La dama joven. Emilia Pardo Bazan
¡Cuánto iban á apretar las uñas al día siguiente! ¿Amanecería pronto? Cavilando así, sintió Concha un estremecimiento de frío y se arropó. Se unieron involuntariamente sus párpados y con indecible bienestar se quedó dormida.
Apenas comenzaba á saborear el dulce reposo, la sacudieron y zamarrearon sin misericordia. La fría luz del alba se colaba por las rendijas de los ventanillos, y Dolores, de bata ya, con una toquilla de estambre muy enrollada al cuello, se disponía á enristrar la aguja, y tocaba diana para que la ayudasen. Concha entreabrió los ojos, borracha de sueño, de ese sueño de la primera mocedad, tan parecido al de la niñez en su intensidad reparadora. Fué preciso repetir la sacudida: entonces, de no muy buen talante, echó fuera una pierna para calzarse las babuchas.
Tentadora ocasión de describir, en tan indiscreto minuto, á la futura Consuelo, cuando sus carnes tibias conservan aún la suave morbidez del sueño, y la breve camisa descubre mucha parte de su gallarda escultura. Los brazos blancos y puros, los piés rosados por la frialdad del piso, los senos recogidos y breves como capullos de flor, hacen honesta por extremo aquella semi-desnudez juvenil, que la claridad del amanecer baña con delicados matices opalinos. Remata el cuerpo una cara oval, sanamente pálida, algo pecosa hacia el contorno de las mejillas; el pelo, rubio como la harina tostada, nace copioso en la nuca y frente, y desciende en patillas ondeantes hasta cerca del lóbulo de la oreja: entre los labios gruesos y cortos brilla como un relámpago la nitidez de la dentadura. Los ojos, aunque hinchados de dormir, no encubren que son garzos y candorosos todavía.
Para despejarse, necesitó Concha pasar agua fría por la cara. Dolores entretanto abría las maderas, aseaba un poco el cuartito abohardillado, y encendía en la cocinilla próxima seis carbones para calentar el puchero de cascarilla y la correspondiente leche. En un santiamén se desayunaron. Concha, bien despierta ya, consagraba toda su atención á los trajes. Al lado de la ventana, sobre el quebrado sofá, lleno de hernias de crín que se salía, reposaban las galas de la noche. Concha se acercó á la fiel aliada de la modista, la máquina, que dada de aceite, limpia, con su carrete enarbolado, con la mesilla reluciente de barniz, aguardaba lo mismo que un centinela, arma al brazo, las órdenes de su jefe. Dolores se aproximó también, exclamando:
—Tú á los volantes y yo al cuerpo.
Salió el famoso vestido de baile. Era de seda azul bajo, algo verdoso ya y por muchas partes salseado; pero merced á la buena idea de Concha, de velarlo con infinitos volantes de tarlatana del mismo color, parecería nuevecito de allí á poco. La cadencia de la máquina se interrumpía á cada volante, y el vestido giraba, giraba, como una peonza, todo hueco, y cada vez más vaporoso. Al cabo brotó la falda fresquita, soplada como un buñuelo, y fué á ocupar su puesto en el sofá al lado de otros pingos también remozados y disfrazados hábilmente, con recogidos, lazos y encajes. Dolores pegaba al cuerpo el último corchete y orlaba de tul blanco las cortas manguitas. Terminado lo grueso de la labor, empezaron mil menudencias, mil accesorios. Pendían de una cuerda, tendida de un lado á otro de la pared, dos guantes blancos, largos, muy tiesos, con las puntas de los dedos amarillentas y arrugadas; y mientras Concha los soplaba con ardor para despegar aquellas malditas puntas, que delataban el paso ineficaz de la bencina, Dolores, por medio de una plancha caliente, estiraba varios cintajos lácios como tripas de pollo, dedicándose después á frotar con miga de pan los zapatos de raso, y á pegar con goma una varilla del abanico. Las cosas que iban estando dispuestas, pasaban á una cesta, cuidadosamente colocadas; de pronto Concha se dió una palmada en la frente.
—¿Qué te pasa?
—¡Las medias! Que se nos olvidaban las medias!
—¿Qué más da? Llévalas blancas.
—¡Mujer... son tan cursis! ¿Tienes agua caliente?
—La pondré á calentar.
—Anda, que se lavan y se secan pronto... á la noche están sequitas.
En tanto que Dolores jabonaba el par de medias azules, Concha, cosiendo el dedo de un guante, preguntaba á sí misma en voz alta:
—¿Tendrán que hacer esto las cómicas el día que representen?
—No, mujer...—murmuró Dolores.—Esas lo tienen todo arreglado.
—Dichosas ellas. Á mí me venía bien ahora repasar el papel.
—Pues no te descuides, que pasa ya de las ocho y media. ¡Cuándo se acabarán estos jaleos de teatro! me duele la cabeza ya, de discurrir para refrescar vejestorios.
Quedábales aún algo por hacer, pero el tiempo urgía, y el taller aguardaba. Convinieron en que, á la hora en que Concha fuese al ensayo, Dolores volvería á casa, terminaría todo y llevaría la cesta al Casino, donde Concha aguardaría ya para vestirse. Por excepción, una vez nada más: que eso de dejar sola á Concha, no estaba en el programa.
—Mujer, no hay remedio—exclamó Concha.—Desde el taller al Casino, no me saldrá ningún perro rabioso.
—No me dan á mí cuidado los perros de cuatro patas, sino los de dos—murmuró Dolores guiñando un ojo.—Con que mucho juicio, ¿eh? Si sale Ramón á acompañarte, le dices que se vuelva á su casa ó que te espere en el Casino.
—Bien, bien.
¡Bastante pensaba Concha en Ramón! Todo el día en el taller estuvo repasando su papel mentalmente. Don Manuel Gormaz le había encargado tanto que se fijase y que tuviese alma en algunas escenas! Tener alma... ¿sería gritar mucho? No, porque se reirían de ella... ¿Sería pronunciar recalcando, como la que hacía de graciosa? No, eso tampoco... Procuraba recordar las inflexiones de la actriz que había representado Consuelo el año anterior, en el Teatro Grande... Lástima no acordarse punto por punto! ¡Si ella supiese que, con el tiempo, le tocaría representar ese papel! Mientras arreglaba los pliegues de una sobrefalda, ó sacaba un patrón por el figurín, Concha repetía entre dientes las redondillas de Ayala, bien agenas de ser pronunciadas en semejante sitio.
Al salir del taller, se separaron las dos hermanas, tomando cada una en opuesta dirección. Iba Concha distraída, andando rápidamente, cuando alguien emparejó con ella.
—¡María Santísima... qué susto me has dado!
El novio se sonrió afablemente, no sin mirar á todos lados, convenciéndose por fin de que Concha iba sola, hecho singular y extraordinario. Manifestó su admiración, diciendo:
—¿Y Dolores? ¿Qué milagro es éste?
—No pudo hoy acompañarme... Tenía que acabar de alistar unas cosas. Viene después.
No puso Ramón cara compungida al oir la nueva, y siguió andando al lado de Concha por la calle Mayor, donde algunos comercios empezaban ya á encender su alumbrado. Concha se volvió de pronto toda alarmada.
—Mira, vete, vete... No me acordaba ya... No puedes acompañarme hoy.
—¿Por qué, chica?
—Porque voy sola... No me hizo otro encargo Dolores.
—¡Vaya con la ocurrencia!—exclamó él súbitamente enojado, deteniéndose ante un escaparate en que brillaba ya el gas.—¡Pues me gusta! ¡Sólo eso faltaba! No seas tonta; yo te acompaño. ¿Qué necesidad hay de que se lo cuentes á tu hermana?
Concha le miraba con sorpresa, viéndole de levita. Era una levita negra arrugada y floja en los sobacos, que caía mal, amén de relucir demasiado, conociéndosele las dobleces de las prendas guardadas mucho tiempo en cajones; no obstante, la negrura del paño y la blancura de la pechera limpia realzaban la varonil presencia de Ramón, mocetón arrogante y guapo, aunque tosco: de ancho pecho, oscura barba, pelo rizoso y grandes y vigorosas manos. Concha se sonrió.
—¿Por qué vienes tan elegante?
—¿No sabes que tengo que cantar en el Orfeón? Ayer toda la noche hemos estado ensayando la Barcarola nueva.
Ella bajó la cabeza, dándose por convencida;