El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa) - Benito Perez  Galdos


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era cosa muy adecuada á un carácter tan entero como el suyo. Ya sabía que cada minuto de más le valía igual número de golpes de su papá; pero tenía la piel curtida y el espíritu fortificado por las contrariedades.

      —Vamos, vamos—dijo Felipe inquieto.—Es muy tarde.

      Apresuradamente corrieron hacia los barrios del Norte, y aunque Juanito quería detenerse á oir los cantos de Perico el ciego, el Doctor tiraba de él y á prisa le llevaba. Llegaron por fin á la calle de la Farmacia, donde Redator debía entregar su encargo, y mientras éste subía al piso tercero del núm. 6, vivienda del infelicísimo escritor que desde las nueve estaba esperando sus pruebas, Felipe se paseó en la acera de enfrente, entre la Escuela y la esquina de San Antón. Como en todo se fijaba, observó que junto á una de las rejas bajas del edificio había un bulto, un hombre con las solapas del gabán negro de verano levantadas... Al pasar, Felipe notó un cuchicheo; miró... Aunque la noche estaba obscura... ¡sí, sí, era él!... Felipe se estremeció, embargado de grandísima sensación de pavor y vergüenza. Sintió el ardor de la sangre en su cara hasta la raíz del cabello... ¡Era, era don Pedro!

      Siguió adelante, y pronto hubo de unírsele Juanito, á quien comunicó sus impresiones. Su amigo le dijo:

      —Vamos á pasar otra vez.

      Lleno de terror, Felipe se agarró al brazo de su amigo para detenerle, y le decía:

      —¡No, no, no; pasar no!

      Pero más pudo la maliciosa sugestión del pícaro que el miedo del Doctor, y pasaron otra vez. En el momento mismo, el bulto se apartó de la reja. Felipe y él se encontraron frente á frente, y se vieron... ¡Era, era!

      La vacilación de don Pedro fué instantánea. Siguió su camino. Tras él, á mucha distancia, iban Felipe y su amigo: aquél tan turbado, que no sabía por dónde caminaba; éste haciendo comentarios sobre lo que habían visto.

      —¿Te parece que le tiremos una piedra?—propuso Socorro á su compañero, el cual, indignado, repuso:

      —Si tiras, te pego... ¡no es broma, te mato!

      Y más adelante, dominado siempre por inexplicable vergüenza y terror, decía Centeno:

      —¡Me ha visto, me ha visto!

      Cuando llegó á la casa, ya don Pedro había entrado. Felipe pensaba de este modo: «Ahora, por lo que he visto y por lo que he tardado, me desuella vivo.» Pero no fué así. Doña Claudia dormía ya, y Marcelina, que no quería alborotar á deshora la casa, tan sólo le dijo:

      —Mañana, mañana te ajustará mamá las cuentas...

      ¡Siniestra y misteriosa figura! Don Pedro se paseaba en el comedor, meditabundo. Felipe deseaba que le tragase la tierra, ó que el señor se quedase ciego para que no le pudiese mirar. Fingiendo hacer alguna cosa, evitaba los ojos de su amo; pero al fin, en una vuelta que dió, encontrólos inesperadamente... ¿Qué expresión era aquélla? ¿Qué decían aquellos ojos?

      Turbóse más Felipe observando que los ojos del capellán, al mirarle, no echaban llamas de ira. Expresaban algo que él no entendía, una perplejidad terrorífica, el estupor del calenturiento. ¡Ah! Felipín era muy chico y no sabía leer en las fisonomías; apenas deletreaba. No podía entender bien la zozobra del grande ante el pequeño, el despecho formidable del vendido por el acaso, el temblor del león delante de la hormiga, la humillación trágica del poder ante la debilidad.

      Don Pedro no dijo nada, y se metió en su cuarto.

       Índice

      En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario. Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección ni le aplicó ningún castigo. Podría creerse que se proponía no mirarle y como figurarse que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y como avergonzado. Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja, y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De rato en rato veíasele apretar los dientes y juntar uno contra otro los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares. Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba á sí mismo.

      Por último, llegó Felipe á sentirse lastimado del poco caso que su amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera alguna bofetada, habría preferido que don Pedro le tomase lección, y que le mirara y atendiera. Tan marcado desdén era quizás una forma extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos y sentía en su alma un desasosiego inexplicable. Pero aún le quedaba mucho que ver. Ocurrirían casos con los cuales había de llegar al último grado su sorpresa. Por la noche, doña Claudia, mientras se comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer no sé qué. Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad su asombro cuando vió que don Pedro á su defensa salía. ¡Cosa fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas celestiales!... Don Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano, paróse ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:

      —¡Qué diantre! si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar.

      Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de su mirada resplandecía? ¿Era el más terrible de los odios, ó traición, debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose muy contento, y diéronle ganas de contestar de mala manera á doña Claudia, mandándola á paseo.

      También aquella noche salió á la calle á traer de la botica aceite de beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío que por las noches le zumbaban á doña Claudia en el órgano auditivo los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica. Cuando Felipe salió, dijo la Cortés á su hija:

      —Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el 222... créelo que me suena.

      Felipe no pudo ver sino breves instantes á Juanito; pero éste tuvo tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió esta observación maligna:

      —Á mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí... sabes lo que dice mamá? Que tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis.

      Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó á su amigo dándole un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran aquella noche, fué prueba evidente de su cordial y sólida amistad. Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, á quien tenía por el mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras.

      Antes de acostarse, se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo rato. Algunas figuras quedaron en disposición de ir á la enfermería... «¡Oh!—pensaba él.—Si me atreviera... si me vieran entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me atreveré! Don Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho... Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá, y... Claro, hoy por tí y mañana por mí... Todos pecamos.»

      Al día siguiente, doña Claudia dió un grito, ¡ay! y con tanto énfasis señaló un punto de la Lista grande, que hizo en ella un agujero pasando su dedo á la otra parte. El 222 había tenido un premio pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora alborotó la casa.

      —Anda, corre, vuela—dijo á Felipe después de comer.—Lleva la lista


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