llamada á dar días de gloria á la patria...
Estrella se había retirado de su palco, después de hablar breves instantes con Gormaz. Alguna gente de las plateas, alarmada por el anuncio de la lectura de poesías, desfilaba también, consultando el reloj y haciendo el menos ruido posible. En las butacas se abrían bastantes claros. Dolores y Concha, habiendo confiado la cesta al conserje, se escabulleron, arrebujadas en sus mantones. Encontrábanse cansadas, como gente que ha dormido en varias noches y ha trabajado siempre. Ambas guardaban silencio, porque tenían en qué pensar y sus pensamientos no iban acordes. Al recogerse, no hubo conversación de cama á cama.
Cualquier bicho extraño, cualquier alimaña inverosimil que viesen entrar por la ventana del tejado el día siguiente á eso de las ocho, les causaría menos sorpresa que la aparición repentina de Gormaz, previos dos golpecitos muy discretos á la puerta y un—¿dan ustedes su permiso?—de lo más respetuoso. Venía el pobrecillo ahogándose con el asma, por la subida á aquel cuarto abohardillado, no muy distante del cielo. Brindáronle atentamente el asiento de preferencia en el quebrado sofá, pero él, á fuer de cumplido caballero,
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