El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa) - Benito Perez  Galdos


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la melancolía, no decía nada.

      Obsequiaba Polo á sus amigos con exquisita urbanidad. Vestía, no sin elegancia, su negra sotana limpia, y más que rancio y descuidado cura español, parecía uno de esos italianos de la Nunciatura, hechos al roce del mundo y al trato de gentes cortesanas. Cuando se suscitó aquella cuestión de si estaba más ó menos guapo en el púlpito, echóse á reir y dijo con mucha sorna:

      —Pero, Refugio, si tú no me has visto... Yo te ví, y me parece que te dormías.

      —¡Don Pedro!

      —¿No es verdad, Amparo? Ésta lo dirá. ¿Es cierto ó no que Refugio estaba dando cabezadas?

      —¡Quien las daba era ella!—exclamó Refugio señalando á su hermana.

      —¿Yo?... ¡Si no quitaba los ojos de don Pedro...! Que lo diga él.

      —Bien, bien. ¿Esas tenemos? ¡Don Pedro!... ¡Amparo!—exclamó el fotógrafo, riendo y envolviéndose una mano en otra, pues era hombre que no sabía decir sus bromas sin amasarse las manos con tanta fuerza cual si de las dos quisiera hacer una sola.

      —¿Y cuándo predicamos en Palacio?—preguntó en tono de excelsitud el señor de Morales, ávido de cortar, con una proposición seria, aquel tema tan baladí.

      Don Pedro dió media vuelta para contestar á Sánchez Emperador, que le daba su parecer sobre el vino que bebían. Este señor y el empleado de Hacienda no gastaban cumplidos para aceptar copa tras copa, y se reían de Morales, considerándole el estómago lleno de ranas, sapos, anguilas y otras diversas alimañas acuáticas. Pero él, sin darse por vencido, antes bien orgulloso de su pasión por las aguas, gritaba cogiendo el vaso, lleno hasta los bordes del licor del Lozoya:

      —Estas son mis bodegas. Vaya una cosa rica... No me harto nunca.

      Felipe bajaba á cada instante al torno de las monjas, para traer cestas llenas y llevarlas vacías.

      Bizcochos, mojicones, bartolillos, pasteles, mazapanes y otras menudencias ocupaban toda la mesa, pasando fugaces desde las bandejas á las tragaderas del fotógrafo, de Sánchez Emperador y del hacendista, que eran los principales consumidores. Bienaventuradas bocas, ¡para eso os cría Dios! En poco tiempo descubrióse el fondo de las bandejas. Había, entre los felicitantes, ropas polvoreadas, dedos untados de pegajoso caramelo y barbas con canela.

      Doña Claudia, que estaba en todo, dijo á Felipe:

      —Vete corriendo al locutorio y dí á las señoras monjas que no se olviden de mandarnos el pebre para la salsa del cabrito.

      Volviendo luego á la hermosa Amparo, que á su lado estaba, le dijo:

      —Es el pebre picante de que hablábamos ayer, fuertecito como á tí te gusta. ¡Verás qué cosa tan rica!

      Don Pedro, que no cesaba de mirar á todos lados repartiendo por igual sus finezas y ofrecimientos, alcanzó á ver, allá junto á la puerta, lejos del animado grupo, ¿á quién? al propio don José Ido, humilde y modestísimo en todas las ocasiones, y más en aquélla, pues tanta era su timidez, que habiendo entrado de los primeros, hacía media hora que estaba allí sin que nadie reparase en él, y ni avanzar quería ni retirarse por miedo á llamar la atención. Estaba el pobre sin saber qué hacer, inmóvil y pestañeando, parado y atónito, cual sí le estuvieran dando una mala noticia. Don Pedro, con aquella generosidad rumbosa que era la flor tardía, pero lozana, de un honrado carácter, llegóse al pasante, le trajo por el brazo al círculo de amigos y con cariñoso modo le dijo:

      —No tenga usted miedo, Ido. Tomará usted una copita.

      Ido refunfuñó no se sabe qué excusas; pero negarse á recibir la copa y tomarla, todo fué uno.

      —Un bollito, don José.

      —Gracias... si acabo de comer...

      Para aquel bendito, haber comido en Julio era acabar de comer. En un solo instante rechazaba el bollo y se lo engullía. El fotógrafo, qué quieras que no, le hizo tomar otra copa; y después de beber, don José sacó un pañuelo para limpiarse la boca y enjugarse las lágrimas, pues aquel hombre, más que hombre, era una sensitiva. Cualquier incidente común le producía emoción vivísima, y cualquier emoción abría la exclusa de sus lágrimas. Balbuciendo gratitudes y dando un cordial apretón de manos á don Pedro, se marchó veloz, bajando la escalera como si le fueran á prender.

      —Este señor—dijo el fotógrafo,—es más blando que la manteca.

      Entre tanto, se oía ruido de almireces que alegraría el corazón menos sensible á los halagos de un buen comer. La cocina repicaba á convite con más ruido que la iglesia repicando á procesión. Allí estaba doña Saturna, afanada con tanto tráfago. La cocinera y Marcelina la ayudaban. Grandes palmadas y bravos resonaron en la sala, cuando Refugito, la del diente menos, se presentó, poniéndose un delantal y diciendo:

      —Voy á ayudar también.

      —¡Bien, bravo! ¡Viva la cocinera de la sal!

      —¿Qué nos va usted á hacer?

      —La salsa picona.

      —Haga usted la olla gorda.

      —¿Y usted, Amparito?—preguntó con urbanidad el empleado de Hacienda.

      —Ésta no puede ir á la cocina—dijo don Pedro.—Le dan vahídos.

      —Y se pone las manos perdidas,—añadió doña Claudia, haciendo observar y admirar á todos los presentes las hermosas, blancas y finísimas manos de la joven.

      —Que nos las sirvan estofadas,—indicó el fotógrafo, riendo él su propia gracia antes de que la rieran los demás.

      Don Pedro, que no olvidaba nada y sabía, en ocasiones como aquélla, hacer caer sobre todos, grandes y pequeños, el rocío de su liberalidad, llamó á Felipe, que entraba y salía inquietísimo arrojando sobre las bandejas más miradas que echó Scipión sobre Cartago, y le dió dos bartolillos de los mayores, uno para él y otro para Juanito del Socorro, que estaba en el portal.

      Cuando los dos amigos se sentaron en el primer peldaño de la escalera á comerse los pasteles, el Doctor, lleno de orgullo por los triunfos oratorios de su amo y por los plácemes que le daban los amigos, empezó á enumerar las elevadas personas que había en la casa.

      —Está ese que saca los retratos, ¿oyes? que no hace más que verte y te pone clavado. Está ese otro señor gordo, del gabán color de barquillo, que cuando entra da voces y respira como un fuelle. Doña Claudia dice que le hizo la boca un fraile, por lo mucho que come. Está también aquella señora guapa, ¿oyes? aquella que parece una reina y que mira como las imágenes... Si la ves y te dice algo, te caes redondo. Una tarde me pasó la mano por la cara, ¿oyes? y por poco me desmayo de gusto. Una noche estaba en la sala con don Pedro: entré yo, y oí que don Pedro le decía que había bajado del cielo... ella, ella... Yo la llamo La Emperadora: la otra noche soñé que estaba yo en la iglesia, y ella bajando de un altar con una estrella en la frente y muchas flores por aquí y por allí... Sus dedos son azucenas.

      —Hijí... no digas bobadas.

      —Cuando viene acá, y come en casa, me quedo un rato como lelo mirándola.

      Juanito, que era la misma soberbia, no consentía que delante de él se hablase de las grandezas de otras casas sin sacar á relucir al instante las de la suya y las visitas que recibía su madre el día de su santo. En aquella ocasión solemne su madre se sentaba en la silla dorada, y empezaba á recibir gente. Iba un alabardero con su sombrero atravesado, un alférez, muchos señores de sombrero de copa, y uno que va á caballo al lado de la Reina cuando ésta sale de paseo.

      —Tiene mi madre dos amigas tan guapas, tan guapas, pero tan guapas—indicó para concluir,—que cuando las ves te entra un frío... ¿estás? Son señoras de unos grandes pejes, y llevan vestidos de seda verde con mucho arrumaco. Una de ellas tiene los pechos así...

      Y hacía Juanito con los brazos un


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