La dama joven. Emilia Pardo Bazan

La dama joven - Emilia Pardo  Bazan


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que somos novios, y aún no hemos podido hablar en paz y en gracia de Dios un cuarto de hora.

      Díjolo con tal rabia, que Concha, cediendo á un movimiento compasivo, le llamó.

      —Bueno, ven... Pero no hay que contarlo ¿eh? Silencio.

      Siguieron su camino, él satisfecho ya, ella un tanto envanecida, allá en el fondo del alma, por llevar de acompañante á su novio, un novio de levita que podía confundirse con un señorito. Callaban, preocupados por la misma novedad de la situación, y sin despegar los labios salieron de la calle Mayor al paseo público, á la sazón desierto. Hacía frío. Los árboles sin hojas y las farolas apagadas se perfilaban sobre el gris ceniza del crepúsculo invernal; un pilluelo pasó corriendo, dando un empujón á Concha, que llamó á su acompañante.

      —¡Ramón! ¿tú qué tienes?

      En efecto, parecía pensativo. Con voz algo dura, contestó:

      —No tengo nada.

      —Nada, ¿y vas ahí que pareces un mochuelo? ¿Después de que te dan gusto, llevas ese gesto?

      —No tengo obligación de estar hoy tan contento como tú.

      —¿Y yo por qué he de estar contenta hoy?

      —Porque vas á lucirte, á ponerte muy maja y muy bonita para salir á las tablas.

      Echóse á reir la muchacha.

      —No te rías—articuló él con acento opaco...—Haz el favor de no reirte, que yo no hablo de broma.

      —Pero hombre... no me he de reir! Te enfadas porque me presentaré en las tablas muy compuesta... ¿Pues no vas tú también con el fondo del baúl encima? Vamos—añadió viendo la fisonomía contraída de Ramón—no seas majadero; ya sabes que trabajo por compromiso con el Vice-presidente y por complacer al señor de Gormaz... Buenos apuros me ha costado la tal función: hace tres noches que no duermo casi... Maldito el chiste que...

      —Sí, sí, dices eso, pero otra te queda... Si no te gustase no irías allí de muestra, no irías.

      —¿Tienes gana de armarla hoy? Pues para eso, pude venir sola.

      —No—replicó él con más blandura—no te digo nada, Dios me libre, haz lo que quieras; pero tengo que advertirte una cosita, eso sí: no te parezca mal.

      —Vamos á ver qué sale después de tanto aparato.

      —Cuando nos casemos...

      —De aquí allá!

      —Cuando nos casemos—reiteró con firmeza el mozo—yo no consiento que vuelvas á representar, aunque se empeñe Dios del cielo... ¿Te has enterado?

      —Bien... De aquí á que suceda eso...

      —¿El qué?

      —Lo del casamiento.

      —Yo me entiendo... Cuando menos se piensa... En fin, vé acostumbrándote á la idea, por si acaso. No me gusta á mí, ni á ningún hombre blanco, queriendo á una mujer como te quiero á ti, oir que dicen en las butacas estupideces y barbaridades... al lado de uno mismo, con la poca crianza que tienen esos brutos de señoritos, Dios me perdone...

      —¿Y qué dicen?—preguntó curiosamente Concha.

      —Mil desvergüenzas... Que si tienes buen éste, y buen aquél, y... Calla, calla, que yo paso las de san Patricio... Un día hago un disparate.

      Concha, muy colorada, bajaba la cabeza; por fin articuló entre enojada y vergonzosa:

      —¿Y á ti qué te importa lo que digan? Déjalos, hombre.

      —De otra ya pueden decir pestes... Pero de ti... que te quiero tanto como á mi madre!

      Lo pronunció con tal fuego y sinceridad, que á pesar suyo la modista se sintió conmovida y le miró dulce y amorosamente. Entraban en el jardín público, que seguía al paseo, y en el cual la oscuridad era mayor, y completa la soledad y el silencio, á menos que una ráfaga de vientecillo marino sacudiese los siempre verdes egonibus haciéndoles murmurar cosas tristes. Concha se apoyó en el brazo de su novio. Al hacerlo, su codo tropezó con algo que abultaba debajo de la levita.

      —¿Qué llevas aquí?—preguntó.

      —Nada.

      —¿Cómo nada, y sobresale que parece un mollete de pan?

      —Mujer... si no es cosa que te importe.

      —Á ver, á ver?

      De mala gana se desabrochó él y sacó un objeto elíptico de hojas de laurel engomadas, muy tiesas, y rematado en unas largas cintas blancas con flequillo de oro al extremo. Á pesar de la oscuridad, aún quedaba suficiente crepúsculo para que distinguiese Concha que era una corona.

      —¿Y esto?—preguntó afanosamente, entre turbada y alegre.

      —Ya lo veo.

      —Una corona... ¿Para quién?

      —¿Para quién ha de ser?

      —¿Para mí? ¡Qué loco! ¿Y no me reñías antes por representar?

      —Una cosa es una cosa, y otra es otra... Me dió rabia ver que en el beneficio del mes pasado le echaron una corona monstruo á esa tonta de Rosalía Cañales, y á ti porque tenías un papel más corto te conformaron con un ramito de mala muerte... Y pensé para mí: no, pues como represente otra vez, no se queda sin corona mi Concha del mar... No me hace gracia que tú quedes deslucida... Ahí tienes.

      —Te lo agradezco... te lo agradezco mucho!—articuló cariñosamente ella, afirmándose más en el brazo que la sostenía.

      Él la contempló con ansia, y después miró alrededor. Ni un alma en el jardín.

      —¿Concha?

      —¿Eh?

      —¿Me quieres?

      —Sí, hombre, sí.

      —¿Te enfadas si te pido una cosa?

      —¿Qué?

      —Dame un beso.

      Soltó Concha el brazo y se hizo atrás. Parecíale que el rumorcillo de los arbustos y el manso gotear de la fuente eran ecos de la voz de Dolores... Y tapándose la cara con las manos y retrocediendo, gritó alborotada:

      —Eso no... Eso no... Estate quieto.

      —No, si no quieres no... No grites, que pensarán que te mato...

      Volvió á darle el brazo, en el cual ella se sostuvo con recelo, pero al verle triste y con la cabeza baja, se aproximó nuevamente. Una invencible curiosidad de virgen la impulsaba á desear la caricia que había rehusado. Estaban próximos ya á salir del jardín, y á corta distancia de él, comos unos cien pasos, resplandecía el iluminado portal del Casino. Inclinó un poco la frente sobre el hombro de Ramón, y éste, con arranque súbito y brioso, desprendió el brazo para rodearle la cintura, y la besó en la mejilla, con toda su fuerza, devorándola el cutis. Concha sintió una ola de caliente sangre que henchía sus venas, y percibió al mismo tiempo, con extraña lucidez, un olorcillo á alcanfor y pimienta, que debía proceder de la levita guardada hacía tiempo.

      Apresuradamente salieron del jardín, él radiante, ella aturdida y cabizbaja. ¡Si Dolores lo supiera! Las manos se le habían puesto frías, y una conmoción singular le imponía silencio. Su novio le parecía ahora, sin saber por qué, más amable y á la vez temible. Le miraba á hurtadillas, cual si no le hubiese visto bien antes. Como se aproximasen mucho al Casino, Ramón se inclinó hacia ella, y ella retrocedió instintivamente.

      —Mira, Concha, mañana puede que tenga una gran noticia que darte...

      —¿Qué?


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